VI
Quedose Fidela estupefacta, sin poder apoyar ni combatir semejante idea, y tan sólo dijo: "Será lo que Dios disponga. ¿Qué sabemos nosotros de los designios de Dios? — Sí que lo sabemos — replicó Torquemada sulfurándose —. Tiene que haber justicia, tiene que haber lógica, porque si no, no habría Ser Supremo, ni Cristo que lo fundó. El hijo mío vuelve. ¡Ah! no conociste tú aquel prodigio; que si lo hubieras conocido, desearías lo mismo que deseo yo, y lo tendrías por cierto, dado que deben pasar las cosas conforme a una ley de equidad. Verás, verás qué disposición para las matemáticas. Como que él es las puras matemáticas, y todos los problemas los sabe mejor que el maestro. Si he de hablarte con franqueza, sin ocultarte nada de lo que pienso, te diré que no puedo menos de compaginar ciertos fenómenos de tu estado con la ciencia de mi hijo Valentín.
¿No nos contaste que hace dos noches tuviste unos sueños muy raros, viendo que se te ponían delante cifras de ocho y diez guarismos, y que luego ibas por un bosque, y te encontraste catorce nueves, que te salieron al encuentro y te acorralaron sin dejarte pasar adelante? — Sí, sí, es verdad que soñé eso.
— Pues ahí lo tienes — dijo Torquemada con los ojos fulgurando de alegría —. Es él, es él, que te tiene el alma y las venas todas llenas de los santísimos números.
Y dime, ¿no sientes tú ahora algo como si te subieran de la caja del cuerpo a la cabeza, vulgo región cerebral, unas enormísimas cantidades, cuatrillones o cosa así? ¿No sientes un endiablado pataleo de multiplicaciones y divisiones, y aquello de la raíz cuadrada y la raíz cúbica? — Algo de eso siento, sí, de una manera vaga — replicó Fidela, dejándose sugestionar —. Pero de eso de las raíces no siento nada. Números sí, que se me suben a la cabeza.
—¿Ves, ves? ¿No te lo decía yo? Si no me podía equivocar. ¿Y no te pasa también que todo lo que calculas te sale exacto? Como que tienes dentro de ti el espíritu puro de las matemáticas, y la ciencia de las ciencias.
—¡Tanto como eso...! — repuso Fidela, dudando —. Yo no calculo nada, porque no sirvo para el cálculo.
— Pues ponte ahora a combinar cantidades; ponte y verás.
Don Francisco se frotaba las manos, añadiendo por vía de síntesis: "Quedamos en que no es Águila, en que será quien es, y no puede ser otro.
Algo más pensaban decir marido y mujer sobre el extraño caso; pero les distrajo de su coloquio un coche cargado de gente que por la carretera de San Sebastián venía, en dirección al pueblo, y oyeron alegres voces que con estruendo los saludaron. Hallábanse sentados en una pradera junto al camino, al pie de un corpulento castaño, y cuando el charabán pasó delante de ellos, reconocieron entre la turbamulta que venía en la delantera y en los asientos laterales, algunas caras amigas. "¡Oh! Morentín — dijo D. Francisco. Y Fidela: "¡Ah! Infante, Malibrán.
Y se encaminaron al pueblo, del cual distaba medio kilómetro, tardando bastante en llegar, porque la señora, en aquellos meses, no se distinguía por la rapidez de sus movimientos.
En la casa encontraron a los amigos que de San Sebastián habían ido de asalto: Morentín con su mamá, Manolo Infante, Jacinto Villalonga, Comelio Malibrán, dos chicos y una chica de Pez, Manuel Peña y su mujer Irene, y alguno más que no consta en autos.
"¿Y a toda esta caterva tenemos que darle de comer? — preguntó angustiado D.
Francisco.
— Hijo, sí; no hay más remedio. Pero se reparten. Verás cómo algunos se van a casa de Severiano Rodríguez o del general Morla.
— Siempre nos tocarán los más alborotadores en el hablar y los menos moderados en el comer. Y no viene Zárate, que es, de toda esta taifa, el único que me gusta, por ser muchacho tan científico.
Con las visitas, pasaron las señoras muy entretenidas la tarde, y D. Francisco pudo hablar de negocios con Morentín, que le dio noticias de su diligente papá, ya dispuesto a salir de Londres en dirección a España. Animose Rafael con la charla de sus amigos, oyendo con especial gusto a Infante y a Villalonga, que contaban mil divertidas historias de la sociedad de Biarritz y San Sebastián.
Hablose también de política, y al anochecer se fueron con la misma algazara que habían traído para acá.
Si la tarde fue placentera para el pobre ciego, por la noche notóle su hermana muy inquieto, con cierta reversión a las antiguas manías que ya parecían olvidadas. Hablaba de carretilla, reía desaforadamente, y a cada momento nombraba a Morentín para ridiculizarle y poner en solfa sus palabras.
"¿Pero no es el amigo que más quieres?... ¿Por qué te ha entrado ahora esa absurda antipatía? — le dijo su hermana Cruz, a solas, dándole de cenar.
— Fue mi amigo. Ya no lo es, ni puede serlo. Y no creas; me temía yo que recalase por aquí. Era de absoluta lógica que viniese, traído por sus malos pensamientos.
