IX
No se le cocía el pan a D. Francisco hasta no explicarse con su cuñada sobre aquel asunto, y a la mañana siguiente, mientras se desayunaba, la interrogó con timidez.
"Nada quería decir a usted hasta no tener el pastel cocido — contestole Cruz sonriendo —. Por cierto que no estoy contenta ni mucho menos de nuestra gestión, y pienso que no servimos para el caso. Monte—Cármenes y Severiano Rodríguez nos habían prometido que sería para usted una de las vacantes de senador vitalicio, y a vueltas de muchos cabildeos y conferencias salen con que el Presidente tiene compromisos y qué sé yo qué. A un hombre como usted no se le puede regatear la senaduría vitalicia, ni se le contenta poniéndole en la mano la porquería de un acta, ¡un acta! que está hoy al alcance de cualquier catedratiquillo, o del primer intrigante que salte por ahí. Y el Ministro de Hacienda no está menos indignado que yo. Tuvo una trapatiesta con el Presidente... ¡Pues no se habla poco...! — No lo sabía — dijo Torquemada estupefacto —. Han rifado por mi senaduría vitalicia. ¡Vaya una simpleza! Ni qué falta me hace a mí ser senador, y sentarme en aquellos bancos. Únicamente por tener el gusto de decir cuatro verdades, pero verdades, ¿eh? Por lo demás, yo no lo ambiciono, ni de cerca ni de lejos.
Mi línea de conducta es trabajar en mi negocio, sin echar facha... Y si quieren darle ese turrón a otro, que se lo den, y buen provecho le haga.
— Yo pensé no aceptarla; pero lo tomarían a desaire, y no conviene... Seremos, digo, será usted senador electivo, y representará a su país natal.
— Villafranca del Bierzo.
— La provincia de León.
— Ya estoy viendo la nube de parientes con hambre atrasada que van a caer sobre mí como la langosta... Usted se encargará de recibirles, y de irles despachando con un buen jabón; que para estos casos viene muy bien su pico de oro.
— Pues sí, yo me encargo de ese ramo. ¿Qué no haré yo para tenerle a usted contento, y rodeado de satisfacciones? — Ay, Crucita de mi alma — dijo Torquemada palideciendo —. Ya estoy viendo venir la puñalada.
—¿Por qué lo dice? — Porque cuando usted me halaga y me sonríe, es que viene contra mí navaja en mano, pidiendo la bolsa o la vida.
—¡Ay, no lo crea usted! Estoy muy benigna de algún tiempo acá. No me conozco. Ya ve que le dejo acumular tranquilamente sus fabulosas ganancias.
— Cierto es que desde que volvimos de aquel condenado Hernani, no ha salido usted con ninguna tecla de nuevos encumbramientos, y por ende, de nuevos gastos. Pero yo tiemblo, porque tras de la calma vienen truenos y rayos, y como usted me amenazó hace tiempo con una muy gorda...
—¡Ah! es que esa, el trueno gordo, está pendiente de discusión aquí (apuntándose a la frente con su dedo índice.) Es cosa muy grave, y no acabo de decidirme.
— Dios nos asista, y la Virgen nos acompañe, con todas las Biblias pasteleras en pasta y por empastar. ¿Y qué idea del demonio es esa que usted acaricia? — A su tiempo lo sabrá — replicó la señora, retirándose por el foro del comedor, y sonriendo graciosamente desde la puerta.
