XIX
Donde se cuenta el terrible encuentro del caballero con un desaforado gigante, y cómo luchó con él y le dió muerte, con otros sucesos interesantes.
No pudo discernir el turbado caballero su estado cerebral cuando á
media luz se vió detrás de la Madre, en el mismo camino pedregoso que
era salida y entrada del lugar de Boñices. Escoltaban á la Señora, con
lento andar respetuoso, á izquierda y derecha, don Alquiborontifosio y
don Venancio, maestro y cura del triste pueblo. De lo que hablaban, sólo
recibía Gil en sus oídos un run-run de
sílabas, que el rumor del viento entremezclaba y esparcía. Llegados los
cuatro al punto en que el terreno se despejaba de cantos rodados y de
otras asperezas, doña María ordenó afablemente á los venerables señores
que regresaran á sus casas, pues cumplida estaba ya la delicada etiqueta
del acompañamiento en parte del camino. Obedecieron, reiterando su
adhesión y gratitud, y Gil oyó que el cura se despedía con un latinajo, y
el maestro con un refrán de su inagotable archivo. Siguieron luego
solos la Madre y su fiel escudero, sin que la conciencia de éste lograra
determinar si velaba ó dormía. La Señora le dijo que á su manto se
agarrara, y obediente al soberano designio, se sintió navegando en el
piélago de lo maravilloso… Y los cronistas que estas inauditas cosas han
transmitido, aseguran, bajo su honrada palabra, que el caballero y la
Madre recorrieron, en menos tiempo del que se tarda en decirlo, llanuras
yermas y empinados vericuetos inaccesibles á la humana planta. Para no
cansar, dígase que antes de media noche entraban la dama y el encantada
hijo por el portillo de Calatañazor, ya bien conocido en estos verídicos
anales.
Verdad y mentira, ¿dónde tenéis comienzo y fin? Ello fué que los veloces andarines pararon ante el propio mesón donde Gil estuvo alojado con el leal y ahora perdido Bartolo. “Está cerrado el portalón —díjole la Señora—. Aguárdate aquí, que antes de una hora, cuando lleguen la galera y el carro de Torreblascos, abrirán. Entras; pides posada. En el hatillo que por intercesión divina recuperaste en Boñices, hallarás ropa mejor y más nueva que la que perdiste con la burra del buhonero Cíbico. Allí te puse unos puñados de bellotas, que son dineros siempre que las emplees en obra digna y honrada, como es la de tu pitanza, y servicio tuyo y de la buena Cintia. A ésta podrás verla tempranito en su santuario, y confío en que has de encontrarla menos encendida en la pasión de su magisterio. Las almas inocentes de los niños se han metido en el alma de ella. Procura tú con arte de enamorado hacer dentro del espíritu de Cintia la debida separación de afectos… Te encargo mucho, hijo mío, que hagas por esquivar las enemistades que podrían salirte en esta villa rústica. No provoques á nadie; disimula, si es menester, tus intenciones; adopta nombre distinto del que llevas, y trazas y apariencia de persona que anda en cualquier negocio. Si encuentras á Cintia en disposición de dejarse raptar, hazlo con sigilo y sin promover violencia ni ruido, y llévatela bendito de Dios á donde puedas tenerla por algún tiempo escondida de ojos humanos que no sean los tuyos. Y basta con estas advertencias, Asur, Hijo del Victorioso. Te dejo en la libre iniciativa y determinación de tus actos. Te concedo, con corta limitación, el uso de tu albedrío. Tú sabrás determinar el punto en que la línea de extensión de tu albedrío y mi apoyo maternal pueden encontrarse… Adiós, hijo.”
