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Torquemada en el Purgatorio: V

Torquemada en el Purgatorio
V
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

V

Todo Mayo y parte de Junio dedicólos D. Francisco con alma y vida a la Sociedad formada para la explotación del negocio de la contrata, y con ayuda de Donoso, emulando los dos en actividad e inteligencia, armaron toda la maquinaria administrativa, la cual, si respondía en sus hechos a su perfecto organismo, había de marchar como una seda. A Torquemada correspondía la alta gerencia del negocio, como principal capitalista. Donoso se encargaba de las relaciones de la Sociedad con el Estado, y de toda la gestión oficinesca.

Taramundi corría con las compras del artículo en Puerto Rico, y Serrano en los Estados Unidos, donde tenía un primo establecido, con casa de comisión en Brooklyn.

Convinieron en que todo funcionaría ordenadamente antes de partir para el veraneo, pues en Diciembre debía hacerse la primera entrega de boliche y en Febrero la de Virginia. El suministro de ambas hojas les fue adjudicado, por formal contrata, en Mayo, no sin protesta de otros tales, que hicieron o creían haber hecho a la Hacienda proposición más ventajosa; pero como eran gentes desacreditadas y de antecedentes deplorables en aquel fregado, a nadie sorprendió que el ministro les postergara, agarrándose a no sé qué triquiñuelas de la ley. Puestas de acuerdo en todo las cuatro principales fichas de aquel juego, pues aunque había otros partícipes, no tocaban pito en la gestión, por ser de poca monta el capital impuesto, ya no había más que trabajar como fieras, a fin de que el negocio saliese redondo y limpio. En los días que precedieron a la expedición veraniega, Torquemada y D. Juan Gualberto Serrano se entendieron a solas en algunos puntos referentes a las compras de rama en los Estados Unidos, y ello quedó entre los dos, sin dar conocimiento a Donoso ni a Taramundi. Era que D. Francisco, con su instintivo conocimiento de la humanidad, bajo el aspecto del toma y daca, vio desde el primer instante en qué consistía el resorte maestro de aquel arbitrio, comprendiendo que de proceder de esta o de la otra manera, dependía que el líquido fuese simplemente bueno, o que resultase tal que podrían meter el brazo hasta más arriba del codo. Apenas hubo el tacaño propulsado la voluntad de D. Juan Gualberto, este respondió con cuatro palabras, que querían decir: "aquí está el hombre que se necesita". Y con estas impresiones, Serrano se fue a Londres, donde debía avistarse con su primo, y Torquemada partió para Hernani con la familia. La de Taramundi se instaló en San Sebastián. Donoso no salía de Madrid, porque su señora, en quien se había complicado enormemente la caterva de males, no podía moverse, ni había para qué, pues en ninguna parte había de encontrar alivio.

¡Ay, Dios mío, qué aburrimiento el de Torquemada en las Provincias, y qué destemplado humor gastaba, siempre disputando con ellas por quítame allá esas pajas, renegando de todo, encontrando malas las aguas, desabridos los alimentos, cargantes las personas, horrible el cielo, dañino el aire! Su centro era Madrid: fuera de aquel Madrid en que había vivido los mejores años de su vida y ganado tanto dinero, no se encontraba el hombre. Echaba de menos su Puerta del Sol, sus calles del Carmen, de Tudescos, y callejón del Perro; su agua de Lozoya, su clima variable, días de fuego y noches de hielo. La nostalgia le consumía, y el verse imposibilitado de correr tras el fugaz ochavo, de dar órdenes a este y al otro agente. Aborrecía el descanso; su naturaleza exigía la preocupación continua del negocio, y los infinitos trajines que trae consigo la misma ansiedad azarosa, la rabia de perder, la tristeza de ganar poco, el delirio de la ganancia pingüe. Contaba los días que iban pasando de aquel suplicio que le habían traído sus malditas consortes; abominaba de la sociedad ociosa que le rodeaba, tanto vago insubstancial, tanta gente que no piensa más que en arruinarse. Para él, el colmo del despilfarro era dar dinero a fondistas y posaderos, o a los gandules que agarran en el baño a las señoras para que no se ahoguen. San Sebastián le causaba horror: todo era un saqueo continuo, y mil tramoyas para desvalijar a los madrileños que iban a gastar en dos meses las rentas de un año. Tres días le tuvieron allí Fidela y Cruz, y poco le faltó para caer enfermo de tristeza y repugnancia.

