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El Caballero Encantado: XXV

El Caballero Encantado
XXV
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XXV

Cuéntase lo que le pasó al caballero en la redoma de peces, con otros raros sucesos y visiones.


Con arranque de obediente fe se arrojó el caballero tras de la Madre, y nadó un rato, luchando con la corriente… La distancia entre ambos nadadores se alargó al poco rato. La Madre ondeaba gallardamente sobre las aguas, metiéndose y sacándose con airosos meneos de pez ó de sirena… De pronto, Gil fué acometido de terror… La corriente le envolvía; perdió la serenidad. Viendo á la Madre vencedora de las inquietas aguas, cerca ya de la otra orilla, se tuvo por abandonado. Quiso retroceder, con la esperanza de agarrarse á unas ramas de sauce que colgaban no lejos del punto en que él se arrojara… ¡Horrible momento! No podía nadar en ninguna dirección. Llamando á su garganta toda la energía que le quedaba, gritó: “Madre, Madre, me ahogo… Sálvame”. Pero la nereida iba ya lejos… Estaba de Dios, ó de la Madre, que Asur, hijo del Victorioso, no pereciese en el río, pues cuando mayor era su apuro, vió venir un deforme bulto y oyó voces de aliento. El bulto que hacia él navegaba era un barquichuelo, más bien balsa ó chalana. En ella iban dos hombres ó monstruos marinos, que dirigían la embarcación con una pértiga que apoyaban en el fondo. “¡Eh, caballero! —gritó una voz marinera—, aguántese, que allá vamos”.

Cuentan las historias conservadas en el archivo de los Franciscanos Descalzos de Ocaña, que Asur fué sacado del Tajo con un aparato de pesca que llaman butrón… y que la chalana le transportó á la orilla izquierda, donde fué arrojado como cuerpo exánime, y puesto boca abajo, echó por ésta considérable cantidad de agua. Hiriéronse cargo de él unos hombres vestidos de túnicas rojas, que le llevaron á cuestas por tierra cenagosa, hasta llegar á una casa que en su ingreso parecía de labor, más adentro vivienda suntuosa de un rico hacendado campesino. Por de pronto, metiéronle en un aposento donde había chimenea ó cocina, bien provista de lumbre que alimentaban troncos y raíces de olivo. Frente á ésta pusieron á Gil, que al dulce calor volvió de su asfixia; y despojado de sus ropas viejas que se podían torcer, y fuertemente sacudido de estrujones y friegas, le vistieron de nuevo con prendas interiores finísimas. Luego le calentaron por dentro con un vino blanco manchego que resucitaba á los difuntos, y el hombre se encontró en la plenitud y goce de su sér. Llegó al colmo su sorpresa cuando los benéficos hombres que más bien parecían fantasmas, le endilgaron una roja túnica de damasco como la que ellos gastaban… Los tragos de vino desataron en Gil la locuacidad. Preguntó dónde estaba, y por qué le vestían con aquel elegante ropón colorado. Pero los graves sujetos no le respondieron palabra. Una sonrisa y el dedo en la boca eran, sin duda, el lenguaje usual y corriente en aquella morada del buen callar.

Hallábase, pues, el asendereado caballero en una nueva esfera de la vida de encantamento, que de las anteriores se distinguía por la mudanza de las formas de rusticidad y pobreza en formas de elegante pulcritud. Un rato tardó en hacerse cargo de su indumentaria. De medio cuerpo abajo, su empaque era calzón corto, media negra de seda, zapato de charol con trabilla, al uso de clérigo presumido; en el cuerpo, camisa de vuelillos y chaqueta de terciopelo con haldetas; sobre todo esto, la túnica roja sujeta á la cintura con faja del mismo color. Apenas hubo terminado de reconocer su atavío, los silenciosos compañeros, vestidos como él, le guiaron por señas hacia otras estancias amuebladas con ricos vargueños, tapices, credencias y otras lindas antiguallas, que vagamente se distinguían á la tímida luz de arcáicos velones.

