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Torquemada en el Purgatorio: II

Torquemada en el Purgatorio
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

II

Sin necesidad de que nos lo cuente el licenciado Juan de Madrid, ni otro ningún cronista de salones, sabemos que a los tres o cuatro meses de su alumbramiento estaba la señora de Torquemada hermosísima, como si una rápida crisis fisiológica hubiera dado a su marchita belleza nueva y pujante savia, haciéndola florecer con todo el esplendor y la frescura de Mayo. Mejoró de color, cambiando la transparencia opalina en tono caliente de fruta velluda que empieza a madurar; sus ojos adquirieron brillo, viveza su mirada, prontitud sus movimientos, y en el orden moral, si menos visible, no era menos afectiva la transmutación, trocándose lentamente en gravedad el mimo, y en juicio sereno la imaginatividad traviesa.

Vivía consagrada al heredero de San Eloy, que si en los primeros días no era para su madre más que una viva muñeca, a quien había que lavar, vestir y zarandear, andando los meses vino a ser lo que ordena la Naturaleza, el dueño de todos sus afectos, y el objeto sagrado en que se emplean las funciones más serias y hermosas de la mujer. De cómo desempeñaba Fidela su misión de madre, no se puede tener idea sin haberlo visto. Ninguna existió jamás que la superase en cuidado y solicitud, ni que con mayor sentido se penetrara de su responsabilidad. De los cariños extremados, que al principio producían en ella tensión convulsiva, pasó por gradación suave al cariño verdaderamente protector, garantía de vida para los seres débiles que amenazados de mil peligros entran en ella. De su afición a las golosinas le curó el miedo de enfermar y morirse antes de ver crecido a su hijo, y se fue acostumbrando a los alimentos sanos, y a poner método en las comidas.

Novelas, no volvió a leerlas, ni tiempo tenía para ello, pues no había hora del día en que no encadenase su atención alguna faena importante, ya el aseo del chico y del ama, ya la ropa de ambos; y luego venía el dormirle, y el vigilar el sueño, y ver si mamaba o no, y si todas sus funcioncitas se hacían con regularidad.

A ninguna parte iba, y rarísima vez se la vio en el palco de la Comedia, durante una hora o poco más, pues no tenía calma para estarse allí tontamente oyendo lo que nada le interesaba, y asaltada de mil ideas terroríficas, por ejemplo: que el ama, al acostarle, no le había puesto bien tapadito, o que se pasaba la hora de la teta, porque la muy gansa se había quedado dormida. Estaba en ascuas, impaciente porque llegase Tor para llevarla a casa. De nadie se fiaba, ni de las criadas más adictas y cuidadosas, ni de su hermana misma. Su tertulia servíale tan sólo para hacer mil consultas sobre temas de maternidad con esta y la otra señora: todo lo demás érale indiferente. Y no se crea que la monotonía de su conversación resultaba antipática, pues sabía poner en cuanto hablaba su originalidad ingénita y su gracejo. Era, en suma, encanto y admiración de cuantos íntimamente trataban a la familia. Sobre este particular dijo un día Donoso a su amigo Torquemada: "En todo, absolutamente en todo, es usted el hombre de la Suerte. ¿Qué virtudes extraordinarias son la causa que así le proteja y le mime Dios Omnipotente? Tiene usted una mujer que si se buscara con candil otra igual por toda la tierra, no se la había de encontrar. ¡Vaya una mujer! Todo el dinero que usted posee no vale lo que el último cabello de su cabeza...

— Buena es, sí, buenísima — replicó el tacaño —, y por ese lado no hay queja.

— Ni por otro alguno. Pues estaría bueno que usted se quejara, cuando parece que el dinero no sabe ir a ninguna parte más que a su bolsillo... Y a propósito, amigo mío: dícese que toman ustedes en firme todas las acciones del ferrocarril leonés.

— Así lo hemos acordado.

— Por eso he visto locos de entusiasmo a dos o tres individuos de la colonia leonesa; y hablan de darle a usted un banquete y qué sé yo qué.

—¿Banquetearme, porque voy a mi negocio?... En fin, si ellos lo pagan...

— Naturalmente.

Morentín continuaba siendo el visitante pegajoso en la casa de San Eloy, y con el pretexto de acompañar a su amigo Rafael, se pasaba allí las horas muertas tarde y noche. Pero es el caso que el ciego abominaba de él secretamente, y se ponía nerviosísimo cuando le sentía la voz. Cruz, por su parte, no gustaba de tal asiduidad. Mas ninguno de los dos encontró manera de echarle, ni aun de conseguir, por cualquier discreto artificio, que redujera sus visitas a lo estrictamente indicado por las prácticas sociales. Entró una tarde, por familiar costumbre, en el gabinete de Fidela y en el cuarto de Valentinico, próximo a la alcoba matrimonial, y allá se estuvo embelesado, viendo a la Marquesa de San Eloy en todo el lleno de sus funciones maternales, abrumándola de adulaciones hiperbólicas con las formas más extravagantes de la galantería, después de haber ensayado con deplorable éxito las más comunes. "Porque usted, Fidela, es uno de esos ejemplos raros en la Historia, en la Historia sagrada y profana, no hay que reírse... sé lo que digo. El hombre que a usted la posee debe de tener las mejores aldabas en el tribunal divino, porque si no, ¿cómo le han dado el número, la criatura selecta, el non plus ultra?

— Vamos, que no pico tan alto como usted cree. En cierta ocasión me dejé decir que yo valía mucho. ¡Cuánto me he reído de aquella jactancia! Pues ahora me parece que no valgo nada, y que no tengo ningún talento. No crea usted que lo digo por modestia. La modestia sigue pareciéndome una tontería. Ahora que tengo delante de mí algo muy grato, de muchísima responsabilidad, entiendo que no puedo llegar a lo que deseo.