En Hernani se paseaba solo, armando en su magín todo el tinglado de números que constituía el negocio tabaquil, y otros en embrión, como el del arreglo de la arruinada casa de Gravelinas con sus acreedores. Fidela, que conocía lo mal que pintaba a su esposo la villeggiatura, quiso abreviar esta; pero se opuso Cruz, porque a Rafael le probaba muy bien el clima del Norte, y desde que vivía en Hernani no se habían repetido los trastornos cerebrales de marras. Dividíase la familia en dos parejas: Cruz paseaba con el ciego, Fidela con su esposo, y procuraba distraerle haciéndole fijar la atención en las bellezas del campo y del paisaje. No era insensible el bárbaro a la bondad ni a los mimos de su esposa, y algunos ratos pasaba placenteros charlando con ella a lo largo de praderas y bosques. Pero en aquel divagar indolente, Torquemada, como el desterrado que sólo piensa en la patria, no hablaba de cosa alguna sin que salieran a relucir Madrid y los malditos negocios. Alegrábase Fidela de verle en tal terreno, y con infantil travesura repetía: "Sí, Tor, tienes que ganar muchísimo dinero, pero muchísimo, y yo te lo guardaré".

Tanto machacó en esta idea, que D. Francisco hubo de espontanearse con su mujer, cual nunca lo había hecho, declarándole cuanto sentía y pensaba, y las causas de sus goces como de sus pesadumbres. Empezó por manifestarse satisfecho del trato de la Suerte, porque sus ganancias crecían como la espuma.

¿Pero de qué le valía esto, si la familia se había puesto en un pie de boato que imposibilitaba el ahorro? Cada lunes y cada martes se traía Cruz alguna nueva tarantaina para derrochar el dinero. ¿A qué detallar aquella serie no interrumpida de locuras, si ya Fidela las conocía? Él no servía para vivir entre magnificencias, aunque al fin a ellas por la fuerza de las circunstancias se amoldaba. Su bello ideal era emplear de nuevo sus considerables ganancias, reservando sólo una parte mínima para el gasto diario. Ver entrar el dinero a carretadas, y verle salir a espuertas le taladraba el corazón, y le llenaba la cabeza de pensamientos sombríos y pesimistas. Entre él y Cruz se había entablado una lucha a muerte; reconocíase muy inferior a ella por los recursos de la inteligencia y por la palabra; pero se creía, en aquel caso, cargado de razón. Lo peor de todo era que Crucita le dominaba y sabía imponerle su criterio económico, metiéndole en un puño cada vez que ponía sobre el tapete la cuestión de un nuevo dispendio. Él se retorcía de rabia, como el demonio que pintan a los pies de San Miguel, y la muy indina le aplastaba la cabeza, y hacía su santísima voluntad con el dinero de él.

En suma, que se tenía por muy desgraciado, y con aquellas amarguras, hasta para alegrarse de ser padre en su día, le faltaban ánimos. Mostrose Fidela reservada en la contestación, asegurando que por su parte no le importaba vivir en la mayor modestia y obscuridad; pero puesto que Cruz disponía las cosas de otro modo, sus razones tendría para ello. "Sabe más que nosotros, querido Tor, y lo mejor es dejarla hacer lo que quiera. Para tus mismos negocios te conviene respirar una atmósfera de esplendidez. Con franqueza, Tor: ¿habrías ganado lo que has ganado viviendo como un miserable en la calle de San Blas? ¡Si cada duro que te gasta mi hermana es para traerte luego veinte! Y, sobre todo, esa que llamas tirana, sabe más que Merlín, y a su despotismo debemos, primero, haber salido con vida de aquella pobreza ignominiosa; después, el hallarnos en plena abundancia, y tú hecho un hombre de peso. No seas tontín, cierra los ojos, y sométete a cuanto te diga y proponga mi hermana.

En todo esto y en algo más que dijo, se revelaba el respeto casi supersticioso a la autoridad de Cruz, y la imposibilidad de rebelarse contra cualquiera cosa grande o pequeña que dispusiera el autócrata de la familia. Suspiró Torquemada oyéndola, y pensaba con hondo desaliento que su mujer no le ayudaría en ningún caso a sacudir el yugo. Una ligera indicación de esto bastó para que Fidela expresara la negativa con infantil temor. ¡Oponerse ella a los juicios y a las determinaciones de su hermana! Antes saldría el sol por Occidente. "No, no, Tor, quien manda manda. Vuelvo a decirte que todo eso que te contraría es lo que te conviene, y nos conviene a todos.

De queja en queja, el usurero fue a parar a otra idea que también le atormentaba.

Antes de expresarla, vaciló un rato, temeroso de que su mujer la acogiera con risas. Pero al fin, se lanzó a la espontaneidad más delicada: "Mira, Fidela, cada uno tiene su aquel y su ideasingracia, como dice el amigo Zárate, y yo te aseguro que no quiero que mi hijo salga Águila. Bien sé que Cruz beberá los vientos porque el niño sea como vosotras, como ella, gastadorcillo, pinturero, y con muchos humos de aristocracia pródiga. Pero más quiero que no nazca si ha de nacer así. Por supuesto, yo tengo para mí que os engañáis las dos si esperáis que el nuevo Valentín saque uñas y pico de vuestra raza, pues me da el corazón que será Torquemada de lo fino, es decir, el auténtico Valentín de antes en cuerpo y alma, con el propio despejo y la pinta mismísima de la otra vez.

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