III
¡Qué cosas hace Dios! En todo tenía una suerte loca aquel indino de Torquemada, y no ponía mano en ningún negocio que no le saliese como una seda, con limpias y seguras ganancias, como si se hubiese pasado la vida sembrando beneficios, y quisiera la Divina Providencia recompensarle con largueza. ¿Por qué le favorecía la fortuna, habiendo sido tan viles sus medios de enriquecerse? ¿Y qué Providencia es esta, que así entiende la lógica del fenómeno, como por cosa muy distinta decía el avaro? Cualquiera desentraña la relación misteriosa de la vida moral con la financiera o de los negocios, y esto de que las corrientes vayan a fecundar los suelos áridos en que no crece ni puede crecer la flor del bien. De aquí que la muchedumbre honrada y pobre crea que el dinero es loco; de aquí que la santa religión, confundida ante la monstruosa iniquidad con que se distribuye y encasilla el metal acuñado, y no sabiendo cómo consolarnos, nos consuela con el desprecio de las riquezas, que es para muchos consuelo de tontos. En fin, sépase que la previsora amistad del buen Donoso, había rodeado a D. Francisco de personas honradísimas que le ayudaran en el aumento de sus caudales. El agente de Bolsa, de quien era comitente para la compra y venta de títulos, reunía a su pasmosa diligencia la probidad más acrisolada. Otros correveidiles que le proporcionaban descuentos de pagarés, pignoraciones de valores y negocios mil, sobre cuya limpieza nadie se habría atrevido a poner la mano en el fuego, eran de lo mejorcito de la clase.
Verdad que ellos, con su buen olfato mercantil, comprendieron desde el primer día que a Torquemada no se le engañaba fácilmente, y en esto tal vez se afirmaba el cimiento de su moralidad; al paso que D. Francisco, hombre de grandísima perspicacia para aquellos tratos, les calaba los pensamientos antes que los revelara la palabra. De este conocimiento recíproco, de esta compenetración de las voluntades, resultaba el acuerdo perfecto entre compinches, y el pingüe fruto de las operaciones. Y aquí nos encontramos con un hecho que viene a dar explicación a las monstruosas dádivas de la suerte loca, y al contrasentido de que se enriquezcan los pillos. No hay que hablar tanto de la ciega fortuna, ni creer la pamplina de que esta va y viene con los ojos vendados... ¡invención del simbolismo cursi! No es eso, no. Ni se debe admitir que la Providencia protegiera a Torquemada para hacer rabiar a tanto honrado sentimental y pobretón. Era... las cosas claras, era que D. Francisco poseía un talento de primer orden para los negocios, aptitud incubada en treinta años de aprendizaje usurario a la menuda, y desarrollada después en más amplio terreno y en esfera vastísima. La educación de aquel talento había sido dura, en medio de privaciones y luchas horrendas con la humanidad precaria, de donde sacó el conocimiento profundísimo de las personas bajo el aspecto exclusivo de tener o no tener, la paciencia, la apreciación clara del tanto por ciento, la limadura tenaz, y el cálculo exquisito de la oportunidad. Estas cualidades, aplicadas luego a operaciones de mucha cuenta, se sutilizaron y adquirieron desarrollo formidable, como observaron Donoso y los demás amigos pudientes que se fueron agregando a la tertulia.
Reconocíanle todos por un hombre sin cultura, ordinario y a veces brutalmente egoísta; pero al propio tiempo veían en él un magistral golpe de vista para los negocios, un tino segurísimo que le daba incontestable autoridad, de suerte que, teniéndose todos por gente de más valía en la vida general, en aquella rama especialísima del toma y daca bajaban la cabeza ante el bárbaro, y le oían como a un padre de la Iglesia... crematística. Ruiz Ochoa, los sobrinos de Arnaiz y otros que por Donoso se fueron introduciendo en la casa de la calle de Silva, platicaban con el prestamista aparentando superioridad, pero realmente espiaban sus pensamientos para apropiárselos. Eran ellos los pastores, y Torquemada el cerdo que olfateando la tierra descubría las escondidas trufas, y allí donde le veían hocicar, negocio seguro.