— No me diga usted que no es modesta. Harto conoce cada cual lo que vale... Pero hay una cosa de que sin duda, por la abstracción en que la tienen los trabajos maternales, no se ha enterado usted todavía.

—¿Qué?

— Que ahora está usted hermosísima, vamos, en un grado de hermosura desesperante. Créame usted: cuando se la contempla, se padece vértigo... y estoy por decir que oftalmía. Es como mirar al sol.

— Pues póngase usted vidrios ahumados — dijo Fidela, echándose a reír, y mostrando las dos carreras de perlas de su incomparable dentadura —. ¿Pero para qué, si tiene usted ahumado el entendimiento?

— Gracias.

— No... ahora me da por la sinceridad. Y haciendo gala de inmodestia, diré a usted que si nada valgo en... ¿cómo se dice?... en el concepto general, lo que es como belleza... ¿Verdad que estoy guapísima? No crea usted que me voy a ruborizar por oírlo decir. Si estoy cansada de saberlo.

— Su sinceridad es un nuevo atractivo en que no había reparado hasta ahora.

— Es que usted en nada repara. No se fija más que en sí mismo, y como se mira tan de cerca no puede verse.

— Tan no me he mirado nunca, que no sé cómo soy.

— Eso lo creo, porque si usted lo supiera, no sería como es. Le hago ese favor.

— Pues bien: ¿cómo soy?

—¡Ah! yo no he de decirlo.

— Ya que usted tan sincera es en la crítica de sí propia, séalo juzgando a los demás.

— No me gusta echar incienso, y como usted es de los que todavía cultivan la modestia, si yo le colmo de elogios podría creer que le adulo.

— No creeré tal cosa, sino que me hace justicia.

— No, no, de fijo que si yo le digo lo que pienso, se ruborizará usted como los jóvenes tímidos, y no volverá más a mi casa, por temor a que mis alabanzas le sonrojen.

— Yo le juro a usted que no dejaré de volver, aunque usted me compare con los ángeles del Cielo.

— Pues con ellos pensaba compararle... Mire usted cómo va acertando.

—¿Por la pureza?

— Y por la inocencia. Desde el tiempo en que era usted estudiante, y galanteaba a las patronas de las casas de huéspedes donde vivían los compañeros con quienes repasaba la lección, no ha adelantado usted un solo paso en el arte del mundo, ni en el conocimiento de las personas con quienes trata. Ya ve usted si se halla en estado de inocencia, y si merece elogios. Ha conseguido aprender muchas cosas, no todas de gran provecho, la verdad; pero el tacto fino para conocer el grado y la clase de afecto a que debe aspirar en sus relaciones de amistad no lo tiene todavía Pepito Morentín. Es usted muy niño, y si no se da prisa a aprender esto, creo que mi Valentín le va a tomar a usted la delantera.

Desconcertado, el Tenorio sin drama afectaba no comprender, y se defendía con exclamaciones festivas; pero por dentro le atormentaban las retorceduras de su amor propio vapuleado por la altiva dama. Hablaba esta en pie, con su chiquillo en brazos, marcando el paso de niñera, y dándole golpecitos en la espalda.

"Gasta usted unas ironías que me anonadan — dijo al fin Morentín, que ya no podía contraer su rostro para fingir la hilaridad, y bruscamente se puso serio.

—¿Ironía yo...? ¡Bah! No me haga usted caso. No hay más sino que le miro a usted como a un chiquillo, y no ciertamente de los mejor educados. La juventud del día, y llamo juventud a los hombres de treinta a cuarenta años, necesita una disciplina de colegio muy dura para poder andar suelta en sociedad. No conoce la verdadera finura, ni la delicadeza, y es... ¿lo digo? una generación de majaderos muy bien vestidos y que saben algo de francés. No recuerdo quién decía la otra noche aquí que ya no hay señoras.

— La marquesa de San Salomó.

— Justo. Puede que tenga razón. Es dudoso por lo menos. Lo indudable es que ya no hay caballeros, como no sea algún viejo de la generación pasada.

—¿Lo cree usted así? ¡Oh, qué daría yo por pertenecer a la generación pasada, aunque tuviera mi cabeza llena de canas, y viviera plagado de reuma! Si así fuera, ¿sería usted más benévola conmigo?

—¿Soy acaso malévola? Esto no es malevolencia, Morentín, es vejez. No se ría. Yo soy vieja, más vieja de lo que se cree usted, si no por los años, por lo que me ha enseñado el sufrimiento.

De improviso cambió de tono Fidela, dejando al otro cortado y con la palabra en la boca. Besuqueando locamente al nene, rompió en estos chillidos:

"¿Pero ha visto usted, Morentín, una cara más repreciosa que la de este mico de Dios, rey de los pillos, y alguacil de los ángeles? ¿Conoce usted belleza igual, ni monada igual, ni desvergüenza como la suya? Esto vale más que el mundo entero.

¿Ve usted ese pelito que se me ha quedado entre los labios, besándole? Pues vale este pelito más que usted en cuerpo y alma, vale más, como unos diez mil millones de veces... elevadas a la raíz cúbica... Yo también soy matemática... Y vale más que toda la humanidad pasada, presente y futura... Conque... abur. Dile adiós, hombre. (Cogiéndole la manecita y haciéndole saludar.) Dile: adiós, adiós, tonto...

Se fue al otro cuarto, y Morentín a la calle, amargado y aburrido. Su amor propio era en aquel momento como un vistoso y florido arbusto, que un pie salvaje hubiera pisoteado bárbaramente.

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