Por una calleja conducente á la iglesia parroquial, desapareció la Señora como sombra que en mayores sombras se desvanece, y tan desamparado se sintió Gil al verla partir, que á punto estuvo de echarse á llorar. Cuentan los veraces cronistas que transcurrieron exactamente veintisiete minutos hasta que se abrió el portalón para dar paso al carro y galera de Torreblascos. Albergóse el caballero en el humilde hostal, y la noche se le fué minuto tras minuto en un vertiginoso cavilar sobre el uso que había de hacer de su albedrío. Aunque los fieles narradores de estas aventuras no lo dicen, se da por hecho que á la siguiente mañana se vistió y acicaló lo mejor que pudo, gozoso de ver que la nueva ropa era mejor que la perdida, y que con ella obtenía una transfiguración favorable. Su aspecto era más decentito que en el aciago día de su visita inicial á la histórica y adusta villa.
Y se da por averiguado que apenas oyó el che, i, ene—chin, metióse el caballero en la escuela, con gran sorpresa y susto de Pascua, y que la turbación de ésta se trocó en alegría jovial apenas hablaron. No constan pormenores del corto diálogo; pero sí que los vecinos de la villa vieron á Gil paseando con tranquilo continente por las empinadas calles, y que fué muy notado su arrogante porte. Desorientados y disconformes andan los historiadores, así nacionales como extranjeros, en el relato de lo que pasó en el resto del día. Lo único que aparece claro es que, comiendo Gil con arrieros y trajinantes, supo que el buen Cíbico en su veloz carrera había ido á parar á Tardelcuende, donde una vieja barbuda, echadora de cartas y con pintas de hechicera, le adivinó el paradero de la ardilla, después de una solemne sesión de cábala y arrumacos. La fugitiva fué captada por los chicos del Crudo; éstos la vendieron á un recuero, el cual por buena moneda la cedió á los frailes Carmelitas del Burgo de Osma. Hacia el Burgo iba Cíbico á pie, pues en Tardelcuende reventó la pobre burra por querer imitar en su carrera al Pegaso mitológico…
Así lo dice uno de los historiógrafos indígenas, y luego añade que antes de anochecer bajó el caballero al soto, de donde pasó á las casas del Crudo, y allí estuvo tratando con un ventero agitanado y chalán, del alquiler de una veloz caballería. Entre las disponibles, escogió el cuartago menos decorado de mataduras. Tras este importante suceso, cuentan que Gil se lanzó á las riscosas veredas, ya por su mal bien conocidas, y que al llegar al término de ellas, cerrada ya la noche, sintió en su ánimo y en sus nervios la turbación que anunciarle solía la medrosa emergencia de lo sobre natural. Andado no había veinte pasos, cuando vió ante sí disforme bulto, cual si un gran trozo de la montaña se desgajara y cayera sobre el camino, y deteniéndose á mirarlo con aterrados ojos, advirtió que el colosal estorbo que le cortaba el paso superaba en tamaño á una casa de las más grandes, y afectaba la forma y redondeces corpulentas de un cerdo bien cebado para San Martín.
Acercóse más el caballero, evocando en su alma la energía correspondiente á su nombre de Asur, hijo del Victorioso, y vió que el ingente animal se ponía en dos pies, y conservando el rostro y jeta cochiniles, se decoraba con prendas usuales en los seres humanos. Sobre su cabeza llevaba un sombrerillo blando, ladeado, y en su carnoso pescuezo, corbata de cuadros rojos y amarillos, prendida con un alfilerón espléndido. Agitó la espantable visión las patas delanteras, que resultaban brazos cortos atrozmente ridículos en su vivo accionar. Y al propio tiempo lanzó el gruñido cerdoso, que atronando los aires imitaba el habla humana, y así decía: “Yo soy Galo Zurdo y Gaitín, secretario de este Ayuntamiento, y como tal secretario y como novio de Pascua, te digo que si no desfilas ahora mismo por donde has venido, dormirás esta noche en la cárcel de acá, y mañana irás á la de Soria conducido por la pareja de la Guardia civil… Lárgate pronto, farsante, canalla, ladrón”.
