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Torquemada en el Purgatorio: XI

Torquemada en el Purgatorio
XI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XI

Levantose Torquemada, y llegándose pausadamente al ciego, le puso la mano en el hombro, y con voz grave, como quien revela un delicadísimo secreto, le dijo:

"Rafaelito de mi alma, vas a oír la verdad, lo mismísimo que siento y pienso. Mi discurso no fue más que una serie no interrumpida de vaciedades, cuatro frases que recogí de los periódicos, alguna que otra expresioncilla que se me pegó en el Senado, y otras tantas migajas del buen decir de nuestro amigo Donoso. Con todo ello hice una ensalada... Vamos, si aquello no tenía pies ni cabeza... y lo fui soltando conforme se me iba ocurriendo. ¡Vaya con el efecto que causaba! Yo tengo para mí que aplaudían al hombre de dinero, no al hablista.

— Crea usted, D. Francisco, que el entusiasmo de toda aquella gente era un entusiasmo verdad. La razón es bien clara: crea usted que...

— Déjamelo decir a mí. Creo que todos los que me oían, salvo un núcleo de dos o tres, eran más tontos que yo.

— Justo; más tontos, sin exceptuar ningún núcleo. Y añadiré: la mayor parte de los discursos que oye usted en el Senado son tan vacíos, y tan mal hilvanados como el de usted; de todo lo cual se deduce que la sociedad procede lógicamente ensalzándole, pues por una cosa o por otra, quizá por esa maravillosa aptitud para traer a su casa el dinero de las ajenas, tiene usted un valor propio muy grande. No hay que darle vueltas, señor mío; y vengo a parar a lo mismo: que yo he padecido una crasa equivocación, que el tonto de remate soy yo.

Al llegar a este punto, empezó a perder aquella serenidad triste con que hablaba, y ponía en su voz más vehemencia, mayor viveza en sus ademanes.

"Desde el día de la boda — prosiguió —, desde muchos días antes, se trabó entre mi hermana Cruz y yo una batalla formidable; yo defendía la dignidad de la familia, el lustre de nuestro nombre, la tradición, el ideal; ella defendía la existencia positiva, el comer después de tantas hambres, lo tangible, lo material, lo transitorio. Hemos venido luchando como leones, cada cual en su terreno, yo siempre contra usted y su villanía grotesca; ella siempre a favor de usted, elevándole, depurándole, haciéndole hombre y personaje, y restaurando nuestra casa; yo siempre pesimista, ella optimista furibunda. Al fin, he sido derrotado en toda la línea, porque cuanto ella pensó se ha realizado con creces, y de cuanto yo pensé y sostuve no queda más que polvo. Me declaro vencido, me entrego, y como la derrota me duele, yo me voy, Sr. D. Francisco, yo no puedo estar aquí.

Hizo ademán de levantarse, pero Torquemada volvió hacia él, sujetándole en el asiento.

"¿A dónde tiene usted que ir? Quieto ahí.

— Decía que me iba a mi cuarto... Me quedaré otro ratito, pues no he concluido de expresarle mi pensamiento. Mi hermana Cruz ha ganado. Era usted... quien era, y gracias a ella es usted... quien es. ¡Y se queja de mi hermana, y la moteja y ridiculiza! Si debiera usted ponerla en un altar y adorarla.

— Te diré: yo reconozco... Pondríala yo en el sagrario bendito, si me dejara capitalizar mis ganancias.

—¡Oh! para que sea más asombrosa la obra de mi hermana, hasta le corrige a usted su avaricia, que es su defecto capital. No tiene Cruz más objetivo, como usted dice, que rodearle de prestigio y autoridad. ¡Y cómo se ha salido con la suya! ¡Ese sí que es talento práctico, y genio gobernante! Por supuesto, hay algo en mis ideas que queda fuera de la equivocación, y es la idea fundamental: sostengo que en usted no puede haber nunca nobleza, y que sus éxitos y su valía ante el mundo son efectos de pura visualidad, como las decoraciones de teatro. Sólo es efectivo el dinero que usted sabe ganar. Pero siendo su encumbramiento de pura farsa, es un hecho que me confunde porque lo tuve por imposible, reconozco la victoria de mi hermana, y me declaro el mayor de los mentecatos... (Levantándose bruscamente.) Debo retirarme... abur.

Otra vez le detuvo D. Francisco obligándole a sentarse.

