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El Caballero Encantado: VIII

El Caballero Encantado
VIII
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

VIII

Prodigiosa y familiar conversación que tuvieron el caballero y la Madre desconocida.


Descendió Gil de aquel foro salvaje, y apenas llegó junto á Sancho, éste le dijo que había hecho mal en andar por entre aquellos erguidos pedruscos, donde moraban duendes ó endriagos. “Esos peñascones que ves fueron altares, no de moros, como algunos creen, sino de otras plebes que antes de ellos vinieron á España”.

—¿Fenicios… cartagineses?

—No… Otro nombre tenían de más antigüedad, que no se me acuerda. Lo que ves es el despiazo de las iglesias que aquí tenían, y que eran gentiles, ó de un sacerdocio que comulgaba comiéndose carneros crudos… En los recovecos de las peñas quedan diablos que fueron de aquella seta, y yo te aseguro por mi fe que vi á dos ó tres de ellos una noche que me dió la mala idea de subirme allí á dormir. Son cuatropea, al modo de micos grandes; la cabeza tienen de cabrón, rabo cortó y empinado, y los ojos como ascuas de fuego azul tirando á verde…

Rocogieron los pastores sus bártulos, y el ganado se puso en marcha. Todo el día anduvieron por lugares cuyos nombres oía Gil por primera vez. Recorriendo cañadas y cordeles pernoctaron en un corralón que no era ya de los Gaytanes, sino de otra familia llamada los Gaitines; pasaron una puente jorobada de cinco ojos, y ¡hala, hala!… fueron á dormir al amparo de una villa no pequeña, toda de color barroso, de pobre y desordenado caserío. No había casa que no pareciese reñida con la inmediata, ni calle que no estuviera enemistada con los pies de los transeúntes, pues todo era guijarros, hoyos, charcos y montones de basura y escombros.

Tempranito fué Gil á echar un vistazo al pueblo; vió huertos de lino en flor, plantíos de alcacer, y al embocar en una plazoleta de estrambótica irregularidad, abierta á las eras por uno de sus lados, vió una puerta románica muy bella y toda desmochada en su gracioso adorno, como si hubiera estado rodando durante siglos por un despeñadero. Era puerta de iglesia humilde, y por ella salían mendigos de cuyos hombros colgaban jironadas anguarinas ó capas pardas, cojos, tullidos, legañosos; salían mujeres, viejas las más, alguna joven y bonita, con sus pañuelos ó las sayas en la cabeza. Paróse Gil á mirar á las que le parecieron guapas, que de esta curiosidad ingénita y examen de bellezas no le curara ningún encantamento, y estando en ello vio que salía también por la vetusta puerta la señora de los albos cabellos, la del aire augusto, la de extremada belleza madura, la Madre, en fin, que se le apareció en el bárbaro santuario céltico.

Vestía la dama la misma túnica severa, sin más novedad que un velo negro echado desde el cabello á lá espalda; traía en una de sus manos un rosario menudo liado en los dedos. Dirigióse á él con semblante afable, diciéndole: Ya sabía que estabas aquí… Vámonos á esta otra parte y podremos hablar…

Maravillado quedó Tarsis de la sencillez y del tono familiar con que la señora le acogía, y ella con noble gracejo le dijo: “Ya ves cómo puedo hacer mi aparición sin ningún aparato, ni comparsería, ni rayos de sol”. Luego, con paso tranquilo, se internaron en angosta calleja rematada en un arco, por el cual salieron á un campillo donde había corpulentos álamos y una fuente sin agua, flanqueada de bancos de piedra. En uno de éstos sentáronse la buena Madre y el pastor Gil, y á su gusto y comodidad platicaron. Discurrían por allí raros transeúntes que saludaban sin manifestar extrañeza ni asombro ante las dos figuras. Veían á la Madre como á persona familiar de todos conocida… Lo que hablaron fué como sigue:

TARSIS. —En cuanto me hice cargo de mi encantamento, días há, señora y Madre, comprendí que éste no era por daño mío, sino al modo de enseñanza ó castigo por mis enormes desaciertos.

