Skip to main content

Torquemada en el Purgatorio: X

Torquemada en el Purgatorio
X
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

X

— Pues de repente se puso a decirme cosas — añadió Fidela —, con entonación trágica, frases muy parecidas a las que le decía Hamlet a su madre cuando descubre...

—¿Qué?... ¿Y quién es ese Jamle, ¡Cristo! quién es ese punto que ya me va cargando a mí también, pues Zárate me lo saca también a relucir a cada triquitraque? ¡Jamle; dale con Jamle! — Era un Príncipe de Dinamarca.

— Sí; que andaba averiguando aquello de ser o no ser. ¡Valiente bobería! Ya lo sé... ¿Y qué tiene que ver ese mequetrefe con nosotros? — Nada. Pero mi hermano no está bien de la cabeza, y me ha dicho lo que Hamlet a su madre...

— Que también debía de ser una buena ficha.

— No era de lo mejor... Verás: esto pasa en una de las más hermosas tragedias de Shakespeare.

—¿De quién?... ¡Ah! el que escribió el sí de las niñas.

— No, hombre... ¡Qué bruto eres! — Ya; el autor de... de la... En fin, sea quien fuere, poco me importa, y en sabiendo que ese Jamle es todo invención de poetas, no me interesa nada. Que lo parta un rayo. Pasemos a otra cosa, niña. No hagas caso de tu hermano, y lo que él te diga óyelo como si oyera llover... ¿Y tu hermana? — Ha ido a compras.

—¡Ay, Dios mío, qué dolor siento aquí! —¿Dónde? — En el santo bolsillo. ¡A compras! Adiós mi líquido. Tu hermana y yo vamos a acabar mal. ¿Qué proyectos abrigará; qué nuevos gravámenes me esperan?...

Estoy temblando, porque hace tiempo, desde antes del verano, me tiene anunciado el trueno gordo, y yo me devano los sesos pensando qué será, qué no será.

Fidela se sonreía picarescamente.

"Tú lo sabes, bribona, tú lo sabes y no quieres decírmelo, por miedo a tu hermana, que te tiene metida en un puño, como me tiene metido a mí, y a todo el globo terráqueo.

— Puede que lo sepa... Pero es un secreto, y no me corresponde decírtelo. Ella te lo dirá.

—¿Pero cuándo?... Esperando ese cataclismo de mis intereses, no hay para mí momento histórico que no sea de angustia. Yo no vivo, yo no respiro. ¿Pero qué? ¿Es cosa de dejarme en cueros vivos? — Hombre, no tanto.

—¿Se trata de gravamen, y de que yo no pueda economizar?... ¡Demonio, así no se puede vivir! Esta vida es un purgatorio para mí, y aquí estoy penando por todos los pecados de mi vida... que no son muchos. ¡Biblia! no son más que los pecados naturales y consanguíneos de un hombre que ha barrido para su casa todo lo que ha podido. Y ahora mi cuñadita barre para afuera.

— No exageres, Tor...

—¿Me cuentas o no me cuentas lo que es? — No puedo. Cruz se enfadaría conmigo si le quitase el gusto de la sorpresa que quiere darte.

— Déjame a mí de sorpresas... Las cosas que vengan por su paso natural.

— Además, si te lo digo, invado un terreno que no es el mío, y atribuciones que...

— Música, música... Te mando que me lo digas, o habrá un jollín en casa.

— No seas bárbaro... Ven acá; siéntate a mí lado. No manotees, ni te pongas ordinario, Tor. Mira que así no te quiero. Ven acá... dame la pata (tomándole una mano.) Aquí quietecito y hablando a lo caballero, sin decir gansadas ni porquerías. Así, así.

— Pues sácame de dudas.

—¿Me prometes guardar el secreto, y hacerte el sorprendido cuando mi hermana te...? — Prometido.

— Pues verás. Una tía nuestra, que ya murió la pobrecita...

— Dios la tenga en su santa gloria. Adelante.

— Mi tía, doña Loreto de la Torre Auñón...

— Muy señora mía.

— Marquesa de San Eloy... digo que marquesa de San Eloy.

— Ya me entero, sí.

— Falleció de repente la pobre señora, dejando escasa fortuna. A mamá le correspondía el título; pero sobrevino en aquel tiempo nuestra desgracia, y de lo menos que nos ocupamos fue del marquesado de San Eloy, pues lo primero que había que hacer era pagar los derechos que por transmisión de títulos del Reino...

— Demonio, ¡ñales! ya, ya sé... ¡Cristo! Y lo que quiere ahora tu hermana...

— Es sacar ese título, para lo cual hay que instruir un expediente, y pagar lo que se llama medias anatas...

