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Torquemada en el Purgatorio: IV

Torquemada en el Purgatorio
IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

IV

Sobre el asunto de Morentín, sí hablaron con amplitud, y discutiendo el artificio más propio para evitar la constancia de sus visitas, convinieron en valerse de Zárate. Rafael habría deseado que se le echara sin miramiento alguno; pero a esto no se avino Cruz, por no disgustar a la señora de Serrano Morentín, una de las amigas más adictas y leales. Lo mejor era que Zárate le soltase esta indirecta: "Mira, Pepe, sea por lo que fuese, Rafael te ha tomado antipatía, y se excita siempre que te siente a su lado. Conviene que dejes de ir una temporadita por allá.

Las señoras no quieren decírtelo porque no lo tomes a mal. Pero yo, amigo tuyo, amigo de ellas, te aconsejo, etc... etc...". Acordado este plan, a Cruz le faltó tiempo para pedir al pedante su amistosa mediación, y el pedante despachó tan bien su cometido, que el otro no parecía por la casa sino contadas veces, y siempre de noche, a la tertulia grande. Los comentarios que hicieron el sabio y el galán cuando aquel le transmitió los deseos de las señoras, no constan en autos; pero es fácil colegir que uno y otro daban versión muy distinta de la oficial a los móviles de aquella cortés despedida.

Y a Rafael se le quitó un peso de encima con la seguridad de que su antiguo amigo no le visitaría con tanta frecuencia. Mas no disminuyeron por ello sus tristezas, que Cruz, a fuerza de cavilar, se explicaba porque el convencimiento de su error, en lo que de Fidela tan malignamente supuso, le inquietaba la conciencia. En efecto, Rafael parecía disuadido de los pensamientos maliciosos que le sugirió su insana lógica de ciego pesimista y reconcentrado. Una noche se lo confesó a Cruz, añadiendo que si rectificaba su infame juicio por lo tocante a Fidela, lo mantenía por Morentín, pecador de intención; como que cifraba su orgullo en ser adúltero sin drama, y corruptor de las familias con discreto escándalo. "Y para que veas cómo mi lógica no me engaña siempre — añadió —, te diré que lejos de cesar ahora la difamación de mi hermana, aumenta y toma cuerpo, porque el mundo no recoge, no puede recoger la piedra que tira.

— Bueno — replicó la primogénita, queriendo cortar —. No te ocupes de eso, y desprecia la maledicencia.

— Ya la desprecio; pero siempre existe.

— Basta ya.

— Basta, sí.

Al quedarse solo, inclinando la cabeza sobre el pecho, se sumergió en cavilaciones obscuras, cavernosas: "¿Soy yo el equivocado? No, porque pensé este desate de la opinión contra la honra de mi casa, y acerté. Si mi hermana se ha mantenido en sus deberes, realizando el mayor prodigio de los tiempos, esto sólo quiere decir que la raza es de elección... sí señor... savia superior, incorrupta en medio de esta sentina...

Levantose bruscamente, y como si aún creyera que allí permanecía su hermana Cruz, dijo con mucho énfasis: "Pero vi yo el peligro, ¿sí o no?

No tardó en caer en la silla. Su tristeza se resolvía en un vivo desprecio de sí mismo; su amor propio, mucho más potente que el de Morentín, y de mejor fuste, no se curaba con tanta facilidad de las caídas, y él se sentía caído de lo más alto de su orgullo a lo más profundo de su conciencia.

"Sí, sí — pensaba, los codos en las rodillas, las manos agarrando la cabeza como si se la quisiera arrancar —, quiero engañarme con lisonjas, con elogios de mí mismo; mas por encima de este humo sale mi razón diciéndome que soy el más redomado tonto que ha echado Dios al mundo. ¡Equivocado en todo! Creí firmemente que mi hermana sería infeliz, y es dichosa. Su alegría echa por tierra todas estas lógicas, que como quincalla mohosa almaceno en mi pobre cerebro desvencijado. Creí firmemente que el matrimonio absurdo, antinatural del ángel y la bestia no tendría sucesión, y ha salido este muñeco híbrido, este monstruo... porque lo es, tiene que serlo, como dice Quevedito... ¡Vaya una representación de la estirpe del Águila! ¡Vaya un Marqués de San Eloy! Esto da asco. Si no viene pronto el cataclismo social, será porque Dios quiere que la sociedad se pudra lentamente, y se pulverice toda en basura para mayor fertilidad de la flora que vendrá después. (Dando un gran suspiro.) La verdad es que no sé qué sentir. Estoy obligado a querer al pobre niño, y a ratos me parece que le quiero, sí. ¿Qué culpa tiene él de haber venido a destruir todas mis lógicas? Y si es híbrido y monstruoso, y crecerá marcado de cretinismo y de caquexia, al menos ha servido para encender en su madre el fuego del cariño maternal, que la purificara... Esto es un consuelo... El colmo de mis equivocaciones sería que el chico creciera listo y fuerte... No me faltaba más que eso para creer que el deforme y cacoquimio soy yo; y en este caso...