Y era verdad que la gobernadora, si no había renunciado a su magno proyecto, teníalo en la cartera de lo dudoso y circunstancial. Para decirlo todo claro, desde el viaje a Hernani, se habían quebrantado sus firmes propósitos de engrandecimiento. La atroz calumnia de que se tiene noticia, y que, lejos de desvanecerse en Madrid, corría y se hinchaba ganando pérfidamente la opinión, fue lo que determinó en su espíritu un salto atrás, y algo como remordimiento de haber sacado a la familia de la obscuridad, después del matrimonio con el tacaño. ¿No habrían sido más felices ellas, más feliz él, sin género de duda, en una medianía sosegada, con el pan de cada día bien seguro, entre cuatro paredes? Esta idea la atormentó algunos días, y aun semanas y meses, y casi estuvo a punto de deshacer todo lo hecho, y proponer a su esclavo que se fueran todos a vivir a un pueblo donde no se viera más frac que el del alcalde el día de la Santa Patrona, donde no hubiera jóvenes elegantes y depravados, viejas envidiosas y parlanchinas, políticos en quienes la vida parlamentaria corrompe todas las formas de la vida, damas que gustan de que se hable de faltas ajenas para cohonestar mejor las propias, ni tantas formas y estilos, en fin, de relajación moral.
Vaciló algún tiempo, pasándose las noches en cavilaciones penosas; y al fin su espíritu hubo de decidirse por seguir adelante en el camino trazado. La violencia del impulso adquirido imposibilitaba la detención súbita, equivalente a un choque de graves consecuencias. Lo menos malo era ya continuar hacia arriba, siempre en busca de las mayores alturas, con majestuoso vuelo de águilas, despreciando las miserias de abajo, y esperando perderlas de vista por causa de la distancia. Su mente se excitaba con estas ideas, y le hervían en ella ambiciones desmedidas, cuya realización, además de engrandecer a los suyos, servíale para hacer polvo a los indignos Romeros, y a toda la ruin caterva de envidiosos.
Fidela, en tanto, desconocía en absoluto estas internas luchas de su hermana y el hecho desagradable que las motivó. Había llegado a ser, por su interesante situación física, un objeto precioso, de extraordinaria delicadeza y fragilidad, que todos resguardaban hasta del aire. Faltaba poco para que la pusieran bajo un fanal. Su apetito de las golosinas llegó a tomar las formas de capricho más extravagantes. Se le antojaban guisantes en confitura para postre; a veces apetecía las cosas más ordinarias, como castañas pilongas, y aceitunas de zapatero; cenaba comúnmente pájaros fritos, que le habían de servir con gorros colorados hechos de rabanitos; se hartaba de berros aliñados con manteca de vaca. Pedía barquillos a todas horas del día, piñones tostados para después del chocolate, y a las once gelatinas, y algún bartolillo de añadidura.
Transcurrían los meses sin que se enterara de los rumores infames que algunos amigos, o enemigos, habían hecho correr acerca de ella, suponiéndola infiel; y tan ignorante se hallaba de las calumnias, como inocente del feo pecado que le imputaron, atenuándolo con disculpas no menos odiosas que el pecado mismo.
Su pureza y la limpidez de su alma eran verdaderamente angelicales, pues ni se le ocurría que tales absurdos pudieran decirse, ni soñó jamás con el peligro de opinión que tan de cerca la rondaba. Creyérase que no había en ella más prurito que vivir bien en el orden vegetativo, a cien mil leguas de todos los problemas psicológicos. Juzgándola con la ligereza propia de un sabio superficial, de estos que engullen revistas y periódicos, pero que no observan la vida ni ven la medula de las cosas, el tonto de Zárate decía: "Es una estúpida, un ser enteramente atrofiado en todo lo que no sea la vida orgánica. Desconoce el elemento afectivo. Las pasiones son letra muerta para esta hermosa pava real, o gatita de Angora.
Y Morentín desmentía tan cerrada opinión, prometiéndoselas muy felices para después que aquello pasase. Pero Zárate, que era de los pocos que desmentían las voces calumniosas, quitábale al otro las esperanzas, asegurando que la maternidad despertaría en ella instintos contrarios a todo distracción, haciéndola estúpidamente honrada, e incapaz de ningún sentimiento extraño al cuidado de la cría. Disputaban sin tregua los dos amigos sobre aquel tema, y acababan por reñir, echándose en cara recíprocamente, el uno su fatuidad, el otro su pedantería.