Llegaron á un ancho comedor, con mesa dispuesta para magnífica cena de veinte ó más cubiertos. En la cabecera estaba sentada la Madre, ya restituida en su soberana belleza y majestad. Quedó Gil pasmado de verla, y no pudo contener las demostraciones de su respeto y admiración. La dama, risueña, le impuso silencio llevándose el dedo á la boca. Vestía túnica blanca de finísima tela con pliegues estatuarios; adornaba su seno con frescas rosas coloradas y amarillas; sus cabellos, recogidos con suprema elegancia, conservaban la nítida blancura, y su rostro, de infinita belleza y gracia, era la imagen de la dignidad concertada con dulce y afable alegría.

Sentóse Gil en el sitio que le indicaron. Tres comensales había entre él y la izquierda de la Madre. A la derecha de ésta se sentaba un caballero anciano, de faz noble y escuálida, de barba gris puntiaguda, tipo tan exacto del Greco, que por un instante se dudaría si era real ó pintado. Su vestido en nada se diferenciaba del de los demás. La mayor rareza de aquel recinto era que los comensales y los que servían la mesa llevaban el mismo uniforme, ya descrito, de la roja sotana. En aquel palacio del silencio no había criados ni señores. Todos, fuera de la soberana Madre, eran lo mismo. Tan sólo el prócer de macilenta faz ostentaba cierto aire de indefinible principalía. Recordando el cuadro del Greco, Gil le bautizó con el nombre de Conde de Orgaz.

La cena de que participó el caballero fué de la más genuína culinaria española: especiosos guisos, estofados y pepitorias; frutas, miel entre hojuelas, suplicaciones y cañutillos; vinos de Esquivias y Yepes. A la Madre asistían dos servidores colocados tras ella: el uno era copero; el otro le mudaba las viandas, y al terminar le sirvió el aguamanil. Advirtió Asur cierta modernización en el estilo de comer. Hacía los platos, en la cola de la mesa, un maestresala que poseía la virtud de adivinar la porción correspondiente al gusto y apetito de cada uno. Como allí todo era contrario al orden natural de las cosas, los comensales no hablaban, ni los cuchillos y tenedores de plata hacían ruido alguno sobre la finísima porcelana de los platos… Acabóse al fin el mágico banquete, que Gil diputó como aparato dispuesto por el sabio Merlín ó por los mismos demonios.

Sin cháchara de sobremesa ni nada parecido, levantóse la Madre, á todos hizo afable reverencia, y se retiró por la puerta más próxima, cuyo tapiz levantó el fantasma copero. Siguióla el Conde de Orgaz, y otros que algo se asemejaban á creaciones del Greco por sus místicos rostros… Desaparecida la Señora, se descompuso el comedor, hundióse la mesa, voló la vajilla, extinguiéronse las luces, y los rojos duendes se iban filtrando por las paredes sin decir Jesús ni buenas noches.

Desconsolado y tristísimo quedó el buen Gil viendo que la Madre partía sin decirle tan siquiera por ahí te pudras, hijo… Las interesantes crónicas de Ocaña no entran en pormenores de cómo pasó el caballero la noche, ni de sus atontados pasos en aquel laberinto. Sólo consignan que durmió en cama limpia y blanda, y que al siguiente día salió de su estancia vestido con el propio uniforme que le endilgaron al sacarle del río. En el comedor encontró abundante desayuno, y dos, tres ó cuatro compañeros de cautiverio que le hablaron con el puro lenguaje de los ojos. A fuerza de aplicación, iba penetrando los secretos de aquel extraño idioma… Ya comprendía los signos elementales… pronto podría dar y recibir la expresión de las ideas más comunes… acabaría por dominar la mágica sintaxis hasta sostener una conversación larga y sutil.

Reconoció después el edificio, que era extensísimo, todo en planta baja, y de estructura circular. Corriendo de sala en sala, se volvía en veinte minutos al punto de partida. No se conocían allí las escaleras, no se encontraba un solo peldaño. Los pasos no producían ningún rumor sobre un suelo en que los baldosines lustrosos eran como blanda y muda felpa… Andando, andando, salió el caballero á un jardín, cuyo piso enteramente plano estaba exactamente al nivel del de las habitaciones. Las plantas de aquel jardín parecían de cristal, y sus lindas flores no exhalaban ni el más leve aroma. Ningún airecillo las acariciaba. El ambiente era quieto y callado, de una opacidad semejante al vapor de agua. Los términos lejanos se perdían en la pesada atmósfera de agua y leche mezcladas. No había sol… La luz que alumbraba el jardín y la casa era luz pasada por invisibles cedazos de agua. También el jardín era circular, rodeando la casa. Lo limitaba, por la parte contraria á ésta, una lisa pared de esmerilada substancia dura. Pensó Gil que aquel mágico recinto radicaba en las honduras del Tajo, ó era reproducción del que visitó don Quijote al descender á la cueva de Montesinos.

