Skip to main content

Torquemada en el Purgatorio: IX

Torquemada en el Purgatorio
IX
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

IX

Los más próximos se precipitaron a abrazar al orador triunfante, y aquello fue el delirio. ¡Qué estrujones, qué vaivenes, qué sofocación! Por poco hacen pedazos al pobre señor, que con cara reluciente, como si se la hubieran untado de grasa, los ojos chispos, la sonrisa convulsiva, no sabía ya qué contestar a tan estrepitosas demostraciones. Y luego fueron llegando en confuso tropel los comensales, disputándose el paso, y todos le achuchaban, algunos con fraternal efusión y cierta ternura, efecto del ruido, de los aplausos, de esa sugestión emocional que se produce en las muchedumbres. D. Juan Gualberto Serrano, entrecortada la voz, rojo como un pavo, y sudando la gota gorda, no le dijo más que: "Colosal, amigo mío, colosal.

Y otro le aseguró no haber oído nunca un discurso que más le gustase.

"¡Y cómo se ve al hombre práctico, al hombre de acción! — dijo un tercero.

— Tenemos aquí al apóstol del Sentido común. Así, así se piensa y se habla. Mi enhorabuena más entusiástica, Sr. D. Francisco.

— Sublime... Venga un abrazo. ¡Qué cosas tan buenas ¡oh! nos ha dicho usted...!

— Y también ha sabido hablar al corazón. ¡Qué hombre...! Vaya, que de esta le hacemos a usted ministro.

—¿Yo? Quítese allá — replicó el tacaño, que ya se iba cargando de tanto estrujón —.

He dicho cuatro frases de cortesía, y nada más.

— Cuatro frases, ¿eh? Diga usted cuatro mil ideas magníficas, estupendas... Venga otro abrazo. Francamente, ha sido un asombro.

De los últimos llegó Morentín, y le abrazó con fingido cariño, y sonrisa de hombre de mundo, diciéndole:

"¡Pero muy bien! ¡Qué orador nos ha salido esta noche! No lo tome usted a broma; orador y de los grandes...

— Quite usted... por Dios.

— Orador, sí señor — añadió Villalonga, con la seriedad que sabía poner en su rostro en tales casos —. Ha dicho usted cosas muy buenas, y muy bien parladas. Mi enhorabuena.

Y luego fue Zárate, que le abrazó llorando, pero llorando de verdad, porque además de pedante, era un consumado histrión, y le dijo: "¡Ay, qué noche, qué emociones!... Mi enhorabuena en nombre de la ciencia... sí... de la ciencia, que usted ha sabido enaltecer como nadie... ¡Qué síntesis tan ingeniosa! ¡La ordinaria del mundo entero! Bien, amigo mío. No lo puedo remediar: se me saltan las lágrimas.

Y al despedirse de todos, más abrazos, más apretones de manos, y nuevos golpes de incensario. Asombrado de aquel bárbaro éxito, D. Francisco llegó a dudar de que fuese verdad. ¡Si se burlarían de él! Pero no, no se burlaban, porque en efecto, había hablado con sentido; él lo conocía y se lo declaraba a sí mismo, eliminando la modestia. No se consolaría nunca de que no le hubiera oído el gran Donoso.

Acompañáronle hasta su casa los más íntimos, y allá otra ovación. Noticias exactas habían llegado del exitazo, y lo mismo fue entrar en la sala, que todas aquellas señoras se tiraron a abrazarle. Cruz y Fidela, que antes de la llegada de D.

Francisco, al enterarse de la gravedad de su amiga la señora de Donoso, habían pasado malísimo rato, desde que vieron entrar al héroe de la noche saltaron bruscamente de la pena al júbilo, y no pensaron más que en añadir sus voces al coro de plácemes. "A mí no me sorprende tu triunfo, querido Tor — le dijo su esposa —. Bien sabía yo que hablarías muy bien. Tú mismo no has caído aún en la cuenta de que tienes mucho talento.

— Yo, la verdad, esperaba un éxito — dijo Cruz —, pero no creí que fuera tanto. No sé a qué más puede usted aspirar ya. Todo lo tiene: el mundo entero parece que se postra a sus pies... Vamos, ¿qué pide usted ahora?

—¿Yo? nada. Que a usted no se le ocurra ensanchar más el círculo... señora mía.

Bastante círculo tenemos ya. Ya no más.

—¿Que no? — dijo la gobernadora riendo —. Ya verá usted. Si ahora empezamos...

Prepárese.

— Pero todavía... — murmuró Torquemada temblando como la hoja en el árbol.

— Mañana hablaremos.

Estas fatídicas palabras amargaron la satisfacción del flamante orador, que pasó mala noche, no sólo por la excitación nerviosa en que le pusiera su apoteosis, sino por las reticencias amenazadoras de su implacable tirana.