—¡Medias verdes, y medias coloradas, y el pindongo calcetín de la Biblia en verso!... ¡Y que yo pague...! No, mil y mil veces y pico digo que no. Esta no la paso. Me rebelo, me insurrecciono.

— Calma, Tor... Pero, hijo mío, si no hay más remedio que sacar el título, antes que lo saquen los Romeros, que también lo pretenden. ¡Marqueses de San Eloy esos tunantes! Antes la muerte, Tor de mi vida. Haz de tripas corazón y, apechuga con ese gasto...

— A ver... pronto... sepamos — dijo Torquemada sin aliento, limpiándose el sudor del rostro —. ¿Cuánto puede costar eso? —¡Ah! no lo sé. Depende del tiempo transcurrido, de la importancia del título, que es antiquísimo, pues data de 1522, del reinado del emperador Carlos V.

—¡Valiente peine! Él tiene la culpa de que yo pase estos tragos... Costará...

¿quinientos reales? — Hombre, no; ¡un título de Marqués por quinientos reales! —¿Costará dos mil? — Más, muchísimo más. Al Marqués de Fonfría le cobró el Estado por su título, según nos dijo anoche Ramoncita... me parece que diez y ocho mil duros.

—¡Brrr...! — vociferó Torquemada, lanzándose a un frenético paseo de fiera por la habitación —... Pues desde ahora te digo que allá se podrá estar el título hasta las kalendas griegas por la tarde, si esperan que yo lo saque... El hígado me van a sacar ustedes a mí. ¡Diez y ocho mil duros! ¡Y por un rótulo, por una vanidad, por un engaña bobos! Mira lo que le valió a tu tía, la vieja esa doña Loreto, el ser Marquesa. Se murió sin un real... No, no, Francisco Torquemada ha llegado ya al límite, al pastelero límite de la paciencia, y de la condescendencia, y de la prudencia. No más Purgatorio, no más penar por faltas que no he cometido; no más tirar por la ventana el santísimo rendimiento de mi trabajo. Dile a tu hermana que se limpie, que si quiere ser Marquesa, que le encargue la ejecutoria a un memorialista de portal, que todo viene a ser lo mismo, ¿pues qué es el Estado más que un gran memorialista con casa abierta? — Pero si mi hermana no es la que ha de ser Marquesa. La Marquesa seré yo, y por consiguiente tú Marqués.

—¡Yo, yo Marqués! — exclamó el tacaño con explosión de risa —. ¡Mira tú que yo Marqués! —¿Y por qué no? ¿No lo son otros?...

—¿Otros? ¿Y esos otros tuvieron por abuelo a uno que vivía de la noble industria de hacer a los señores cerdos una operación que les ponía la voz atiplada? ¡Ja, ja, me muero de risa! — Eso no importa. En seguidita, cualquiera de esos que manejan el Becerro, te hace un árbol genealógico, por el cual desciendes en línea recta del rey D.

Mauregato.

— O del rey D. Maureperro. Ja, ja... Pero dime con franqueza... fuera bromas.

(Parándose ante ella, en jarras.) ¿Tienes tú el capricho de ser Marquesa? ¿Te gustaría la coronita? En una palabra: ¿es para ti cuestión de ser o no ser, como dijo el otro? — No lo creas: no tengo esa vanidad.

—¿De modo que te da lo mismo ser Marquesa o Juana Particular? — Lo mismo.

— Pues si tú no acaricias esa idea de ponerte corona, ni yo tampoco, ¿a qué ese gasto estúpido de...? ¿Cómo se llama eso? — Lanzas y medias anatas.

— Jamás oí tal terminacho.

— Y que te ha de subir un pico, porque ahora resulta, según le dijo a Cruz la persona encargada de gestionar el asunto en el Ministerio de Estado, el Marqués de Saldeoro, ¿sabes? que la tía Loreto usó el título sin pagar los derechos, y estos se hallan pendientes desde el tiempo de Carlos IV.

—¡Atiza!... Vamos, yo me vuelvo loco — exclamó D. Francisco, dándose palmetazos en el cráneo —. ¡Y quieren que yo... saque...! Como no saque yo las uñas... En una palabra, ¡no, no, y mil veces no! Me rebelo... Lanzas y medias anatas. (Con desvarío.) Digo que no... Lanzas... San Eloy... Carlos IV... No, y no... Estoy bufando, ¿no lo ves?... Medias anatas... digo que no... Medias coloradas... (Alzando la voz.) Fidela, yo no puedo vivir así. Cuando tu hermana me ataque con esta socaliña, voy y... en una palabra, me suicido.