Un golpecito en la puerta cortó su divagación. Era Fidela con el nene en brazos: "Aquí hay una visita — dijo —, un caballero que pregunta si está visible el Sr. D.

Rafaelito... ¿Se puede pasar? Adelante, hijo. Dile que vienes muy enfadado, pero muy enfadado, porque no ha ido a verte hoy.

— Ahora mismo pensaba ir — replicó el ciego, animándose —. Vamos. Dame la mano.

Condújole Fidela a su cuarto, donde entablaron una larga conversación que acaloraba ella con su vivaz ingenio, y él enfriaba con su tristeza mortecina.

Contendían en el terreno de la palabra, él arrojando plomo, su hermana azogue. El diálogo tan pronto se arrastraba lánguido, como corría presuroso, informando ideas diferentes. Más de una vez quiso Fidela poner el chiquillo en brazos de su hermano; pero Rafael se opuso, temeroso, según dijo, de que se le cayera. Cuando Valentinico apenas contaba un mes, gustaba su tío de hacer el niñero: le cogía en brazos, le zarandeaba, decíale mil extravagancias, y no le soltaba hasta que el nene, frotándose los ojos con sus puños cerrados, o rompiendo en chillidos, pedía pasar a otras manos. Mas transcurrido algún tiempo, Rafael empezó a sentir hacia su sobrinito una brutal aversión, que con ningún razonamiento podía dominar. El sentimiento de su impotencia para vencer aquel insano impulso, era tan afectivo y claro en su alma como el del espanto que le causaba. Por suerte, duraba poco; pero en su brevedad inapreciable, era lo bastante intenso para ocasionarle un padecer horrible, agravado por la lucha que había de sostener contra sí mismo. Fue tan vivo una tarde el instintivo aborrecimiento a la criatura, que por apartarla de sí con prontitud para evitar un acto de barbarie, a punto estuvo de dejarla caer al suelo. "Maximina, por Dios, venga usted... — gritó levantándose —. Coja usted el niño.

Pronto; me voy... Pesa mucho... me cansa... me ahogo...

Y soltando la cría en manos del ama, salió trémulo y jadeante, palpando las paredes y tropezando en los muebles. Imposible apreciar la duración de aquel salvaje arrechucho; pero no hay duda de que era brevísima, y en cuanto pasaba, sentía ganas ardientes de llorar, se metía en su cuarto y se arrojaba en el sillón, buscando la soledad. En ella no podía hacer otra cosa que analizar minuciosamente aquel fenómeno extraño, indagar su origen, y determinar las formas en que se manifestaba. Y mejor lo conocía por la observación retrospectiva de su alma, que en el momento de sufrir el ataque, relámpago de confusión y azoramiento, en que el tremendo impulso destructor se confundía con el pánico de la conciencia, aterrada del crimen. "La causa de esto — se decía, con sinceridad de filósofo solitario —, no puede ser otra que un terrible acceso de envidia... Sí, esto es; me ha nacido en el alma como un tumor. ¡Envidia del pequeñuelo, porque mis hermanas le quieren más que a mí! Puedo decirlo claro, en las soledades íntimas de la conciencia. Naturalmente, el niño es la esperanza de la casa, las grandezas posibles del mañana, y yo soy un pasado caduco, inútil, muerto... ¿Pero cómo ha nacido en mi alma sentimiento tan vil... y tan nuevo en mí, Señor, porque jamás sentí envidia de nadie? ¿Y en qué consiste que la envidia se me quita de repente, y vuelvo a querer al chiquillo...? No, no, no se me quita, no. Cuando me pasa el arrechucho, siempre me queda una cierta hostilidad contra el muñeco ese, y si es verdad que me inspira lástima, también lo es que deseo que se muera. Analicemos bien.

