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Torquemada en el Purgatorio: XII

Torquemada en el Purgatorio
XII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XII

De aquí tomó pie la viviente enciclopedia para lanzarse a una disertación fastidiosísima sobre la introducción en Europa del cultivo de la patata, lo que Torquemada oyó con verdadero embeleso; y como el sabio, en su divagar sin freno, saltara a Luis XVI, se encontraron ambos de patitas en la revolución francesa, cosa muy del gusto de D. Francisco, que deseaba dominar materia tan traída y llevada en toda conversación fina. Hablaron largo y tendido, y aún hubo un poquito de controversia, pues Torquemada, sin querer entrar en el fondo de la cuestión (frase adquirida en aquellos días), abominó de los revolucionarios y de la guillotina. Algo hubo de transigir el otro, movido de la adulación, diciendo con criterio modernista: "Por cierto que, como usted sabe muy bien, se va marchitando la leyenda de la revolución francesa, y al desvanecerse el idealismo que rodeaba a muchos personajes de aquel tiempo, vemos descarnada la ruindad de los caracteres.

— Pues claro, hombre, claro. Lo que yo digo...

— Los estudios de Tocqueville...

—¿Pues qué duda tiene?... Y bien se ve ahora que muchos de aquellos hombres, adorados después por las multitudes inconscientes, eran unos pillos de marca mayor. D. Francisco, yo le recomiendo a usted que lea la obra de Taine...

— Si la he leído... No, miento: esa no; ha sido otra. Tengo muy mala memoria para el materialismo de cosas de lectura... Y mi cabeza, velis nolis, se ha de aplicar a estudios de otra sustancia, ¿eh?

— Naturalmente.

— Pues yo digo siempre que tras de la acción viene necesariamente la reacción...

Si no, ahí tiene usted a Bonaparte, vulgo Napoleón, el que nos trajo a Pepe Botellas... el vencedor de Europa como quien dice, hombre que empezó su carrera de simple artillerito, y después...

Cosas de gran novedad para D. Francisco dijo Zárate a propósito de Napoleón, y el bárbaro las oía como la palabra divina, aventurando al fin una idea, que expuso a la consideración de su oyente con toda solemnidad, poniéndole ante los ojos una perfecta rosquilla, formada con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.

"Creo y sostengo... es una tesis mía, señor de Zárate, creo y sostengo que esos hombres extraordinarios, grandes, considerablemente grandes en la fuerza y en el crimen, son locos...

Quedose tan satisfecho, y el otro, que estaba al corriente de lo moderno, espigando todo el saber en periódicos y revistas, sin profundizar nada, desembuchó las opiniones de Lombroso, Garáfolo, etcétera, que Torquemada aprobó plenamente haciéndolas suyas. Zárate fue a parar después al contrasentido que suele existir entre la moral y el genio, y citó el caso del canciller Bacon (Béicon) a quien puso en las nubes como inteligencia, y arrastró por el suelo como conciencia. "Y yo supongo — añadió —, que usted habrá leído el Novum organum.

— Me parece que sí... Allá en mis tiempos de muchacho — replicó Torquemada, pensando que aquellos órganos debían ser por el estilo de los de Móstoles.

— Dígolo porque usted, en lo intelectual ¡cuidado! es un discípulo aventajadísimo, del canciller... en lo moral no, ¡cuidado!...

—¡Ah! le diré a usted... Mi maestro fue un tío cura, que metía las ideas en la mollera a caponazo limpio, y yo tengo para mí que mi tío había leído a ese otro sujeto, y se lo sabía de memoria.

El tiempo transcurría dulcemente en esta sabrosa charla, sin que ni uno ni otro hablador se cansase; y sabe Dios hasta qué hora hubiera durado la conferencia, si no distrajesen a D. Francisco asuntos más graves que debía tratar sin pérdida de tiempo con otras personas, al efecto citadas en su casa. Eran estas D. Juan Gualberto Serrano, padre de Morentín, y el marqués de Taramundi, que con Donoso y Torquemada formaron cónclave en el despacho.

Al quedarse solo, Zárate cayó como la langosta sobre otros grupos que en la casa había, siendo de notar que si algunas personas, teniéndole por oráculo, le soportaban y hasta con gusto le oían, otras huían de él como de la peste. Cruz no le tragaba, procurando siempre poner entre su persona y la sabiduría torrencial de aquel bendito la mayor distancia posible. Fidela y la mamá de Morentín tuvieron que aguantar el chubasco, que empezó con la música wagneriana, y acabó con el fonógrafo de Edisson, pasando por las afinidades electivas de Goethe, la teoría de los colores del mismo, las óperas de Bizet, los cuadros de Velázquez y Goya, el decadentismo, la seismometría, la psiquiatría, y la encíclica del Papa. Fidela hablaba de todo con donosura, haciendo gracioso alarde de su ignorancia, así como de sus atrevidísimas opiniones personales. En cambio la señora de Serrano (de la familia de los Pipaones, injerta con la rama segunda de los Trujillos), andaba tan corta de vocabulario, que no sabía decir más que: enteramente. Era en ella una muletilla para expresar la admiración, la aquiescencia, el hastío, y hasta el deseo de tomar una taza de té.