—Pues yo soy Asur, yo soy Mutarraf —replicó Gil enardecido por la insolencia de la deforme bestia—, y no temo á los guarros, aunque sean secretarios del Ayuntamiento, y vengan con facha de gigante de bambolla. Largo de aquí, mamarracho. Vuélvete al infierno, de donde has venido…
Diciéndolo, le atizó con su cayada un fuerte garrotazo en la parte á que alcanzaba del voluminoso vientre del espantajo, y éste se deshizo al golpe, quedando convertido en un hombre de mediana estatura, regordete, arqueado de brazos y piernas, cara de media luna, mofletes gordezuelos con chapas herpéticas. De la visión primitiva conservaba el sombrerete ladeado, y la corbata y alfiler deslumbrantes.
Con altanería grotesca y procaz, Galo Zurdo arrojó sobre Gil sus denuestos chabacanos: “Gandul, vete pronto de esta honrada villa… Aquí no consentimos vagos que vienen á merodear y á llevarse lo que roban. Mira que yo soy terrible; mira que estás delante del secretario del Ayuntamiento; mira que yo hago aquí lo que me da la gana, y que si no ahuecas pronto, te cojo y haré contigo una hequitombe.
—Pues yo —replicó el caballero con entereza—, te digo que, quiéraslo ó no lo quieras, vengo por Cintia, á quien tú llamas Pascua, y he de sacarla de este pueblo, que si te tiene por amo es el más puerco lugar del mundo. Yo, que no temo á los leones, menos temo á los cochinos, y vas á verlo ahora mismo si no te retiras á tu cubil, dejándome libre el campo”.
Con necia presunción trató Galo de acometer al caballero; éste le rechazó vigoroso y pujante; se tambaleó el de la vista baja, y á punto estuvo de dar en tierra con su crasa humanidad. Al rehacerse, metió mano al bolsillo de su americana para sacar el revólver… Pero antes de que pudiera hacer uso del arma, Gil con rápido movimiento le ganó la acción… y entre el esgrimir de la navaja y el clavársela en el pecho, no medió el espacio de un pensamiento. Cayó Galo Zurdo sobre un peñasco, al borde de las vertientes que en aquel punto descienden casi cortadas á pico. Gil no se detuvo á examinar el rostro de su rival vencido, y cogiéndolo de las patas, lo empinó sobre el precipicio y abajo fué rodando como pelota… Al rumor del rebote se mezcló un gruñido sordo, postrer aliento del ensoberbecido secretario y elegante lugareño.
Contempló Gil un rato la tenebrosa hondura, y no pudo apreciar hacia qué parte de la vertiente había quedado el cuerpo de su víctima, entre malezas y rocas. Su condición generosa le sugirió el impulso de bajar á reconocer á Galo y cerciorarse de su muerte; pero aquel impulso fué contenido por otro de reflexión egoísta, y se dijo: “Bien muerto está. Bien vale mi Cintia la vida de un imbécil. He despachado á un Gaitín. Si la justicia me persigue, el pueblo me lo agradecerá. Cintia me pertenece, y ese miserable quería quitármela. Cuando no nos dan lo nuestro, debemos tomarlo, y caiga el que caiga. Así lo han dicho San Basilio, San Agustín, San Gregorio Nacianceno y San Alquiborontifosio”.
