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Torquemada en el Purgatorio: VII

Torquemada en el Purgatorio
VII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

VII

En rigor de verdad, el primer orador (un señor Director, cuyo nombre no hace al caso), retinto, de libras, habló malditamente, aunque otra cosa dijeran, rindiendo tributo a la cortesía, los periódicos de la mañana. ¡Cuánta vulgaridad! Que le dispensaran si hacía uso de la palabra, asumiendo la representación de la junta organizadora, él tan humilde, él tan poca cosa, él, sin duda, el último... pero por lo mismo que era el último, hablaba el primero, para dar las gracias al ilustre hombre que se había dignado aceptar, etc... Enumeró las batallas que hubieron de librarse contra la modestia del grande hombre, lucha horrible, en la cual la modestia se defendió bravamente, y hubo que traer casi a rastras al señor Marqués de San Eloy, hombre de trabajo, hombre de aislamiento y soledad, hombre de silencio fecundo, hombre que huía del brillo social, y de los trompetazos de la fama. Pero no le valía.

Forzoso era, para bien de la misma sociedad, sacarle a tirones de su retiro, traerle a donde pudiera recibir los plácemes que merecía... "rodearle de nuestros cariños, de nuestros homenajes, de nuestros... de nuestros loores, señores, para que sepa lo que vale, para que la sociedad pueda expresarle su inmensa gratitud por los beneficios que de su inteligencia poderosa ha recibido... He dicho. (Grandes aplausos; el orador se sienta muy sofocado, limpiándose el sudor del rostro. Don Francisco le abraza con el brazo izquierdo nada más.)

No se había calmado el barullo producido por el primer discurso, cuando allá, en el opuesto extremo del salón, surgió un señor alto y seco, que debía de tener fama de orador brillante, porque le precedió un murmullo de expectación, y todo el grave concurso se relamía de satisfacción por las sublimes cosas que pronto se oirían. En efecto, el demonio del hombre era una máquina eléctrica. Hablaba con la boca, con los brazos, que parecían aspas de molino, con las trémulas manos, que casi tocaban el techo, con los crispados dedos, con todo el semblante congestionado, echando fuego, con los ojos que se le salían del casco, con los lentes, tan pronto caídos, tan pronto puestos sobre el caballete de la nariz por la misma mano que quería horadar el techo. Tal era el desbordamiento de su oratoria enfática y caleidoscópica, que si aquello dura más de quince minutos, todos salen de allí con el mal de San Vito. ¡Qué acumular idea sobre idea, qué vértigo de figuras, corriendo como vagonetas descarriladas, que al chocar montan unas sobre otras, qué tono furiosamente altísono, desde el primer momento, tanto que no había gradación posible, y su oratoria era una sucesión delirante de finales de efecto! Como el tal ingeniero (no sé si por Madrid o por Lieja) iniciador de obras públicas tan grandiosas como impracticables, se despotricaba con un lío espantoso de retóricas del orden industrial y constructivo, y todo era carbón por allí, calderas al rojo cereza por allá, las espirales de humo que escribían sobre el azul del cielo el poema de la fabricación, el zumbido de los volantes, el chasquido de las manivelas; y tras esto, las dínamos, las calorías, la fuerza de cohesión, el principio vital, las afinidades químicas, para venir a parar al arco iris, a las gotas de rocío que descomponen el rayo solar, y qué sé yo, Dios de mi vida, todo lo que salió de aquella boca. Y a todas estas, nada había dicho aún de D. Francisco, ni se veía la relación que el festejado pudiera tener con toda aquella monserga de gotas de rocío, dínamos y manivelas.

Sin abandonar el estilo vertiginoso y las gesticulaciones epilépticas, hizo la gradación gallardamente. Presentó a la humanidad dándose de cachetes con la ciencia, como quien dice. La ciencia bebía los vientos por redimir a la humanidad, y esta emperrada en no dejarse redimir. Naturalmente, nada se conseguiría hasta que aparecieran los hombres de acción. Sin ellos, era impotente la señora ciencia.

Por fin ¡hosanna! aparecido había el hombre de acción. ¿Y quién dirán ustedes que era el hombre de acción? Pues D. Francisco Torquemada. (Grandes aplausos como salutación al nombre.) Después de un breve panegírico del ilustre leonés, el orador se sentó, entre un diluvio de aclamaciones de entusiasmo. Desplomose sin aliento en la silla, como un obrero que se cae del andamio, con todos los huesos rotos, y hay que llevarle al hospital.