LA MADRE. —Así es. Se te ata corto á la vida, para que adquieras el cabal conocimiento de ella y sepas con qué fatigas angustiosas se crea la riqueza que derrocháis en los ocios de la Corte. Verdades hay clarísimas, que vosotros, los caballeretes ricos, no aprendéis hasta que esas verdades os duelen, hasta que se vuelven contra vosotros los hierros con que afligís á los pobres esclavos, labradores de la tierra, que es como decir artífices de vuestra comodidad, de vuestros placeres y caprichos. ¿Qué tal, Tarsis amigo? ¿Te has divertido sudando la gota gorda sobre el surco? Es un deporte lindísimo. ¿Verdad que no hay juguete como el arado? ¡Pobrecillo! ¿No sabías que echabas los bofes sobre tus tierras de Tordehita y Tordelepe? Digo mal, porque ya no son tuyas: son de Bálsamo y Gaytán, mitad por mitad… Mientras esos te van desplumando, tú continuarás en estas galeras, rema que te rema, y caerán sobre tí mayores humillaciones y trabajos… Todo lo mereces, Tarsis, y porque mucho te estimo, he de llevar hasta el fin la obra justiciera de tu escarmiento. Pensando sólo en tí mismo y ávido de goces, no has tenido consideración de tus pobres esclavos. Te pedían rebaja de la renta, y ordenabas á Bálsamo que la aumentase; creías que hay dos humanidades, el señorío y la servidumbre, y en el primero te ponías tú, y decretabas el abandono impío de los infelices que, derrengándose como animales de carga, labraban tu bienestar. Cuando te faltaba dinero, ó lo obtenías de la usura, tu lenguaje era un chorro de pesimismo repugnante. Maldecías de todo y á mí me escarnecías, sosteniendo que nada hay en mí que valga un ardite: ni ciencia, ni artes, ni negocios, ni trabajo, ni literatura.

TARSIS. (Humildísimo.) —Es verdad, Madre, que tal pensaba y decía. Perdóname. Tu indulgencia no me faltará, pues bien sabes que el español mimado y sin dinero es peor que un perro hidrófobo… No me disculpo, ni atenúo mi falta… Sólo me permito decirte, con todo respeto, que soy y he sido malo; pero no el peor. Españoles hay que merecen más duro encantamento, Madre querida.

LA MADRE. —Ya, ya… Los hay peores, hijo mío, y á esos aplico con rigor más grande el poder que me ha dado Dios. Y no creas que mi ejemplaridad consiste en volver la tortilla, como dice el vulgo, haciendo á los ricos pobres y á los pobres ricos: no. Eso sería trocar los términos de desigualdad, agravando la injusticia y aumentando la confusión. Verás lo que hace tu Madre. A los que cruelmente, ávidamente, sin trabajo propio, apurando la máquina muscular de siervos embrutecidos, sacan del suelo el mineral y fácilmente lo convierten en plata y oro, les llevo á una profunda y negra galería, y allí les tengo con su picachón en la mano todo el tiempo que se me antoja, arrancando carbón, hierro ú otra rica materia, y cargando las vagonetas. A los ricos avarientos que sin esfuerzo, sentaditos en sus escritorios, hinchan hasta lo absurdo sus capitales, les condeno á mozos de cuerda para que me lleven bultos y baúles á las estaciones/Políticos de esos que rigen grupos ó partidos, irán por una temporada á sudar el quilo en bajos oficios de carteros ó peatones; y haré una leva de oradores para llevarlos á desempeñar curatos de pueblo, con obligación de predicar en la misa dominical y en todas las novenas…

TARSIS. (Alegre, movido á hilaridad.) —Madre, por respeto á tu excelsa persona no suelto la risa. Cuanto has dicho es digno de tu nativo ingenio picaresco. No serías quien eres si no pusieras el donaire aun en tus obras de justicia. Dime, y perdona mi curiosidad: ¿alguna ó algunas damas principales no recibirán tu lección severa?

LA MADRE. —¡Oh, sí, hijo mío! No serán una ni dos las que vayan á estas galeras correccionales, ya que no redentoras. Pero no debo seguir confiándote mis planes, ni tú debes pedirme más noticias de encantos, como no sean del tuyo.

TARSIS. —Pues si para lo del mío me das licencia, déjame que te pida esclarecimiento del asombroso aparato con que fui traído del estado noble al estado villano. No puedo olvidar la casa de Becerro, perfecta decoración de nigromante; no puedo olvidar la imagen de mi hermosa Cintia, con quien hablé de un lado á otro del espejo. Pero todo esto fué juego de niños si lo comparo con el estrépito de cataclismo, que mudó la decoración de sala telarañosa en selva magnífica iluminada por una ó varias lunas. ¿Da qué abismos espirituales vino el maravilloso coro de ninfas morenas, algo hombrunas, de fornidas piernas, torneados brazos y rostros helénicos, que al compás de los crótalos danzaban en dos hileras, por entre las cuales pasaste tú y te vi por vez primera en todo el esplendor de tu soberana majestad? ¿Por ventura, es de rigor que al pobre encantado le zarandeen, como hicieron conmigo aquellas hermosas brutas, arrojándome después á una barranquera, por la que fui rodando hasta dar con mis pobres huesos en la Aldehuela?