Paseóse tranquilamente un rato entre el humilladero y el portillo, y á la media hora de febril ambulación vió salir á Cintia con el envoltorio de su ropa. Venía la gentil mujer medrosa y risueña, estado de espíritu que denotaba cierta tranquilidad en el paso arriesgado de su fuga. Diéronse las manos, y sin detenerse, conforme caminaban hacia las veredas descendentes, Pascuala dijo á su amado: “He tenido la suerte de que mis niños no me sigan esta noche. Cuando estaba disponiéndome para escabullirme, guardando el mayor silencio, se me aparecieron y me rodearon… Sus vocecitas zumbaban y aún zumban en mis oídos. Uno me coge por aquí, otro me coge por allá. Yo les decía: "Dejadme, ángeles míos. Volveré con vosotros". Pero nada; no había medio de zafarme de ellos. Ya tu Pascuala se veía, como la otra noche, imposibilitada de salir, cuando de pronto recostáronse todos en el suelo y se quedaron dormiditos. ¡Qué cosa más rara! ¡Qué dicha para mí! En fin, aquí me tienes. Dime ahora tú: ¿diste á los niños algún bebedizo para que se durmieran?”.
—Yo no les di nada, Cintia —replicó el caballero apresurando el paso—. Ello habrá sido arbitrio de nuestra Madre, ó de alguna divinidad, de algún genio desconocido que nos protege.
—¿Y al bestia de Galo Zurdo, le has visto por aquí? Me dijeron que en el pueblo te seguía los pasos, y que al salir de su casa cogió el re • volver.
—Le he visto, sí, y hemos echado un párrafo. El revólver no le ha valido.
—¿Le has visto… aquí? ¡Qué miedo! Cuéntame. ¿Qué te dijo? ¿Qué hablásteis? ¿Se insolentó contigo? Más miedo me da su cobardía que tu valor.
—Tuvimos unas palabras —replicó Gil, queriendo esquivar el asunto—. Venía con mala idea, fachendoso y ruin. Pero yo le aplaqué pronto el chillido, y salió de estampía por ahí abajo, gruñendo y hozando la tierra.
—Si anda por estos vericuetos —dijo Cintia temerosa—, podrá vernos, podrá seguirnos”. La réplica de Gil fué muy expresiva: “No te cuides de ese animal, amada mía, que á estas horas debe de estar á la vera de San Antonio Abad. Cuídate de pisar en firme, para que no resbales en este desriscadero. Agárrate bien á mí, y vamos á prisita, hasta perder de vista á ese maldito pueblo. Guardemos silencio, que bien podrá ser que las peñas oigan. Cuando estemos en salvo olvidarás tus martirios, y yo la estampa cerdosa de Zurdo Gaitín.”
A la calladita, dándose sostén y apoyo mutuamente, llegaron al soto, y de allí, con andar cauteloso por los desniveles del suelo y la obscuridad de la noche, siguieron hasta las casas del Crudo, donde les aguardaba el fogoso corcel alquilado por Gil. Fué una risa el acto de acomodarse los dos sobre la cansada bestia, que si muy honrada debía creerse con la carga de tan ilustres personas, no parecía contenta del grave peso de ellas, con la añadidura del hatillo y envoltorio que contenían la ropa. Iba Gil en la silla y Cintia en la grupa, ciñendo con sus brazos la cintura del caballero. Mostrábase satisfecho el chalán alquilador, y encomiaba con donosas hipérboles la fortaleza y agilidad del rocín. Pronto se vió que éste no carecía de nobleza, y que en cierto modo se vanagloriaba de cumplir dignamente la romántica misión que su destino le impuso. Salió por el camino adelante con un trotecillo cochinero que auguraba una dichosa jornada. Los amantes fugitivos celebraban la honradez y valentía del caballejo, y con graciosos encarecimientos le inducían á sostener el paso.
En este punto, se ve precisado el narrador á cortar bruscamente su relato verídico, por habérsele secado de improviso el histórico manantial. Desdicha grande fué que faltaran, arrancadas de cuajo, tres hojas del precioso códice de Osma, en que ignorado cronista escribió esta parte de las andanzas del encantado caballero. En dichas tres hojas se consignaban, sin duda, los pormenores de la fuga; si el penco sostuvo en todo el viaje sus hípicos arrestos; si los amantes hicieron alto en algún hostal ó caserio, para dar reposo á sus molidos cuerpos y á sus inquietas almas. Falta también noticia de lo que hicieron al siguiente día, y del vehículo que tomaron, pues el alquiler de la cabalgadura terminaba en Tardelcuende. Queda, pues, desvanecida en la sombra de las probabilidades y conjeturas una parte muy interesante del rapto y escapatoria de Cintia. Mas no queriendo el narrador incluir en esta historia hechos problemáticos ó imaginativos, se abstiene de llenar el vacío con el fárrago de la invención, y recoge la hebra narrativa que aparece en la primera hoja, subsiguiente á las tres arrancadas por mano bárbara ó gazmoña.