Por entre los floridos arbustos del jardín vió Gil algunos compañeros duendes, que aburridos vagaban sin formar grupos ni hablar unos con otros. “O esto es una redoma de peces —se dijo—, y yo uno de tantos pececillos colorados, ó he descendido á un limbo de cartujos pisciformes, erigido en aguas del Leteo”. Buscando alivio á su fastidio inmenso, volvió del jardín á la casa, y recorriendo á la ventura las habitaciones, pensaba que tal vez habría en alguna de ellas biblioteca donde los peces pudieran engañar el pausado tiempo con lecturas amenas. Vió trípticos, tapices, papeleras; libros no parecían en parte alguna. Divagando fué á dar en una estancia recogida y misteriosa situada en el centro del edificio, donde lucían armaduras en maniquíes, panoplias bien surtidas de espadas y pistolones; y cuando examinaba con ojos de aristócrata estas riquezas, resbalaron sus miradas hacia un espejo, en el cual le sorprendieron resplandores extraños, seguidos de un ir y venir de sombras ó sombrajos que en la superficie del cristal se movían. La distraída atención del caballero quedó presa en aquel fenómeno, con la idea de que el espejo no reflejaba lo externo, sino que á su cristal traía luces é imágenes de su propia interioridad mágica… Estando en estas dudas ó sospechas, advirtió que de las oscilaciones de luz y sombra se determinaba una figura, y mirando, mirando, toda el alma en los ojos, llegó á ver tan claro como la misma realidad el rostro de Cintia.

Prorrumpió Gil en gritos de alegría llamando á su mujer, cual si estuviera en la estancia próxima. En el cristal plantó sus dos manos creyéndolo puerta vidriera que podía ceder al impulso. Pronto se hizo cargo de que se hallaba en presencia de un fenómeno igual al de la casa de Becerro en Madrid. “¿Eres tú mi Cintia —le dijo—; tú en persona, ó eres pintura mentirosa con que estos duendes rojos quieren burlarme?”.

—Yo soy —replicó ella con divina sonrisa, mostrando en completa claridad su persona da medio cuerpo arriba—. No esperabas que nos viéramos. Yo, sí. Hace días que meló decía el corazón. No sé cómo puede ser el que nos veamos… y que hablemos… Misterio es que penetraremos algún día…

Y él exclamó: “Por tu vida, Cintia, dime dónde estás, si lo sabes. Yo te juro que no sé dónde estoy”. A lo que ella respondió con franca risa: “Anoche, antes de dormirme, te vi dentro de una redoma de peces. Eras un lindo pececillo rojo, y nadabas airosamente entre otros del mismo color”.

—Pues no veías más que la verdad; que si esto no es una pecera, es cosa muy parecida. Para mí, que vivo en una encantada mansión en las profundidades del Tajo. ¿Ves la funda colorada que me han puesto?

—Ya te veo, sí: estás muy guapo; y á mí, ¿me ves con mi vestidito de percal y este delantal tan majo que me he hecho yo misma?

—Eres un sol de hermosura, Cintia de mi vida. Todas las diosas del Olimpo son caricaturas comparadas contigo. Siento una pena horrible por no poder abrazarte y darte mil besos. Pero no me has dicho… ¿Estás en Sigüenza?

—Sí, hijo mío: ¿dónde querías que estuviese? Vivo, y vivo muy bien con la madre de Regino, en el Colegio de San Antonio. Por cierto, Gil, que debo desengañarte… Con pocas palabras limpiaré tu corazón de rencores injustos. Atiende á lo que te digo: Regino es un caballero. Créelo ciegamente… De su madre ¿qué puedo decirte? Cuantos elogios de ella hiciera yo no llegarían á lo cierto. Vivo en completa tranquilidad, sin otra pena que tu ausencia. El cariño y el respeto de todos me hacen llevadera esta situación, que espero ver pronto terminada. Si en los primeros días me molestó un poquito el enfadoso don Ramiro Gaitón, Regino supo espantarle gallardamente, y el importuno señor ya no me manda recados ni car titas.