LA MADRE. —No, hijo: tu transfiguración se hizo en formas extraordinarias y con un poquito de bambolla teatral, por lo que te diré…

TARSIS. (Alarmado, oyendo rumor cercano de zumbos.) —¡Ay, Madre del alma! Mi ganado se pone en marcha, y no tendré más remedío que dejarte con la palabra en la boca, que es gran pena para mí.

LA MADRE. —No te apures, hijo. Siéntate. Deja que salga tu rebaño. Ni Sancho ni los demás pastores y zagales notarán tu ausencia. Yo te llevaré á donde les encuentres…

TARSIS. —Sin juramento podrás creerme que mejor estoy contigo que junto á Sancho y sus ovejas, y si luego me llevas en volandas á donde ellas estén mañana, bien podré exclamar con toda el alma: “¡Encantado!”.

LA MADRE. —Pues te decía que la maravilla de tu paso de un vivir á otro se debió á un oficioso entusiasmo de tu amigo Pepe Augusto Becerro, que quiso demostrarte con desusada pompa y ruido su afecto y su gratitud. Tiempo há que practicaba la magia. No te asombres, Gil, si te digo que entre la magia y la erudición existe un entrañable parentesco: ambas artes toman su savia de la antigüedad remota. El erudito devorador de archivos se embriaga del zumo espirituoso contenido en los códices, y acaba por poseer el don de suprema alucinación, de penetrar en el alma de las cosas y de sojuzgar el mundo físico. En el profundo estudio que hizo Becerro de los libros de Caballería, llegó á sorprender el intríngulis magnético de las Urgandas y Merlines y el dinamismo prodigioso de Madanfabul, de Famongomadán y otros apreciables gigantes. Metido luego en el laberinto del Marqués de Villena, visitó el interior de sus redomas, y en ellas y en podridos pergaminos aprendió mil sutilezas. Yo te lo diré sin reparo: aunque soy tan vieja, mejor dicho, aunque en antigüedad no me gana nadie, siento poca simpatía por la erudición secamente erudita, quiero decir, por el saber de menudencias que maldito lo que interesan á la humanidad viva. A pesar de esto, las leyes de mi existencia me obligan á transigir hasta con los maniáticos, y á pasar algunos ratos en los archivos polvorosos y en las acartonadas academias… Y más de una vez he tenido que recurrir al sabio para que viniese en auxilio de mi memoria, que en el correr de tantos años y siglos suele flaquear y obscurecerse. “Pepito —le pregunto—. ¿En qué fecha vino Julio César á España por tercera vegada?” Y él me lo dice gustoso, y me cuenta después que traía la calva remediada por un gracioso artificio de su corto cabello. Otro día me cuenta que Sertorio se afeitaba solo, y que á Perpena le molestaban los sabañones.

TARSIS. —Yo también he sido benévolo con Becerro y he soportado sus ataques de erudición. Yo le favorecí cuanto pude ayudándole á mantener la caterva de sus hermanas, cuyo número se perdía en la obscuridad de las matemáticas. Raro era el día en que no estaba una de cuerpo presente ó sacramentada.

LA MADRE. (Risueña.) —Entiendo yo que eran como figuras emblemáticas de las épocas históricas: edad céltica, edad fenicia, griega, romana, período gótico, ciclos astur, leonés, castellano, arábigo-castellano y castellano-aragonés, etcétera, etcétera. Las he conocido y he tratado de contarlas, reduciendo á cifra la innumerabilidad y catálogo de las fantásticas hembras, hermanas de nuestro amigo. La muerte aparente de una traía la emergencia de otra. No se alimentaban; salían á los espacios como seres alados y volvían con un granito de cañamón en el pico para alimentar al hermano. Hoy, según creo, todas se han muerto y todas viven. Son seres engendrados por el espíritu de la erudición, de la ciencia del ocioso investigar infecundo… Pues estas magas, brujas ó como quieras llamarlas, fueron las que, bajo la dirección de Becerro, organizaron el teatral aparato que te causó tanto asombro. Me opuse; hace tiempo que me hastían los actos ceremoniosos, y me incomoda el verme representada con los atributos de que tan ruin abuso se ha hecho en las cabeceras de los mapas, y en las etiquetas de la industria. Yo dije al gran Becerro: “Pepito, no me saques en mojiganga”. Pero él no me hacía caso; estaba loco: á todo trance quería glorificarme y glorificar á su amigo Tarsis, y ya viste la brillante, la estrepitosa farándula que armó. Como empresario de pompas teatrales, á los vagos espíritus de sus hermanas dió hechura de mozarronas celtíberas, de pierna desnuda y andadura selvática, y á mí me hizo desfilar entre claridades como bengalas… Notarías que iba yo sofocando la risa. Era que me hacía mucha gracia ver á Pepito convertido en león… león apócrifo, ya lo comprenderías por su facha. Al mío, á mi auténtico león heráldico, que hace tiempo anda bastante achacoso y desmejoradillo, le he mandado al Atlas para que se reponga con los aires nativos.