Resurgen de nuevo los amantes aposentados en un humilde mesón de Barahona, lugar famoso por fechorías de brujas y jugarretas de diablillos desocupados; y allí fueron sorprendidos por un extraordinario suceso, que no debemos atribuir á brujerías, sino á un feliz designio de la Providencia. Hallábase Cintia en el mal empedrado patio, lavándose la cara en un barreño, y á su lado el caballero Taréis liando ún cigarrillo, cuando de un cuartucho próximo vieron salir al ingenioso, al imponderable Cíbico. ¡Oh felicidad, tanto más intensa cuanto menos esperada! Uniéronse los tres en estrecho abrazo, y al instante saltaron de boca en boca las preguntas, las indagatorias, el contar cada uno sus cuitas y calvarios. Lo primero fué dar Gil noticia del próspero suceso de la fuga de Cintia, y luego soltó Bartolito, con atropellado lenguaje, el relato de su odisea en busca de la ardilla.
“No podéis imaginar, queridos amigos, lo que he sufrido, ¡ay! Ya veis mi rostro demacrado… estas ojeras de romántico, y estos granos y sarpullido que son la muestra de la irritación que llevo dentro.
—De veras podría creerse que has salido de una grave enfermedad, ó que te has echado encima diez años más de vida… No debías tomarlo tan á pechos, que ardillas mil hay en el mundo, para que ocupen en tu hombro y en tu corazón el lugar de la que perdiste… Por cierto que unos arrieros con quienes comí en Calatañazor, hace días, me dijeron que tu paniquesa fué cogida por los chicos del Crudo, los cuales la vendieron á un trajinero, y éste á los frailes carmelitas del Burgo de Osma”.
Confirmó Cíbico esta referencia, después de contar con prolijos detalles su veloz tránsito de pueblo en pueblo, sus afanes y angustias, la reventazón y fallecimiento de la honrada pollina que se identificó con el duelo de su amo, y luego añadió lo que fielmente se copia del ya citado manuscrito: “En cuanto supe que los Carmelitas eran dueños de mi tesoro, me fui allá. Conozco al Prior, que es un frailón lucido, un elefante con cerquillo, envuelto en veinte varas de paño canelo y en otras veinte de franela blanca; buen tenedor, buen vaso en mesas regaladas; hombre, en fin, ejemplar y perfecto… por la otra punta del ascetismo. Conozco además á dos leguitos de aquel convento, buenos chicos, modositos, serviciales. Por ellos supe que mi niña estuvo allí un día muy mimada de los buenos Padres; pero el Prior dispuso de ella con idea de hacer un regalo al Provincial del Carmelo, á la sazón de visita en la santa casa. Sabido esto, me presenté al Prior, que en la celda me recibió muy complacido de mi visita; me compró algunas manos de estampas y tres docenas de medallas; obsequióme con una copita de lo añejo y bizcochos, y tocante al achaque de mi paniquesa, dijome riendo que al Provincial le había caído muy en gracia la niña… Total, que el buen Prior no tuvo más remedio que ofrecérsela… Total, y van dos: que el maldito Provincial admitió, frotándose las manos de gusto. Distingue y protege á las Carmelitas de Almazán, y en mi ardilla vió la más preciada fineza para obsequiarlas. Me planté en Almazán; supe que las monjitas están muy regocijadas con la ofrenda, y que la miman y agasajan… Me presenté en el locutorio… Nada, hijos, que no la dan ni por todo el oro que pesa… y al decírmelo me insultaron… ¡Mal rayo con ellas!… Aquí tenéis un caso nuevo de esa peste que llaman Clericalismo. ¿No estáis oyendo todos los días que los frailones ó seglares afrailados huronean en las familias, para olfatear y cazar doncellas ricas, y llevárselas al noviciado y profesión en éste ó el otro monasterio? Pues lo mismo han hecho conmigo ese marrajo del Prior y el zorrocloco del Provincial”.