¿Alguna vez he deseado que viva? (Pausa.) Que sé yo. Pocas habrán sido, y mis recuerdos de este y el otro momento me dicen que por lo común pienso que ese desdichado engendro estaría mejor en la Gloria, o en el Limbo... sí, señor, en el Limbo. Y otro síntoma que veo en mí es el absoluto convencimiento de que Dios ha hecho muy mal en mandarle acá, como no haya venido para castigo del bárbaro, y para amargar los últimos años de su vida. Sea lo que quiera, el tal Valentinico...

me lo diré claro, como debo decirme las cosas a mí mismo, en el confesonario de la conciencia, que es como ponerse de rodillas ante Dios y descubrirle toda nuestra alma... el tal Valentinico me carga... Reconozco que allá nos vamos él y yo en candor infantil. Yo discurro, él no; pero ambos somos igualmente niños. Si yo, siendo como soy, estuviese ahora mamando, y tuviera mi nodriza correspondiente, no sería más hombre que él, aunque pegado a la teta resolviera en mi cabeza todas las filosofías del mundo. (Pausa.) ¿Por qué me causa profunda irritación el ver que mis hermanas no viven más que para él, y se preocupan de la ropita, de la teta, de si duerme o no, como si de ello dependiera la suerte de toda la humanidad? ¿Por qué, cuando oigo que le miman y le cantan y le saltan en brazos, rabio interiormente porque no me hagan a mí lo mismo? Esto es infantil, Señor; pero es como me lo digo, y no puedo remediarlo. Me confieso toda la verdad, sin omitir nada, y al hacerlo así, siento alivio, el único alivio posible... (Pausa larguísima. Abstracción.)

"Porque yo no sé lo que me pasa, ni cómo empieza el endiablado ataque. Estalla de súbito como un explosivo. Me invade todo el sistema nervioso en menos tiempo del que empleo en decirlo. Si el ataque me coge con mi sobrinito en brazos, necesito echarme con la voluntad cinturones de bronce para no dejarme caer sobre el pobre niño y ahogarle bajo mi cuerpo. O bien me da la idea de lanzarle contra la pared con la fuerza terrible que en mí se desarrolla. Una tarde llegué a ponerle mí mano en el cuello; lo abarqué fácilmente, porque no está gordo que digamos el príncipe de Asturias; apreté un poquitín, nada más que un poquitín. Le salvaron los gemidos que dio, y aquella ilusión que tuve... alucinación de oírle decir: "Tío, no me..." Fue un segundo espantoso. Mi conciencia venció... por nada, por la milésima parte del grueso de un pelo, que era la distancia que me separaba del crimen. Me temo que otra vez mi voluntad no llegue al punto crítico, y venza el impulso, y resulte que cuando me entero del acto de barbarie, ya está consumado y no lo puedo remediar. Yo lo siento, lo sentiré mucho; me moriré de vergüenza, de terror... Y cuando nos encontremos él y yo en el Limbo, víctima y verdugo, nos reiremos de nuestras discordias de por acá... ¡Cuánta miseria, cuánta pequeñez, qué estúpido combatir por quién es más! "Valentín — le diré —, ¿te acuerdas de cuando te maté porque no me hacía gracia que fueras más que yo? ¿Verdad que tú, allá en los albores de tu voluntad, querías anonadarme a mí, y me tirabas de los pelos con intención de hacerme daño? No me lo niegues. Tú eras muy malo; la sangre villana de tu padre no podía desmentirse. Si hubieras vivido, habrías sido el vengador de los Águilas deshonrados, y habrías dado tortura a tu madre, que hizo mal, muy mal en ser madre tuya. Reconócelo: mi hermana no debió casarse con el bruto de tu papá, ni yo debí ser tu tío. Y admitido que el casamiento tenía que efectuarse, no debiste nacer tú, no señor. Fuiste un absurdo, un error de la Naturaleza... (Pausa.) Y también te digo que la noche que naciste, tuve yo unos celos terribles, y cuando tu padre se acercó a mí para decirme que te había dado la gana de nacer, poco me faltó para llenarle de injurias... Con que ya ves... Y ahora estamos iguales tú y yo.

Ninguno de los dos es más que el otro, y ambos nos pasamos la eternidad en esta forma impalpable, divagando por espacios grises sin término, sin más distracción que describir curvas, ni más juguete que nosotros mismos rasgando en medio del caos las masas de luz espesa...".

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