— Tor, no lo tomes así. Si eso es para ti una bicoca.

—¡Bicoca!... ¡Oh! ¡qué mujeres estas! ¡Cómo me atormentan, cómo me fríen la sangre!... Medias anatas... lanzas... (Repitiéndolo como para fijarlo en la memoria.) San Eloy... Carlos IV... Oye, Fidela, si quieres que yo te quiera, tenemos que rebelamos contra ese basilisco de tu hermana. Si tú te pones a mi lado, me planto... pero es preciso que estés a mi lado, en mi partido. Yo solo no puedo; sé que ha de faltarme valor... Lo tengo cuando estoy solo; pero en cuanto ella se me pone delante con el labio temblón, me descompongo todo... Lanzas...

medias... Carlos IV... las anatas de la Biblia en verso... Fidela, nos rebelamos, ¿sí o no? Algo alarmada de la excitación que notaba en su esposo, Fidela acudió a él, y acariciándole le trajo al sofá.

"Pero Tor, ¿por qué te da tan fuerte? — Digo que nos rebelamos, porque ya ves, ni a ti ni a mí nos hace maldita falta el marquesado ese de las medias de San Eloy... anatas... digo que pues a nosotros nos importa un rábano todo eso, que compre ella el marquesado, y puede empingorotarse con él todo lo que quiera.

— Tontín, el marquesado es para que tú lo luzcas. Eres riquísimo; lo serás más aún. Rico, senador, persona de alto concepto en la sociedad, te vendrá el título como anillo al dedo...

— Si no costara dinero, no te digo que no.

— Hijo, las cosas cuestan según valen. Ponte en lo justo... Y hay otra razón que mi hermana ha tenido en cuenta. Si a ti no te deslumbra el brillo de una corona, ¿no te gustaría verla en la cabecita de tu hijo? De tal modo se desconcertó al oír esto el fiero prestamista, que por un buen rato estuvo sin poder articular palabra. Y viendo la esposa el buen efecto que causaba su razonamiento, lo reforzó todo lo que pudo, dentro de la escasez de sus medios retóricos.

"Bueno; concedo que no le caerá mal a mí hijo la corona de Marqués. ¡Un chico de tanto mérito! Pero la verdad, yo nunca he visto que sean marqueses los matemáticos, y si lo son, deben inventarse para ellos títulos que tengan algún punto de contacto con la ciencia, verbigracia: no estaría mal que nuestro Valentín se titulara Marqués de la cuadratura del círculo, o cosa así. Pero esto no suena, ¿verdad? Tienes razón. No te rías... Estoy como trastornado con la idea de ese gasto tan bestial que se llevará de calle los líquidos de medio año...

Anatas medias... Carlos... lanzas... lanceros... La cabeza me da vueltas... Nada; sublevación... Si no fuera por ti, me escaparía de la casa, antes que Crucita se me pusiera delante con esa matraca... Cierto que por la gloria de mi hijo, haré yo cualquier cosa... Pues oye lo que se me ocurre... Transacción. Convence a tu hermana de que aplace el asunto del marquesado hasta que el hijo nazca; no, no, hasta que le tengamos crecidito.

— No puede ser, Tor de mi vida — replicó Fidela con dulzura —, porque los Romeros gestionan también la concesión del título, y sería una vergüenza para nosotros que nos lo birlaran. Debemos anticiparnos a sus intrigas.

— Pues que me anticipen a mí la muerte, ¡Cristo! que con tanto jicarazo me parece que no está lejos. Fidela, tu hermana me abrirá la sepultura en el momento histórico menos pensado. Todo se remediaría poniéndote tú de mi parte, y ayudándome en la defensa de mi interés; porque al paso que vamos, créeme a mí, seremos muy pronto los Marqueses de la Perra Chica...

No pudo decir más porque entró su hija Rufina, y lo mismo fue verla que descargar sobre ella su cólera, reprendiéndola por su tardanza. Aquí que no peco. La pobre muchacha pagaba los vidrios rotos, y el que todo era cobardía y turbación ante la formidable autoridad de Cruz, ante un ser débil y ligado a él por ley de obediencia, se desfogaba en groseros furores. Por suerte de la señora de Quevedo, entró de la calle la tirana, y bastó el rumor de sus pasos en la antesala para que se produjese un silencio absoluto en el gabinete. Retirose al despacho alto D. Francisco, rezongando en voz muy queda, y hasta la hora de comer no cesó de barajar su cerebro las ideas que le atormentaban. Medias lanzas... anatas... San Carlos... San Eloy... Valentín... marqueses científicos...

ruina... muerte... rebelión... medias anatas.

Annotate

Next / Sigue leyendo
XI
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org