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Torquemada en el Purgatorio: I

Torquemada en el Purgatorio
I
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

I

Cumpliose estrictamente lo ideado y dispuesto por la que era inteligencia y voluntad incontrastables en el gobierno interior de la casa de Torquemada, sin que estorbarlo pudieran ni los refunfuños del tacaño, impotente para luchar contra la fiera resolución de su cuñada, ni los alardes de resistencia pasiva con que quiso detener, ya que no impedir, la instalación del escritorio y oficinas en el piso segundo, privándose de una bonita renta de inquilinato. Pero Cruz todo lo arrollaba cuando decía "allá voy", y en cuatro días, haciendo de sobrestante, y de aparejadora, y de arquitecto, quedó terminada la reforma, que el mismo D.

Francisco, gruñendo y protestando en la intimidad de la familia, disputaba por buena, delante de personas extrañas. "Es idea mía — solía decir, enseñando a los amigos el amplio escritorio —. Siempre me ha gustado trabajar con despejo y que mis dependientes estén cómodos. La higiene ha sido siempre uno de mis objetivos. Vean ustedes qué hermoso despacho el mío... Esta otra habitación, para recibir a los que quieran hablarme reservadamente. A la otra parte...

vengan por aquí... el cuarto del tenedor de libros y del copiador... Los dos escribientes más allá. Luego el teléfono... yo siempre he sido partidario de los adelantos, y antes que nos trajeran esta invención tan chusca, ya pensaba yo que debía de haber algo para dar y recibir recados a grandes distancias... Vean ahora el departamento de la caja. ¡Qué independencia... qué desahogo para las operaciones!... Yo profeso la teoría de que, por lo mismo que está todo tan malo, y los negocios no son ya lo que eran, hay que trabajar de firme, y abrir nuevas fuentes, y abarcar mucho... lo que no puede hacerse sino estableciéndose conforme a las exigencias modernas. A eso tiendo yo siempre; y como sé lo que reclaman las tales exigencias, determino ensancharme por arriba y por abajo, porque la sociedad nos pide comodidades para nosotros y para ella. Debemos sacrificarnos por nuestros amigos, y aunque yo no he cogido en mi vida un taco, he resuelto poner en mi casa una mesa de billar... cosa bonita. La mesa es elegantísima, y me ha costado un ojo de la cara. Como yo soy quien todo lo dispone en casa, desde lo más considerable hasta lo más mínimo, llevo unos días de trajín que ya ya...

La entrada de Crucita le cortó la palabra, quitándole aquel desparpajo con que se expresaba lejos de su autoritaria y despótica persona. Pero la dama, que con exquisito tacto sabía ocultar en público su prepotencia, al quitarle la palabra de la boca al dueño de la casa, la tomó en esta discreta forma: "Con que ya ven ustedes la contradanza en que nos ha metido nuestro D. Francisco. Billar y salones abajo, las oficinas aquí. ¡Qué trastorno, qué laberinto! Pero al fin, ya está hecho, y tan brevemente como es posible. No crean; ha sido idea suya, y él ha dirigido las obras. Bien ven ustedes que es hombre de iniciativa, y que gusta de sobresalir y distinguirse noblemente. Lo que él dice: "No se puede operar en grande y vivir en chico". Es mucho D. Francisco este. Dios le dé salud para que sus proyectos sean realidades... Nosotras le ayudamos, queremos ayudarle...

Pero ¡ay! valemos tan poco... Acostumbradas a la estrechez, quisiéramos vivir y morirnos en un rincón. A la fuerza nos lleva él a la esfera altísima de sus vastas ideas... No, no diga usted que no, amigo mío. Bien saben todos que es usted la modestia personificada... Se hace el chiquito... Pero no le valen, no, sus trapacerías de hombre extraordinario, cuyo orgullo se cifra en que le tomen por un cualquiera... ¿Es verdad o no lo que digo? Los entendimientos superiores tienen por gala la suma humildad.