Cuidaba D. Francisco a su mujer como a las niñas de sus ojos, viendo en ella un vaso de materia fragilísima, dentro del cual se elaboraban todas las combinaciones matemáticas que habían de transformar el mundo. Era la encarnación de un Dios, de un Altísimo nuevo, el Mesías de la ciencia de los números, que había de traernos el dogma cerrado de la cantidad, para renovar con él estas sociedades medio podridas ya con la hojarasca que de tantos siglos de poesía se ha ido desprendiendo. No lo expresaba él así; pero tales eran, mutatis mutandis, sus pensamientos. Y a los cuidados dengosos del tacaño, correspondía Fidela con un cariño frío, dulzón y desleído, sin intensidad, única forma de afecto que en ella cabía, y a la cual daba estilos muy singulares, a veces como el que se usa para querer a los animales domésticos, a veces semejantes al afecto filial.
Sus amores de familia se condensaron siempre en Rafael. Pues en aquellos días no hacía gran caso de su hermano, ni se afanaba por si comía bien o mal, o si estaba de buen humor. Verdad que los cuidados de su hermana la relevaban de toda preocupación respecto al ciego, y este, después de la boda, no pasaba tantas horas en dulce intimidad con la señora de Torquemada. Habíase iniciado entre uno y otro cierto despego, que sólo se manifestaba en imperceptibles accidentes de la acción y la palabra, tan sólo notados por la agudísima, por la adivinadora Cruz.
Una tarde, al volver Torquemada de sus correrías de negociante, encontró a Fidela sola en el gabinete, llorando. Cruz había salido a compras, y Rufinita, que pasaba allí algunas tardes acompañando a su madrastra (compañía que, dicho sea de paso, era muy del agrado de esta), no había ido aquel día, lo que contrarió mucho al tacaño.
"¿Qué tienes; qué te pasa? ¿Por qué estás sola? Y esa Rufina de mis pecados, ¿en qué piensa que no viene a darte palique? ¡Para lo que ella tiene que hacer en su casa!... A ver, ¿por qué lloras? ¿Es porque no han querido darme la vitalicia? (Denegación de Fidela.) Bien decía yo que por eso no era. Al fin y a la postre, lo mismo da por lo electivo, aunque la verdad, esto de la senaduría no viene a llenarme ningún vacío... Fidela, dime por qué lloras, o me enfado de veras, y te digo cosas malas, Biblias y Cristos, y todo el palabreo que uso cuando me da la corajina.
— Pues lloro... porque me da la gana — replicó Fidela echándose a reír.
—¡Bah! ya te ríes, de lo cual se desprende que no es nada.
— Algo hay; cosas de familia...
—¿Pero qué, por vida de la...? — Rafael... — murmuró Fidela volviendo a llorar.
—¿Rafaelito, qué? — Que mi hermano no me quiere ya.
— Acabáramos. ¿Y qué te importa? Digo, ¿en qué lo has conocido? ¿Ya vuelve el punto ese con sus necedades? — Esta tarde me ha dicho unas cosas que... que me ofenden, que no están bien en su boca. —¿Qué te ha dicho? — Cosas... Nos pusimos a hablar de la función de anoche... Dijo cosas muy chuscas; reía y declamaba. Luego me habló de ti... No, no creas que habló mal.
Al contrario, te elogiaba... Que eres un gran carácter, y que yo no te merezco.
—¿Eso dijo?... Pues sí que me mereces.
— Que eres digno de lástima.
—¡Hola, hola! Lo dirá por los saqueos de tu hermana, y por lo esquilmado que me tiene.
— No es por eso.
—¿Pues por qué, ñales? — Si dices indecencias me callo.
— No, no las digo, ¡ñales, re—ñales! Tu hermanito me está cargando otra vez; repito que me está cargando, y al fin será preciso que evitemos todo punto de contacto entre él y yo.