"Tiene usted razón — añadió Rafael con desaliento, cruzando las manos —; aún me falta la más gorda, la confesión de mi error capital... Sí, porque mi hermana Fidela, de quien pensé que le aborrecería a usted, sale ahora por lo sublime, y es un modelo de esposas y de madres, de lo que yo me felicito... Diré, poniendo toda la conciencia en mis labios, que no lo esperaba; tenía yo mi lógica, que ahora me resulta un verdadero organillo, al cual se le rompe el fuelle. Quiero tocar, y en vez de música salen resoplidos... Sí señor, y puesto a confesar, confieso también que el chiquitín, que ha venido al mundo contraviniendo mis ideas y burlándose de mí, me es odioso... sí, señor. Desde que esa criatura híbrida nació, mis hermanas no hacen caso de mí. Antes era yo el chiquitín; ahora soy un triste objeto que estorba en todas partes. Conociéndolo he querido trasladarme al segundo, donde estorbo menos. Iré ascendiendo hasta llegar a la buhardilla, residencia natural de los trastos viejos... Pero esto no sucederá, porque antes he de morirme. Esta lógica sí que no me la quita nadie. Y a propósito, señor D. Francisco Torquemada, ¿me hará usted un favor, el primero que le he pedido en mi vida, y el último también?

—¿Qué? — preguntó el Marqués de San Eloy, alarmado del tono patético que iba tomando su hermano político.

— Que trasladen mi cuerpo al panteón de los Torre Auñón en Córdoba. Es un gasto que para usted significa poco. ¡Ah! otra cosa: ya me olvidaba de que es indispensable restaurar el panteón. Se ha caído la pared del Oeste.

—¿Costará mucho la restauración? — preguntó D. Francisco con toda la seriedad del mundo, disimulando mal su desagrado por aquel imprevisto dispendio.

— Para dejarlo bien — respondió el ciego en la forma glacial propia de un sobrestante —, calculo que unos dos mil duros.

— Mucho es — afirmó el tacaño Marqués dando un suspiro —. Rebaja un poquito; no, rebaja un cuarenta por ciento lo menos. Ya ves: el llevarte a Córdoba ya es un pico... Y como somos Marqueses, y tú de la clásica nobleza, el funeral de primera no hay quien te lo quite.

— No es usted generoso, no es usted noble ni caballero, regateándome los honores póstumos que creo merecer. Esta petición que acabo de hacerle, hícela por vía de prueba. Ahora sí que no me equivoco: jamás será usted lo que pretende mi hermana. El prestamista de la calle de San Blas sacará la oreja por encima del manto de armiño. Aún no se ha perdido toda la lógica, señor Marqués consorte de San Eloy. Lo del panteón y lo de llevarme a Córdoba es broma. Écheme usted a un muladar: lo mismo me da.

— Ea, poco a poco. Yo no he dicho que... Pero, hijo, tú estás en babia, o te has propuesto tomarme el pelo, por decirlo así. Si no has de morirte, ni ese es el camino... En el caso de una peripecia, ¡cuidado! yo no habría de reparar...

— A un muladar, digo.

— Hombre, no. ¡Qué pensarían de mí! Esta noche, tan pronto te da por lo poético como por lo gracioso... Pero qué, ¿te vas al fin?

— Ahora sí que es de veras — dijo el ciego levantándose —. Me vuelvo a mi cuarto, donde tengo que hacer. ¡Ah! Se me olvidaba. Rectifico lo del odio al chiquitín. No es sino en momentos breves, como el rayo. Después, me quedo tan tranquilo, y le quiero, crea usted que le quiero. ¡Pobre niño!

— Durmiendo está como un ángel.

— Crecerá en el palacio de Gravelinas, y cuando vea en aquellos salones las armaduras del Gran Capitán, de D. Luis de Requeséns, Pedro de Navarro, y Hugo de Moncada, creerá que tales santos están en su iglesia propia. Ignorará que la casa de Gravelinas ha venido a ser un Rastro decente, donde se amontonan, hacinados por la usura, los despojos de la nobleza hereditaria. ¡Triste fin de una raza! Crea usted — añadió con tétrica amargura —, que es preferible la muerte al desconsuelo de ver lo más bello que en el mundo existe en manos de los Torquemadas.

A responderle iba D. Francisco; pero él no quiso oírle, y salió tentando las paredes.

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