Dicho se está que estas palabras fueron acogidas por un coro de asentimiento, al que siguió otro coro de alabanzas del grande hombre, y de sus múltiples aptitudes. Pero él, riendo de dientes afuera, y poniendo la cara de paleto asombrado, que para tales casos tenía, en su interior colmaba de maldiciones a su tirana, echándole encima, con el peso de su cólera, el de las cuentas que tenía que pagar a carpinteros, albañiles, mueblistas y demás sanguijuelas del rico, con más la pérdida de la renta del segundo. Y cuando los amigos hubieron visto toda la reforma, repitiendo abajo, ante Fidela y Cruz, los encarecimientos que habían hecho arriba, el usurero se desahogó a solas en su cuarto, con cuatro patadas y otros tantos ternos a media voz: "¡Cómo me domina la muy fantasmona!... Y ello es que tiene una labia que enamora y le vuelve a uno loco... Pues con ese jarabe de pico me está sacando los tuétanos, y no me deja hacer mi santísimo gusto, que es economizar...¡Qué desgracia me ha caído encima! ¡Ganar tanto guano, y no poder emplearlo todito en los nuevos negocios, hasta ver un montón tan grande, tan grande de...! Pero con esta casa, y estas señoras mías, mis arcas son un cesto. Por un lado entra, por mil partes sale... Todo por la suposición, por este hipo de que soy potencia... ¡Dale con la manía de la potencia! ¿Pues y la tabarra que me dieron anoche ella y el amigo Donoso con que, velis nolis, me han de sacar senador? ¡Senador yo, yo, Francisco Torquemada, y por contera, Gran Cruz de la reverendísima no sé qué...! Vamos, vale más que me ría, y que, defendiendo la bolsa, les deje hacer todo lo que quieran, inclusive encumbrarme como a un monigote para pregonar ante el mundo su vanidad...

Llamado por Fidela, tuvo que arrancarse a sus meditaciones. Enseñáronle muestras de telas para portieres, de hules y alfombras. Pero él no quiso escoger nada, delegando en las dos señoras su criterio suntuario, y no diciendo más si no que se prefiriese lo más arregladito. Salió al fin de estampía con D. Juan Gualberto Serrano para ir al Ministerio. ¡El Ministerio! ¡Qué bien recibido era allí, y con cuánto gusto iba! Y no porque le halagara el servilismo de los porteros, que al verle entrar con Donoso, se tiraban a las mamparas, como si quisieran abrirlas con la cabeza; ni la afabilidad lisonjera de los empleados subalternos, que ansiaban ocasión de servirle, atraídos por el olor de hombre adinerado que echaba de su persona. No era él vanidoso, ni se pagaba de fútiles exterioridades. En aquella colmena administrativa le encantaba principalmente la reina de las abejas, vulgo ministro, hombre que por ser muy a la pata la llana, practicón, mediano retórico, y muy seguro en el manejo del guarismo, concordaba en ideas y carácter con nuestro tacaño, pues también era él tacaño de la Hacienda pública, recaudador a raja tabla y verdugo del contribuyente, en quien veía siempre al enemigo que hay que perseguir y reventar a todo trance.

No había hecho el tal su carrera política exclusivamente con la palabra; era más bien hombre de acción, en el bien entendido de que sean acción las formalidades burocráticas. Donoso y él se trataban con familiaridad como antiguos colegas, y D. Juan Gualberto Serrano le tuteaba, señal de viejo compañerismo, que databa de los primeros estudios. Supo Torquemada vencer, a la tercera o cuarta encerrona con sus compinches y el Ministro, la cortedad que sintió los primeros días, y bien pronto se encontraba en el despacho de su Excelencia como en su propia casa. Ponía singular cuidado en todo lo que decía, por no soltar algún barbarismo gramatical, y no tardó en observar que, gracias a su tino y discreción, ninguno de los allí presentes, incluso el Ministro, hablaba mejor que él. Esto en la conversación general, que cuando de negocios se trataba, a todos se los llevaba de calle, presentando las cuestiones con claridad y precisión, a guarismo seco, con una lógica que no tenía escape, ni podía ser por nadie controvertida. Para conseguir esto, el tacaño hablaba lo menos posible, esquivando dar su parecer en todo asunto que no fuese de su cometido; pero si la conversación entraba en el terreno de la tacañería, ya fuese del orden menudo, ya del grande o financiero, se explayaba el hombre, y allí era el oírle todos con la boca abierta.

De todo lo cual resultaba que el Ministro veía en él singulares condiciones para el manejo de intereses, y siendo hombre poco dado a la adulación, le colmaba de cumplidos y lisonjas, con la particularidad de que solía emplear los mismos términos que usaba Cruz cuando hacer quería mangas y capirotes del presupuesto de la casa. Creyérase que la dama y el ministro se habían puesto de acuerdo para bailarle el agua, con la diferencia de que ella lo hacía con el avieso fin de gastar sus rendimientos en vanidades y perendengues, mientras que el otro le proporcionaría todo el aumento de ganancias compatible con los intereses del Estado.

