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Torquemada en el Purgatorio: III

Torquemada en el Purgatorio
III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

III

No por móviles de vanidad insubstancial apetecía Cruz del Águila las grandezas de la vida aristocrática, sino por estímulos de ambición noble, pues quería rodear de prestigio y honor al hombre obscuro que sacado había de la miseria a las ilustres damas. Para sí misma en realidad nada ambicionaba; pero la familia debía recobrar su rango, y si era posible, aspirar a posición más alta que la de otros tiempos, a fin de confundir a los envidiosos que comentaban con groseras burlas aquella resurrección social. Procedía Cruz en esto con orgullo de raza, como quien mira por la dignidad de los suyos, y también con un sentimiento de alta venganza contra parientes aborrecidos, que después de haberles negado auxilio en la época de penuria, trataban de arrojar sobre ella y su hermana todo el ridículo del mundo por la boda con el prestamista.

Enalteciendo a este, y haciéndole de hombre persona, y de persona personaje, y de personaje eminencia, iban ganando la partida, y los dardos de maledicencia se volvían contra los mismos que los lanzaban.

Cuando se hizo público el casorio, naturalmente, hubo los comentarios de rigor entre los que habían sido amigos de las Águilas y entre su parentela, residente en Madrid y provincias. No faltó quien, pasada la primera impresión, comentara el caso con benevolencia; no faltó quien lo tomara en cómico, buscándole el lado sainetesco, y los más implacables fueron la dichosa prima, Pilar de la Torre Auñón y su marido Pepe Romero, con quienes de muy antiguo venían en relaciones agrias Fidela y Cruz, por piques de familia, que tomaron carácter de odio legendario, cuando el tal Romero se encargó de la administración judicial de las dos fincas cordobesas, el Salto y la Alberquilla. Pues digo, al saber que Torquemada rescataba las fincas, poniéndolas en las condiciones más favorables para el caso probable de que el Tribunal Contencioso las devolviese a sus dueños, los Romeros cogían el cielo con las manos, y allí fue el vomitar cuchufletas de mal gusto sobre las desgraciadas señoras. Debe añadirse que el marido de Pilar de la Torre Auñón tenía dos hermanos, casado el uno con la sobrina del marqués de Cícero, y el otro con una hermana de la marquesa de San Salomó. Eran parientes, además, del conde de Monte—Cármenes, de Severiano Rodríguez y de D. Carlos de Cisneros, Pepe Romero y Pilar de la Torre vivían en Córdoba, pero pasaban en Madrid, en compañía de los otros Romeros, los meses de otoño, y a veces parte del invierno. Ya se comprende que de la casa en que toda esta casta de Romeros se juntaba, salían los dardos envenenados contra las pobres Águilas, y contra el ganso que las había librado de la miseria.

Como Madrid, aunque medianamente populoso, es pequeño para la circulación de las especies infamantes, todo se sabía, y no faltaban amigas oficiosas que le llevasen a Cruz, una por una, cuantas maledicencias se forjaban en las tertulias romeriles. Y en estas no faltó quien conociese de vista o de oídas a Torquemada el Peor, célebre en ciertas zonas malsanas y sombrías de la sociedad. Villalonga y Severiano Rodríguez, que tenían de él noticias por su desgraciado amigo Federico Viera, pintáronle como un usurero de sainete, como un ser grotesco y lúgubre, que bebía sangre y olía mal. Quién decía que la altanera y egoísta Cruz había sacrificado a su pobre hermana, vendiéndola por un plato de sopas de ajo; quién que las dos señoras, asociadas con aquel siniestro tipo, pensaban establecer una casa de préstamos en la calle de la Montera. Lo más singular fue que cuando Torquemada, ya en los meses de Febrero y Marzo, pisó las tablas del mundo grande, y le vieron y le trataron muchos que le habían despellejado de lo lindo, no le encontraban ni tan grotesco ni tan horrible como la leyenda le pintó, y esta opinión daba lugar a grandes polémicas sobre la autenticidad del tipo. "No, no puede ser aquel Torquemada de los barrios del Sur — decían algunos —. Es otro, o hay que creer en las reencarnaciones".

A medida que D. Francisco se iba haciendo hueco en la sociedad, las murmuraciones perdían su acritud o se acallaban mansamente, porque el tacaño ganaba poco a poco partidarios y aun admiradores. Pero siempre subsistía un foco de chismes de mala ley, el círculo íntimo de los Romeros, que no perdonaban, ni perdonarían jamás, toda vez que la orgullosa Cruz les tiraba a degüello siempre que los cogía en buena disposición.