Rieron y se holgaron los amantes del desatinado parangón que hizo Bartolo, el cual se mantuvo en sus trece: “No es para reírse, Pascuala; no es cosa de chanza, Gil. He dicho Clericalismo y no me vuelvo atrás. La preciosa y juguetona ardilla que por largo tiempo fué el alivio de mi soledad, pertenece al sexo feménino, como sabes; es una hembrita honesta, que no ha conocido varón, y bien puedo asegurarlo, porque la tengo desde chiquitita; la recogí del regazo de su mamá en Egea de los Caballeros; la he criado, dándole buena educación, y enseñándole los mejores modos. Aunque traviesa y correntona de su natural, sabe lo que es respeto y obediencia á los superiores. Me quiere á mí tanto como la quiero yo á ella. De mí se escapó por un susto, y si ahora me viera, hacia mí vendría con brinco alegre, dejando con un palmo de narices á todas las monjas y Priores y Provinciales de la cristiandad”. Enlazando bromas con veras, Cintia y el que pasaba por su marido trataron de arrancar de la mente de Bartolo la maniática idea que le atormentaba. Mas tal arraigo tenían en el ánimo del buhonero el amor del animalito y el coraje de verlo en ajenas manos, que prefería el dolor al consuelo. Aquel hombre bondadoso y manso hallábase en tremenda crisis moral. Su corazón era un volcán de odio contra las Carmelitas de Almazán, que le habían despedido del locutorio con menosprecio y burlas, como si fuese á pedirla libertad de una señorita enclaustrada por fuerza. Comiendo aquel día con Gil y Pascuala, su irritación era tal, que los amigos oyeron asombrados estos increíbles despropósitos. En mí tenéis una de las víctimas más desdichadas del Clericalismo. No hay que tomarlo á risa… Me han quitado el único sér que con sus gracias endulzaba mi vida. Lo reclamé, y aquellas descastadas mujeres me mandaron á escardar cebollinos, me llamaron hereje, desvergonzado, alca… etcétera, correveidile de pecados indecentes… Pues me la pagarán… vaya si me la pagarán… Tengo una idea… una idea. Para realizarla cuento con unos amigos que llegarán de un momento á otro…
—¿Qué discurres, qué proyectas?
—Pues nada: pegar fuego al convento de Carmelitas de Almazán…
Tan tenazmente aferrado estuvo toda la tarde á la bárbara idea de quemar el convento, que Gil y Pascuala temieron por las facultades mentales del pobre Cíbico. Los amigos que éste esperaba presumiendo que serían sus colaboradores en aquel intento, eran un arriero apodado el Pocho, famoso en diabluras de contrabando, y dos trajineros, llamados Tomás y Filiberto, hombres los tres de poder y travesura, que lo mismo servían para un fregado que para un barrido, y habían ilustrado sus nombres en la facción y en campañas electorales de baja estrategia. Llegaron al anochecer en dos carromatos que venían de Soria para Atienza. Pero el Destino, que dispone con salvaje independencia del proponer del hombre, quebrando y torciendo las líneas de la historia, trajo á Barafiona, con el Pocho y con Tomás y Piliberto, nuevas muy desagradábles, que trastornaron los pensamientos de Cíbico, y más aún los de los amantes fugitivos, como verá el que leyere.