Para decirlo pronto y claro, sépase que el Ministro, cuyo nombre no hace al caso, era honradísimo, y que sus defectos (que como hombre alguna tacha había de tener), no eran la codicia ni el afán de medro personal. Nadie pudo acusarle nunca de explotar su posición para enriquecerse. A su lado no se hicieron chanchullos con su consentimiento: los que medraban más de lo justo, allá se las arreglaban como podían en esfera inferior a la del despacho y tertulia del consejero de Su Majestad. Y en cuanto a Donoso, bien sabemos que era de intachable integridad, formulista, eso sí, y sectario rabioso de la ortodoxia administrativa, hasta el punto de que su honradez y escrupulosidad habían hecho no pocas víctimas. Él no se lucraba; pero por salvar los dineros del Fisco, habría pegado fuego a media España. No podía decirse lo mismo de D. Juan Gualberto, varón de conciencia tan elástica, que de él se contaban cosas muy chuscas, algunas de las cuales hay que poner en cuarentena, porque su propia enormidad las hace inverosímiles. Jamás miró por el Estado, a quien tenía por un grandísimo hijo de tal; miraba siempre por el particular, bien fuese en el concepto esencia del yo, bien bajo la forma altruista y humanitaria, como amparar a un amigo, defender a una sociedad, empresa, o entidad cualquiera.

Ello es que en los cinco años famosos de la Unión Liberal se enriqueció bastante, y luego, la pícara revolución y la guerra carlista acabaron de cubrirle el riñón por completo. A creer lo que la maledicencia decía verbalmente y en letras de molde, Serrano se había tragado pinares enteros, muchísimas leguas de pinos, todo de una sentada, con fabuloso estómago. Y para quitar el empacho se había entretenido (por aquello de "cuando el diablo no tiene que hacer...") en calzar a los soldados con zapatos de suela de cartón, o en darles de comer alubias picadas y bacalao podrido; travesuras que lo más, lo más, motivaban un poco de ruido en algunos periódicos; y como daba la pícara casualidad de que estos no gozaban del mejor crédito, por haber dicho infinidad de mentiras a propósito de aquella campaña, nadie pensó en llevar el asunto a formal información de la justicia, ni esta le imponía ningún miedo a D. Juan Gualberto, que era primo hermano de directores generales, cuñado de jueces, sobrino de magistrados, pariente más o menos próximo de infinidad de generales, senadores, consejeros y archipámpanos.

Pues bien; en las reuniones de que se viene tratando, el único que hablaba de moralidad era Serrano. Mientras los otros no se acordaban para nada de tal palabreja, don Juan Gualberto no la soltaba de sus labios, y solía decir: "Porque nosotros, entiéndase bien, representamos y queremos representar un gran principio, un principio nuevo. Venimos a cumplir una misión, y a llenar un vacío, la misión y el vacío de introducir la moralidad en las contratas de tabacos. Tirios y troyanos saben que hasta hoy... (aquí una pintura terrorífica de las tales contratas en el pasado momento histórico.) Pues bien, desde ahora, si nuestros planes merecen la aprobación del Gobierno de Su Majestad, teniendo en cuenta la seriedad y la respetabilidad de las personas que ponen su inteligencia y su capital al servicio de la patria, ese servicio, esa renta, se afirmarán sobre bases... sobre bases...". Aquí se embarulló el orador, y tuvo D.

Francisco que acabarle la frase en esta forma: "Bajo la base del negocio limpio y a cara descubierta, como quien dice, pues nosotros tendemos a beneficiarnos todo lo que podamos, dentro de la ley, ¡cuidado! beneficiando al Gobierno más que lo han hecho tirios y troyanos, llámense Juan, Pedro y Diego; sin maquiavelismos por nuestra parte, sin consentir tampoco maquiavelismos del Gobierno, tirando de aquí, aflojando de allá, con el objetivo de ir orillando las dificultades y evacuando nuestro negocio, dentro del más estricto interés, y de la más estricta moralidad... todo muy estricto, por decirlo así... porque yo sostengo la tesis de que el punto de vista de la moralidad no es incompatible con el punto de vista del negocio.

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