Véase por qué la altiva señora trataba, por todos los medios, de ennoblecer al que era su hechura y su obra maestra, al rústico urbanizado, al salvaje convertido en persona, al vampiro de los pobres hecho financiero de tomo y lomo, tan decentón y aparatoso como otro cualquiera de los que chupan la sangre incolora del Estado y la azul de los ricos.

¡Y qué cosas decían de él y de ellas los Romeros, aun después que D. Francisco se hubo conquistado el aprecio superficial de mucha gente, que no ve más que lo externo! Que todo el dinero que tenía era producto de la rapiña más infame, y de la usura cruel... Que había llenado de suicidas los cementerios de Madrid... Que cuantos se tiraban por el Viaducto pronunciaban su execrable nombre en el momento de dar la voltereta... Que Cruz del Águila se dedicaba también al préstamo sobre ropas en buen uso, y que tenía toda la casa llena de capas... Que el hombre que no había renunciado a sus hábitos de miseria, y que a las dos pobres Águilas las mantenía con lentejas y sangre frita... Que todas las alhajas que Fidela lucía eran empeñadas... Que Cruz le hacía las levitas a D. Francisco, aprovechando ropas de muertos, que volvía del revés... Que en casi todos los puestos del Rastro tenía Cruz participación, y comerciaba en calzado viejo y muebles desvencijados... Que Fidela, cuya inocencia rayaba en la imbecilidad, desconocía los antecedentes de aquel gaznápiro que por marido le habían dado...

Que simple y todo como era, se permitía el lujo de tres o cuatro amantes, a ciencia y paciencia de su hermana, los cuales eran Morentín, Donoso (con sus sesenta años), Manolo Infante, y un tal Argüelles Mora, grotesco tipo de caballero de Felipe IV, y tenedor de libros en el escritorio de Torquemada.

Zárate y el lacayito Pinto se entendían con la hermana mayor... Que esta le cortaba las uñas a D. Francisco, le lavaba la cara, le arreglaba el cuello de la camisa antes de echarle a la calle, para que sacase un buen ver, y le enseñaba la manera de saludar, instruyéndole en todo lo que había de decir, según los casos... Que a la chita callando, entre Cruz y el usurero habían desvalijado a varias familias nobles, un poco apuradas, prestándoles dinero a doscientos cuarenta por ciento... Que Cruz recogía las colillas de los que fumaban en su casa, para mandarlas al Rastro en un costal muy grande, así como juntaba también los mendrugos de pan, para venderlos a unos que hacían chocolate de dos reales y medio... Que Fidela vestía muñecas por encargo de las tiendas de juguetes, y que al pobre Rafael no le daban de alimento más que puches, y un plato de menestra por las noches... Que el ciego había puesto debajo de la cama del matrimonio un cartucho de dinamita, o de pólvora, el cual fue descubierto con la mecha ya encendida... Que la primogénita del Águila, entre otros negocios sucios, tenía parte en un corral de basuras de Cuatro Caminos, y llevaba la mitad en los cerdos y gallinas... Que Torquemada compraba abonarés de Cuba a tres y medio por ciento de su valor, y que era el socio capitalista de una compañía de estafadores, disfrazada con la razón social de Redención de Quintos, y Sustitutos para Ultramar.

Todo esto iba llegando a los oídos de Cruz, que si se indignaba al principio, pasando malísimos ratos y derramando algunas lágrimas, por fin llegó a tomarlo con calma filosófica; y cuando D. Francisco salió a la esfera del mundo con su levita inglesa, sus modales algo sueltos, su habla corriente y su personalidad rodeada de ciertos respetos, codeándose al fin con ministros y señorones, concluyó la dama por tomar a risa los desahogos de sus parientes. Pero mientras mayor desprecio le inspiraba maldad tan estúpida, más gana sentía de hacerles polvo, y de pasearles por los hocicos la opulencia verídica de las resucitadas Águilas, y el prestigio claro del opulento capitalista; que así le nombraba ya la lisonja. Ellos a morder y ella siempre a levantarse, mejor dicho, a levantar el figurón que les daba sombra, hasta erigir con él inmensa torre, desde la cual pudieran las Águilas mirar a los Romeros como miserables gusanillos arrastrando sus babas por el suelo.

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