Pues, como digo, fue D. Francisco a su despacho, donde estuvo como un cuarto de hora dando instrucciones al agente de Bolsa, y volvió luego a engolfarse en los periódicos de la mañana, lectura que le interesaba en aquella época, ofreciéndole verdaderas revelaciones en el orden intelectual, y abriendo horizontes inmensos ante su vista, hasta entonces fija en objetos situados no más allá de sus narices. Leía con mediano interés todo lo de política, viendo en ella, como es común en hombres aferrados a los negocios, no más que una comedia inútil, sin más objeto que proporcionar medro y satisfacciones de vanidad a unos cuantos centenares de personas; leía con profunda atención los telegramas, porque todas aquellas cosas que en el extranjero pasaban parecíanle de más fuste que las de por acá, y porque los nombres de Gladstone, Goschen, Salisbury, Crispi, Caprivi, Bismarck, le sonaban a grande, revelando una raza de personajes de más circunstancias que los nuestros; se detenía con delectación en el relato de sucesos del día, crímenes, palos, escenas de amor y venganza, fugas de presos, escalos, entierros y funerales de personas de viso, estafas, descarrilamientos, inundaciones, etcétera. Así se enteraba de todo, y de paso aprendía cláusulas nuevas y elegantes para irlas soltando en la conversación.
Por lo que pasaba como gato sobre ascuas era por los artículos pertinentes a cosa de literatura y arte, porque allí sí que le estorbaba lo negro, es decir, que no entendía palotada, ni le entraba en la cabeza la razón de que tales monsergas se escribieran. Pero como veía que todo el mundo, en la conversación corriente, daba efectiva importancia a tales asuntos, él no decía jamás cosa alguna en descrédito de tales artes liberales. Eso sí, a discreto no le ganaba nadie, en el nuevo orden de cosas, y tenía el don inapreciable del silencio siempre que se tratara de algún asunto en que se sentía lego. Tan sólo daba su asentimiento con monosílabos, dejando adivinar una inteligencia reconcentrada, que no quiere prodigarse. Para él hasta entonces, artistas eran los barberos, albañiles, cajistas de imprenta y maestros de obra prima; y cuando vio que entre gente culta sólo eran verdaderos artistas los músicos y danzantes, y algo también los que hacen versos y pintan monigotes, hizo mental propósito de enterarse detenidamente de todo aquel fregado, para poder decir algo que le permitiera pasar por hombre de luces. Porque su amor propio se fortalecía de hora en hora, y le sublevaba la idea de que le tuvieran por un ganso; de donde resultó que últimamente dio en aplicarse a la lectura de los artículos de crítica que traían los periódicos, procurando sacar jugo de ellos, y sin duda habría pescado algo, si no tropezara a cada instante con multitud de términos cuyo sentido se le indigestaba. "¡Ñales! — decía en cierta ocasión —, ¿qué querrá decir esto de clásico? ¡Vaya unos términos que se traen estos señores! Porque yo he oído decir el clásico puchero, la clásica mantilla; pero no se me alcanza que lo clásico, hablando de versos o de comedias, tenga nada que ver con los garbanzos, ni con los encajes de Almagro.
Es que estos tíos que nos sueltan aquí tales infundios sobre el más o el menos de las cosas de literatura, hablan siempre en figurado, y el demonio que les entienda... ¿Pues y esto del romanticismo, qué será? ¿Con qué se come esto? También quisiera yo que me explicaran la emoción estética, aunque me figuro que es como darle a uno un soponcio. ¿Y qué significa realismo, que aquí no es cosa del Rey, ni Cristo que lo fundó?
Por nada de este mundo se aventuraba a exponer sus dudas ante la autoridad de su esposa o cuñada, pues temía que se le rieran en sus barbas, como una vez que le tentó el demonio, hallándose en una gran confusión, y fue y les dijo: "¿Qué significa secreciones?". ¡Dios, qué risas, qué chacota, y qué sofoco le hicieron pasar con sus ínsulas de personas ilustradas!
Interrumpió la lectura para ir al cuarto de su mujer, resuelto a ponerla en planta, pues Quevedito recomendaba que se combatiese en ella la pereza, favorecedora de su linfatismo; y cuando iba por el pasillo, oyó voces un poco alteradas que de la estancia próxima al salón venían. Era aquella la habitación que ocupaba el ciego; y como a este, comúnmente, no se le oía en la casa una palabra más alta que otra, siendo tal su laconismo que parecía haber perdido, con el de la vista, el uso de la palabra, alarmóse un tanto D. Francisco, y aplicó su oído a la puerta.
Mayor que su alarma fue su asombro al sentir al ciego riendo con gran efusión, y ello debía de ser por motivo impertinente, pues su hermana le reprendía con severidad, elevando el tono de su indignación tanto como él el de sus risotadas.
No pudo el tacaño comprender de qué demonios provenía júbilo tan estrepitoso, porque el tal Rafaelito, desde la boda, no se reía ni por muestra, y su cara era un puro responso, siempre mirando para su interior y oyéndose de orejas adentro.
Torquemada se retiró de la puerta, diciendo para sí: "Con buen humor amanece hoy el caballero de la Chancla y Gran Duque de la Birria... Más vale así.
Téngale Dios contento, y habrá paz.