A Rafael consiguió su hermana Cruz traerle al gabinete, y allí el ánimo del pobre ciego pareció que entraba en caja después de los desórdenes neuróticos de aquel día. Entretenido y hasta gozoso pasó la velada, sin que asomara en él síntoma alguno de sus raras manías, lo que tranquilizó grandemente al amigo Morentín, pues la matraca de aquella tarde habíale llenado de zozobra.

Cerca ya de las once, Fidela, fatigada, mostró deseos de retirarse. Como eran todos de confianza, con perfecta unanimidad, según frase de Zárate, declararon abolida toda etiqueta que ocasionase molestias a los dueños de la casa.

"Enteramente — dijo con profunda convicción la mamá de Morentín.

Y este, dadas las buenas noches a Fidela, que se fue a su alcoba cayéndose de sueño, propuso una partida de bezique a la marquesa de Taramundi. Eran las doce y media, y no había terminado la conferencia que los padres graves sostenían en el despacho. ¿Qué tratarían? Nada supieron los tertulios, ni en verdad les importaba averiguarlo, aunque sospechaban fuese cosa de negocios en grande escala. Al salir del despacho, los conferenciantes hablaron de volver a reunirse en casa de Taramundi al siguiente día, y tocaron todos a retirada.

Morentín y Zárate se marcharon, como de costumbre, al Suizo, y por el camino dijéronse algo que no debe quedar en secreto.

"Ya te he visto, ya te he visto — indicó Zárate —, haciendo el Lovelace. Lo que es esta no se te escapa, Pepito.

— Quítate... ¡Me ha dado Rafael un sofoco...! Figúrate... (Refiérele la escena en breves palabras.) Yo había tenido, en casos como este, algún vigilante de mucho ojo; pero un Argos ciego no me había salido nunca. ¡Y que ve largo el muy tuno!... Pero con Argos y sin él, yo seguiré en mis trece, mientras no me vea en peligro de escándalo... No por nada, por mamá, que es tan amiga...

— Enteramente — replicó Zárate, en cuyo cerebro había quedado el sonsonete de aquel socorrido adverbio.

— Dime, ¿qué piensas tú de los caracteres complejos?

—¿Lo dices por Fidela? No la tengo yo por más compleja que otras. Todos los caracteres son complejos o polimorfos. Sólo en los idiotas se ve el monomorfismo, o sea caracteres de una pieza, como suelen usarse en el arte dramático, casi siempre convencional. Te recomiendo que leas los artículos que he dado a la Revista Enciclopédica.

—¿Cómo se titulan?

— De la Dinamometría de las Pasiones.

— Te doy mi palabra de no leerlos. Lecturas tan sabias no son para mí.

— Abordo el problema electro—biológico.

—¡Y pensar que vivimos, y vivimos perfectamente, ignorando todas esas papas!

— Por ignorante, andas tan a ciegas en el asunto que podríamos llamar psico— fidelesco.

—¿Qué quieres decir?

— Ven acá, ganso. (Parándose ambos en mitad de la acera, con los cuellos de los gabanes levantados, y las manos en los bolsillos.) ¿Has leído a Braid?

—¿Y quién es Braid?

— El autor de la Neurypnología. Si no te enteras de nada. Pues te aseguro que veo en Fidela un caso de auto—sugestionismo. ¿Te ríes? Vamos; apuesto a que tampoco has leído a Liebault.

— Tampoco, hombre, tampoco.

— De modo que no tienes idea de los fenómenos de inhibición, ni de lo que llamamos dinamogenia.

—¿Y qué tiene que ver esa monserga con...?

— Tiene que ver que Fidela... ¿No advertiste cómo se dormía esta noche? Pues se hallaba en estado de hipotaxia, que algunos llaman encanto, y otros éxtasis.

— Sólo he visto que tenía sueño la pobre...

—¿Y no se te ocurre, pedazo de bruto, que tú, sin saberlo, ejerces sobre ella la influencia psíquico—mesmérica?

— Mira, Zárate (quemado), vete al cuerno con tus terminachos, que tú mismo no entiendes. Ojalá reventaras de un atracón de ciencia mal digerida.

—¡Acéfalo!

—¡Pedantón!

—¡Romancista!

La última nota de la disputa la dio la puerta vidriera del café, cerrándose tras ellos con rechinante estrépito...

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