Siguió un paréntesis de bulla, risas y tiroteo ingenioso. "Que hable D. Fulano, que hable el Sr. Tal". La concurrencia se hallaba en ese placentero estado psicológico, del cual se deriva toda la amenidad y gracia de esta clase de festines. A cada quisque tocaba un poquitín de la vis cómica que se derramaba por todo el ámbito del grandísimo comedor. Después de pinchar a este y al otro, levantose, no sin hacerse mucho de rogar, un señor pequeño y calvo. Había llegado el momento de la aparición del gracioso, pues en la solemnidad banquetil, para que el conjunto resulte completo, ha de haber una sección recreativa, un orador que trate por lo festivo las mismas cuestiones que los demás han tratado por lo grave. El indicado para llenar este vacío era un antiguo periodista, magistrado por poco tiempo, después diputado cunero, y en algunas épocas de su vida contratista de tablazón para envase de tabacos. Tal fama de gracioso tenía, que antes que hablara, ya se desternillaban de risa los oyentes.

"Señores — empezó —, nosotros hemos venido aquí con fines muy malos, con intenciones aviesas, y yo, porque así me lo dicta mi conciencia, pido al señor Gobernador, aquí presente, que nos lleve a todos a la cárcel (Risas.) Hemos traído engañado al excelentísimo señor Marqués de San Eloy. Él vino a honramos con su compañía en esta mesa pobre... y ahora resulta que le damos un menú (que algunos llaman minuta) de discursos, un verdadero indigestivo para que le haga daño la comida". El preámbulo fue muy divertido, y luego entró en materia diciendo: "Ninguno de los aquí presentes sabe quién es el Marqués de San Eloy, y yo, que lo sé, os lo voy a decir. El Marqués de San Eloy es un pobrecito, y los ricos, los poderosos somos los que le festejamos. (Risas.) Es un pobrecito que pasaba por la calle, y le hemos invitado a que entrara aquí, y entra, y participa de nuestro festín...

No, no reírse; pobrecito dije y os lo voy a demostrar. No es rico el que poseyendo riquezas, las consagra a labrar el bien de la humanidad. Es tan sólo un depositario, un administrador, no de lo suyo, sino de lo nuestro, porque lo destina a mejorar nuestra condición moral y material". (Aplausos, aunque el argumento a nadie convencía.) Prosiguió ensartando disparates, y jugando con la paradoja, hasta que terminó, ofreciendo cómicamente su protección al administrador de la humanidad, D. Francisco Torquemada. Imposible mencionar todo lo que después se dijo, en varios tonos; hubo discursos buenos y breves, otros largos, difusos, y sin ninguna substancia. Un señor habló en nombre de la provincia de Palencia, limítrofe de la de León, asegurando que no hacían falta tantos ferrocarriles, aunque él no los combatía, ¡cuidado! y que los capitales deben emplearse en canales de riego. Otro habló en nombre del Ejército, a que pertenecía, y el de más allá en nombre de la Marina mercante. Alguien dijo también cosas muy entonadas en nombre de la clase aristocrática, y en nombre del Colegio de Notarios, y el Gobernador expresó su sentimiento por que el señor de Torquemada no fuese hijo de Madrid, idea contra la cual protestaron airados los leoneses; pero el Gobernador remachó la idea, asegurando que León y Madrid vivían en perfecta fraternidad. Saltó uno de Astorga, llamando a Madrid su segunda patria, patria primera de sus hijos, y al fin concluyó por echarse a llorar; y otro, que había venido de Villafranca del Bierzo, aseguró ser sobrino del cura que bautizó a D. Francisco, lo cual fue el detalle tierno de la solemnidad. Gracias a un oportunísimo quite, se pudo evitar que unos ñales de poetas leyeran los versos que ya tenían medio desenvainados con la intención más alevosa del mundo. Por la calidad de las personas allí reunidas, y el objeto serio de la solemnidad, no estaba en carácter la lectura de composiciones poéticas.

Y al fin, se aproximaba el momento culminante. El héroe de la fiesta, mudo y pálido, revolvía ya en su mente las primeras frases del discurso. En los breves instantes que le faltaban, hizo acopio de su valor, y fijó bien en su mente ciertas reglas que se había propuesto seguir, a saber: no citar autores en concreto, sin absoluta seguridad en la cita; expresar vagamente y con frases equívocas todo aquello de que no tuviese un gran dominio; quedarse siempre entre dos aguas sin decir blanco ni negro, como hombre que más peca de reservado que de comunicativo, y pasar, como sobre ascuas, sobre todo punto delicado de los que no pueden tomarse en boca profana sin peligro de soltar una barbaridad. Hecha esta preparación mental, y encomendándose a su ausente ídolo literario, el señor de Donoso, a quien creía llevar en esencia dentro de sí mismo, como una segunda alma, levantose y aguardó tranquilo a que se produjese el silencio augusto que necesitaba para empezar. Gracias a los diligentes taquígrafos que el narrador de esta historia llevó al banquete, por su cuenta y riesgo, han salido en letras de molde los más brillantes párrafos de aquella notable oración, como verá el que siga leyendo.

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