Al día siguiente, trató en vano de recibir los plácemes de Rafael. Una ligera indisposición le retenía en su aposento del segundo piso, y no se dejaba ver más que de su hermana Cruz. Los periódicos de la mañana colmaron la vanidad oratoria del grande hombre, poniéndole en las nubes, y enalteciendo, conforme a la opinión del momento, su sentido práctico y su energía de carácter. Todo el día menudearon las visitas de personajes propios y extraños, algún diplomático, Directores de Hacienda y Gobernación, Generales, Diputados y Senadores, y dos Ministros, todos con la misma cantinela: que el orador había dicho cosas de mucha miga, y que había logrado poner los puntos sobre las íes. No faltaba ya si no que fuesen también el Rey, y el Papa, y hasta el propio Emperador de Alemania. La Iglesia no careció de representación en aquel jubileo, pues llegaron también, para incensar al tacaño, el Reverendísimo Provincial de los Dominicos, Padre Respaldiza, y el señor Obispo de Antioquía, los cuales agotaron el vocabulario de la lisonja. "Bienaventurados — dijo con unción evangélica Su Ilustrísima —, los ricos que saben emplear cristianamente sus caudales, en provecho de las clases menesterosas.

Cuando se fue la última visita, respiró el grande hombre, gozándose en la soledad de su casa y familia. Pero muy poco le duró el contento, porque le abordaron Fidela y Cruz en actitud hostil. Fidela callaba, asintiendo con la expresión a cuanto su hermana con fácil y altanera voz decía. Desde las primeras palabras, D.

Francisco se puso lívido, se mordía el bigote comiéndose más de la mitad de las cerdas entrecanas que lo componían, y se clavaba los dedos en los brazos o en las rodillas, presa de terrible inquietud nerviosa. ¿Qué nueva dentellada daba la gobernadora a sus considerables líquidos, que más bien eran sólidos? Pues era de lo más atroz que imaginarse puede, y el tacaño se quedó como si sintiera que la casa se venía abajo y le sepultaba entre sus ruinas.

En el arreglo de la deuda de Gravelinas, el palacio ducal, tasado en diez millones de reales, era una de las primeras fincas que saldrían a subasta. Decíase que con dificultad se hallaría comprador, como no le metiese el diente Montpensier, o algún otro individuo de la familia Real, y se gestionaba para que lo adquiriese el Gobierno con destino a las oficinas de la Presidencia. Finca tan hermosa y señoril no podía ser más que del Estado o de algún Príncipe. ¡Vaya con las ideas de aquel demonio en forma femenina, la primogénita del Águila, y oráculo del hombre práctico y sesudo por excelencia! Júzguese de sus audaces proyectos por la respuesta que le dio don Francisco, casi sin aliento, tragando una saliva más amarga que la hiel.

"¿Pero ustedes se han vuelto locas, o se han propuesto mandarme a mí a un manicomio? ¡Que me adjudique el palacio de Gravelinas, esa mansión de príncipes coronados... vamos, que lo compre...! Como no lo compre el Nuncio...

Rompió en una carcajada insolente, que hizo creer a la dama gobernadora que por aquella vez encontraría en su súbdito resistencias difíciles de vencer. Sintióse fuerte el tacaño en los primeros momentos, al desgarrar el hierro sus carnes, y sus resoplidos y puñetazos sobre la mesa habrían infundido pavor en ánimo menos esforzado que el de Cruz.

"¿Y tú qué dices? — preguntó D. Francisco a su esposa.

—¿Yo?... Pues nada. ¡Pero si en el negocio con la casa del Duque, comprendido el palacio y las fincas rústicas, has ganado el oro y el moro! Adjudícate el palacio, Tor, y no te hagas el pobrecito. Vamos, ¿a que te ajusto la cuenta, y te pruebo que comprándolo tú viene a salirte por unos seis millones nada más?

— Quita, quita. ¿Qué sabes tú?

— Y en último caso, ¿qué son para ti seis ni diez millones?

Miróla D. Francisco con indignación, balbuciendo expresiones que más bien parecían ladridos; pero pasado aquel desahogo brutal de su avaricia, el hombre se desplomó, sintiendo, ante las dos damas, una cobardía de alimaña indefensa, cogida en trampa imposible de romper. Cruz vio ganada la batalla, y por consideración al vencido, le argumentó cariñosamente, ponderándole las ventajas materiales que de aquella compra reportaría.

"Nada, nada; concluiremos en la miseria... — dijo el avaro con amargo humorismo — . Desde el campanario de San Bernardino, cuarenta siglos nos contemplan. Bien, bien; palacitos a mí. ¡Ay, mi casuca de la calle de San Blas, quién te volviera a ver! Que avisen a la Funeraria; que me traigan el féretro; yo me muero hoy. Este golpe no lo resisto; ¡que me muero...! Ya lo dije yo en mi discurso: esto matará a aquello... Y yo pregunto a ustedes, señoras de palacio y corona, ¿con qué vamos a llenar aquellos inmensos salones, que parecen el Hipódromo, y aquellas galerías más largas que la Cuaresma?... Porque todo ha de corresponder...