Y en lo que siguió diciendo, demostraba, más que antipatía, un odio insano tan violento en la forma, que Cruz sintió renovados sus temores de otros días, y se dispuso a pasar una mala noche, en compañía del infeliz joven. En efecto, no bien se retiraron su hermana y D. Francisco, fuese al cuarto de Rafael, que era un gabinete bajo con ventana al jardín, rodeada de madreselvas; y hallándole muy despabilado, sin ganas de dormir, le propuso quedarse ambos de tertulia hasta que les rindiese el sueño. La noche, como de Agosto, era calurosa. Mejor que dando vueltas en la cama, la pasarían tomando el fresco, respirando el aire embalsamado del jardín, y oyendo cantar las ranas, que en una charca próxima entonaban su gárrulo himno a la tibia noche.
Aceptó gozoso Rafael lo propuesto por su hermana. Sentada esta juntó al alféizar, procediendo con rapidez y autoridad, para no darle tiempo a pensar sus respuestas, le acometió con bravura desde el primer momento: "Vamos a ver, Rafael: vas a decirme ahora mismo, clarito, pero muy clarito, y sin rodeos ni atenuaciones, por qué se ha trocado en aborrecimiento el cariño que tenías a tu amigo Morentín. ¿Qué te ha hecho? — A mí, nada.
—¿Qué te ha dicho? — Nada.
— No admito subterfugios. Has de hablarme claro y pronto. Hace tiempo, desde mucho antes de salir de Madrid, empecé a notar que te ponías muy nervioso siempre que hablabas de él... Vamos a ver; dímelo todo, Rafael. Por Dios te lo pido.
— Morentín es un egoísta.
—¿Y nada más que por eso le odias? — Y un miserable.
—¿Qué te ha dicho?... Algo habéis hablado. No me lo niegues.
— No necesito que Pepe me muestre la fealdad de su alma, porque se la veo con los ojos de la mía... y con la luz de mis pensamientos... ¡pero tan claro...! — Ea, ya empiezas a desvariar. Vamos, alguno de los amigos que te han visitado hoy, Manolito Infante, Peñita, quizá Malibrán, que es muy malo y tiene la peor lengua del mundo, te ha dicho alguna brutalidad del pobre Morentín.
— No; nadie me ha dicho nada.
Haz memoria, Rafael. Malibrán, Malibrán ha sido. Pero, hijo, ¿para qué haces caso de ese fatuo, complexión de víbora, lengua venenosa? — Te juro por la memoria de nuestra madre — dijo Rafael con solemne acento —, que Malibrán no me ha dicho absolutamente nada de... vamos, del asunto penoso que es la causa de mi aborrecimiento a Morentín... Pero ahora comprendo... Hermana querida, tú has venido a interrogarme a mí esta noche, y ahora soy yo quien interroga... Respóndeme pronto, clarito: Malibrán, en alguna parte, ¿ha dicho algo... de eso? —¿De qué? — De eso. No te hagas de nuevas. La idea que a mí me atormenta, te atormenta también a ti... Ya lo veo todo muy claro con la luz de mi razón. Lo que yo adiviné sólo con los recursos de mi lógica, el mundo lo dice ya, quizá lo pregona con escándalo, y ese escándalo ha llegado a tus oídos. Dímelo, dímelo.
Malibrán, o algún otro deslenguado, ha dicho algo en casa de los Romeros, en casa de San Salomó, de Orozco tal vez...
—¿Pero qué? — preguntó Cruz acongojada, queriendo ocultar sus ideas a la perspicacia del ciego.
Este no veía su palidez mortal; pero notaba en su voz un timbre opaco, que para él era dato tan preciso como la blancura del semblante, y la voz de Cruz delataba sobresalto, ira, vergüenza.
"Pues bien — añadió Rafael tras breve pausa —, lo diré yo sin rodeos. A tus oídos llegan voces de escándalo. Quien quiera que sea lo propala en las casas de los enemigos, también quizá en las de los amigos. Yo, sin oírlo, lo sé, como sin verlo lo he visto. ¿A qué hacer misterio de ello? Lo que dicen es que mi hermana Fidela tiene un amante, y que este es Morentín.
— Cállate — gritó Cruz con arranque de ira, poniéndole la mano en la boca con tanta fuerza, que parecía que le abofeteaba.
— Digo la verdad... El escándalo ha llegado a tus oídos. No me lo niegues.
— Pues bien, no lo niego. Malibrán es quien se ha permitido afrentarnos con esta calumnia infame. ¡Y hoy le hemos tenido aquí! Gradas que se fue a comer a casa de Cícero, que si le veo en mi mesa, no sé... creo que yo misma... En Biarritz lo dijo, y en Cambo y en Fuenterrabía. Lo sé por persona que no puede engañarme, y que me ha puesto sobre aviso. Triste cosa es la deshonra motivada; pero deshonra que surge por generación espontánea, y corre y se propaga sin que exista ni el más insignificante hecho que la justifique, es cosa que subleva.
— Es que... te lo diré si no te enfadas... yo no creo que esa deshonra sea tan inmotivada como tú la presentas...
¡Pero tú...! (Indignada.) ¡Crees... también tú! Furiosa le cogió del brazo sacudiéndole con brío, única manera de contestar a la infame reticencia.