—¡Ay, Cintia del alma!, ¡qué consuelo me das con lo que acabas de decirme! No es consuelo tan sólo: la vida me has dado. Creo en tí como en Dios, y no necesito saber más para devolver á Regino mi estimación. Otra cosa: vives tranquila y sin enojos; pero sobre tu alma pesará el tiempo: tendrás días de plomo, horas de mortal fastidio…

—Así es, marido mío. Ultimamente he combatido el tedio gracias á unos cuantos niños de esta vecindad, con los cuales he formado una escuelita, la más meritoria distracción que pudiera imaginar. Visitas no vienen aquí, ni yo las admito. Pero de algunos días acá tengo un entretenimiento y una compañía que son muy de mi agrado. Vas á verlo, Gil. No quiero dilatar más la sorpresa que pensaba darte…

Diciendo esto miró al suelo la linda mujer, y en el mismo instante saltó á su brazo, y del brazo al hombro, un vivaracho animalejo. Era la ardilla de Cíbico.

“Mira, niña; mira al cristal: ¿no ves á Gil?” dijóle Cintia acariciándole el rabo. Fijóse el animal, y viendo lo que se le señalaba, hizo con las patitas delanteras y el hocico unas muecas y garatusas muy monas, saludo al amigo no visto en tanto tiempo.

Contestó Gil con risas y bromas cariñosas á la salutación de la bestezuela, y luego quiso saber cómo había venido á tales manos. La historia no podía ser más sencilla. Disputábanse una tarde dos monjitas del Convento de Almazán sobre cuál tenía más derecho á jugar con la ardilla. Una quiso arrebatarla tirándole de una pata; otra la cogió por el pescuezo, y en esta porfía, el atormentado animalito mordió á una de ellas en un dedo y le hizo sangre. Puso el grito en el cielo la monja herida; alborotóse la comunidad, dividiéndose en dos bandos clamorosos, y para poner fin al escándalo, la madre Priora determinó cortar por lo sano, regalando el cuerpo de discordia á un canónigo de Sigüenza que aquel día fué á predicarles un sermón. Cargó el reverendo con el bicho, y al regresar á su pueblo obsequió con él á una señora rica y beata, de cuyas manos pasó á las de la madre de Regino. Los biógrafos de Cíbico refieren que la tal dama santurrona, doña Angela Conejo, hermana de don León Conejo, escribano en Molina de Aragón, tenía parentesco con Bartolo, y estaba al corriente de sus locos afanes en busca de la preciosa niña. De aquí vino el depositarla en el Colegio de San Antonio, mientras parecía Corre-Corre, á su vez perdido en la divagación mercantil por Brihuega ó Cifuentes.

Contó Cintia estas menudencias á su marido, el cual se holgó mucho de oirías. Después de esto, propuso Gil á su mujer que aproximaran sus caras al cristal, por una parte y otra, para besarse cuanto quisieran. Pero intentado el contacto, no pudo realizarse porque el espejo era un medio de comunicación telepática extraño á la física que conocemos y gozamos en nuestra limitada ciencia. Cuando aproximaban al cristal sus amantes bocas, las imágenes se desvanecían. Maldijeron ambos la insuficiente virtud del sortilegio, y como Cintia manifestase, dolorida, que á su fin tocaba la conferencia (sabíalo por la íntima voz del alma, que en aquellas vegadas era la inspiración de todos sus pensamientos), no quiso Gil que las imágenes se borraran sin hacer á la de Cintia esta advertencia importante: “Si Regino, si cualquiera otra persona te dijese que me han fusilado, no lo creas. Vivo estoy, alma mía. Me pasaron por las armas… pero como si no… ¿No lo entiendes? Yo tampoco… Ya te lo explicaré. ¡Ay, cuándo acabará esta vida prisionera, esta vida de purgatorio, desencajada de la vida común!

—Ya se acerca el fin, ya está próximo el resucitar… —murmuró la bella mujer, apagándose”.

¡Preciosa luz, cuyos últimos destellos eran sonrisas! Extinguida ya la imagen, aún sonreía en la profunda obscuridad.

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