TARSIS. —Pues aunque yo estaba en aquel momento bastante asustado y sin ganas de broma, me reí un poco de la facha leonina de Pepe Augusto.

LA MADRE. —El abuso de las pompas rituales es uno de mis mayores suplicios en la época presente. Si he de decirte la verdad, vivo en continuo desacuerdo con mis hijos. Así los que dirigen mi nacional cotarro, como la turbamulta gregaria que se deja dirigir, viven en un mundo de ritualidades, de fórmulas, trámites y recetas. El lenguaje se ha llenado de aforismos, de lemas y emblemas; las ideas salen plagadas de motes, y cuando las acciones quieren producirse, andan buscando la palabra en que han de encarnarse y no acaban de elegir… No sé si me entenderás…

TARSIS. —Sí, Madre: tú quieres decir que… Vamos, que… en fin, que todos tus hijos somos unos grandes badulaques…

LA MADRE. —No tanto.

TARSIS. —Que no servimos para nada.

LA MADRE. —No, hijo: servís para todo… Excelentes músicos hay entre vosotros; pero raro es el que toca el instrumento que sabe, y armáis unas algarabías que me vuelven loca. Vivís en ciega ignorancia de las verdades fundamentales, y… (Advirtiendo que se agolpan mujeres, hombres y chiquillos en las inmediaciones de la fuente.) Más gente hay aquí de la que solemos ver en sitio tan solitario. Como día de fiesta, estos infelices vienen aquí á solazarse… Y por allá veo venir la banda de música con sus abollados trompetones… Aunque no me importa que nos vean, alejémonos, hijo, de esta bullanga. (Se levanta.)

TARSIS. —Vámonos, Madre, á donde quieras… (Dirígense por calles tortuosas; salen del pueblo. Encuéntranse frente á un camino de áspera pendiente.)

LA MADRE. —No té asuste este reventón, terror de los caminantes. Coge un borde de mi velo ó un pliegue de mi halda, y déjate llevar.

TARSIS. (Maravillado de ver que sin cansancio salvan en un periquete la ruda cuesta, y prosiguen con pasmosa velocidad bordeando un alcor poblado de viñas.) —Ahora comprendo, señora mía, que no serías quien eres si no tuvieras el don de recorrer con paso milagroso los escalonados vericuetos de tu inmenso trono. ¡Y cuánto me place y enorgullece correr en tu compañía, salvando increíbles distancias y escalando pedregosas alturas! Voy de asombro en asombro. Por la derecha he visto correr, en menos que lo digo, tres aldeas. Por la izquierda se abrió un abismo, en cuyo fondo he visto verdeguear un fresco valle, y otro y otro, separados por picachos, en cuya cima se alzan castillos que, aun en ruinas, amenazan con sus moles orgullosas… Caseríos y torres de iglesias y monasterios arrumbados se hunden, mientras nosotros ascendemos, y corren en dirección contraria los montes arropados en tupidos pinares. Las águilas apresuran con espanto su vuelo, y hasta las nubes creo que se apartan para dejarte libre el paso, y ante tu majestad se humillan.

LA MADRE. (Sin la menor alteración en su aliento.) —Parémonos aquí. Esta es la sierra de San Leonardo en su más alto caballete. Vuelve hacia atrás la vista, y alcanzarás á distinguir mi valle del Duero. Tú no podrás ver lo que veo yo; no verás mi amada Clunia, hoy lugar humilde que llamamos Coruña del Conde. Esa que fué ciudad romana próspera y bella, guarda recuerdos dulcísimos de mi infancia. En ella estuve cuando la gobernaba Poncio Pilatos… Si esto es dudoso para algún sabio regañón, para mí no lo es… Era yo una chiquilla sin juicio y jugaba con las niñas de Pilatos, poco antes de que fuera trasladado al Gobierno de Judea. Yo le vi partir con toda su familia, harto mohíno de abandonar mi tierra, de dulce vivir y pacíficos moradores. ¡Quién pudo pensar que en su nuevo Gobierno había de intervenir con desdichada pasividad en el sacro misterio de nuestra reparación! ¡Pobre Clunia! Ya no eres más que un montón de polvo que revuelven con sus narices, á manera de ganchos, los traperos de la erudición… Si tu vista no alcanza, no te canses, Gil: mira con la fantasía, y vente más allá conmigo, hasta los picos excelsos de Urbión, donde verás sin esfuerzo partes muy gloriosas de mis estados. Ven: agárrate á mi velo.

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