— Pues... muy sencillo — respondió Cruz tranquilamente —. Ya sabe usted que ha muerto D. Carlos de Cisneros, la semana pasada.

— Sí señora... ¿y qué?

— Que sale a subasta su galería.

— Una galería, ¿y para qué quiero yo galerías?

— Los cuadros, hombre. Los tiene de primer orden, dignos de figurar en reales museos.

—¡Y los he de comprar yo!... ¡yo! — murmuró D. Francisco, que de tanto golpe tenía el cerebro acorchado, y estaba enteramente lelo.

— Usted.

—¡Ay, sí, Tor! — dijo Fidela —, me gustan mucho los cuadros buenos. Y que Cisneros los tenía magníficos, de los maestros italianos, flamencos y españoles. ¡Pero qué tonto, si eso siempre es dinero!

— Siempre dinero — repitió el tacaño, que se había quedado como idiota.

— Claro: el día en que a usted no le acomoden los cuadros, los vende al Louvre, o a la National Gallery, que pagarán a peso de oro los de Andrés del Sarto, Giorgione, Guirlandajo, y los de Rembrandt, Durero y Van Dick...

—¿Y qué más?

— Para que todo sea completo, adjudíquese usted también la armería del Duque, de un valor histórico inapreciable; y según he oído, la tasación es bajísima.

— El Bajísimo ha entrado en mi casa, y ustedes son sus ayudantes. ¡Con que también armaduras! ¿Y qué voy yo a pintar con tanto hierro viejo?

— Tor, no te burles — dijo Fidela, acariciándole —. Es un gusto poseer esas preseas históricas, y exponerlas en nuestra casa a la admiración de las personas de gusto.

Tendremos un soberbio Museo, y tú gozarás de fama de hombre ilustrado, de verdadero príncipe de las artes y de las letras; serás una especie de Médicis...

—¿Un qué?... Lo que yo compraría de buen grado ahora mismo es una cuerda para ahorcarme. Me lo puedes creer: no me mato por mi hijo. Necesito vivir para librarle de la miseria, a que le lleváis vosotras, y de la desgracia que le acarreáis.

— Tonto, cállate. Pues mira; yo que tú, me quedaría también con el archivo de Gravelinas; se lo disputaría al Gobierno, que quiere comprarlo. ¡Vaya un archivo!

— Como que estará lleno de ratas.

— Manuscritos preciosísimos, comedias inéditas de Lope, cartas autógrafas de Antonio Pérez, de Santa Teresa, del Duque de Alba y del Gran Capitán. ¡Oh, qué hermosura! Y luego, códices árabes y hebreos, libros rarísimos...

—¿Y también eso lo compro?... ¡Ay, qué delicia! ¿Qué más? ¿Compro también el puente de Segovia, y los toros de Guisando? ¿Con que manuscritos, quiere decirse, muchas Biblias? Y todo para que vengan a casa cuatro zánganos de poetas a tomar apuntes, y a decirme que soy muy ilustrado. ¡Ay, Dios mío, cómo me duele el corazón! Ustedes no quieren creerlo, y yo estoy muy malo. El mejor día reviento en una de estas, y se quedan ustedes viudas de mí, viudas del hombre que ha sacrificado su natural ahorrativo por tenerlas contentas. Pero ya no puedo más, ya no más. Lloraría como un chiquillo, si con estos resquemores no se me hubiera secado el foco de las lágrimas.

Levantose al decir esto, y estirándose como si quisiera desperezarse, lanzó un gran bramido, al cual siguió una interjección fea, y tan pesadamente cayeron después sus brazos sobre las caderas, que de la levita le salió polvo. Todavía hubo de rebelarse en los últimos pataleos de su voluntad vencida y moribunda, y encarándose con Cruz, le dijo:

"Esto ya es una picardía... ¡Saquearme así, dilapidar mi dinero estúpidamente! Quiero consultar esta socaliña con Rafael, sí, con ese, que parecía el más loco de la familia, y ahora es el más cuerdo. Se ha pasado a mi partido, y ahora me defiende.

Que venga Rafaelito... quiero que se entere de esta horrible cogida... El cuerno, ¡ay de mí! me ha penetrado hasta el corazón... ¿Dónde está Rafaelito?... Él dirá...

— No quiere salir de su cuarto — dijo Cruz serena, victoriosa ya —. Vámonos a comer.

— A comer, Tor — repitió Fidela colgándosele del brazo —. Tontín, no te pongas feróstico. Si eres un bendito, y nos quieres mucho, como nosotras a ti...

—¡Brrrr...!

Annotate

Next / Sigue leyendo
X
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org