I
Entró el año nuevo con buena sombra. Diríase que los Santos Reyes le habían traído al tacaño cuantos bienes del orden material puede imaginar la fantasía del más ambicioso. Llovía el dinero sobre su cabeza; apenas tenía manos para cogerlo; por añadidura, hasta se sacó, a medias con Taramundi, el premio gordo de la Lotería de fin de Diciembre, y ningún negocio de los emprendidos por él solo o en comandita dejaba de fructificar con lozanos rendimientos. Nunca fue la suerte más loca, ni reparó menos en el desorden con que reparte sus dádivas. Atribuíanlo algunos a diabólicas artes, y otros a designios de Dios, precursores de alguna catástrofe; y si eran muchos los que le envidiaban, no faltaba quien le mirase con supersticioso temor, como un ser en cuya naturaleza alentaba infernal espíritu.
Infinidad de personas quisieron confiarle sus intereses, con la esperanza de verlos aumentados en corto tiempo; pero él no consentía en manejar fondos de nadie, con excepción de tres o cuatro familias de mucha intimidad.
Pero si, en la esfera de los negocios, motivos tenía para reventar de satisfacción, en la propiamente doméstica no pasaba lo mismo, y el hombre, desde la entrada de año, se veía devorado por intensas melancolías. Los gastos de la casa eran ya como de príncipes: aumento de servidumbre de ambos sexos; libreas; otro coche, uno exclusivamente destinado a la señora y al ama con el niño; comidas de doce y catorce cubiertos; reforma de moblaje; plantas vivas de gran coste para decorado de las habitaciones; abono en la Comedia, además del Real; enormísimo lujo de trajes para el ama, que salía hecha una emperatriz a estilo pasiego, con más corales sobre su corpacho que pelos tenía en la cabeza. De Valentinico no se diga: a los pocos días de nacido, ya tenía en su Debe más gasto de ropa que su papá en los cincuenta y pico años que contaba. Encajes riquísimos, sedas, holandas y franelas de lo más fino componían su ajuar, no menos lujoso que el de un Rey. Y a estas superfluidades, el usurero no podía oponerse, porque sus últimas energías estaban agotadas, y delante de Cruz no se atrevía ni a respirar; a tal grado llegaba, en el nuevo orden de cosas, el predominio de la tirana.
El día de la Epifanía hubo gran comida, y por la noche recepción solemne, a que asistieron por centenares las personas de viso. Ya no se cabía en la casa, y fue preciso convertir el billar en salón, decorándolo con tapices, cuyo valor habría bastado para mantener a dos docenas de familias por algunos años. Verdad que tuvo D. Francisco la satisfacción de ver en su casa ministros de la Corona, senadores y diputados, mucha gente titulada, generales y hasta hombres científicos, sin que faltaran bardos, y algún chico de la prensa, por lo cual decía para su sayo el Marqués de San Eloy: "Si buena ínsula me das, buenos azotes me cuesta". El licenciado Juan de Madrid describía con pluma de ave del paraíso el espléndido sarao, concluyendo por pedir con relamidas expresiones que se repitiera. A propósito de él, hicieron los Romeros un chiste, que corrió por toda la sociedad, haciendo reír a cuantos le oían. Dijeron que el amo de la casa no pudo asistir porque... había ido a esperar los Reyes.
Transcurrieron los meses de invierno sin más novedad que algunas indisposiciones de Valentinico, propias de la edad. Verdaderamente la criaturita no parecía de cepa saludable, y algunos íntimos no ocultaban su opinión poco favorable a la robustez del heredero de la corona. Pero se guardaban muy bien de manifestarla, desde que ocurrió un desagradable incidente entre D. Francisco y su yerno Quevedito.
Hallábase este una mañana hablando con Cruz de si la leche del ama era o no superior, de la complexión raquítica del niño, y desembuchando con sinceridad médica todo lo que pensaba, se dejó decir: "El chico es un fenómeno. ¿Ha reparado usted el tamaño de la cabeza, y aquellas orejas que le cuelgan como las de una liebre? Pues no han adquirido las piernas su conformación natural, y si vive, que yo lo dudo, será patizambo. Me equivocaré mucho, si no tenemos un marquesito de San Eloy perfectamente idiota.
—¿De modo que usted cree...?
— Creo y afirmo que el fenómeno...
Don Francisco, que en aquellos tiempos había adquirido la costumbre de escuchar tras de las puertas y cortinas, espiando las ideas de su cuñada para prevenirse contra ellas, sorprendió aquel breve diálogo al amparo de un portier, y al oír repetida la palabra fenómeno, no tuvo calma para contenerse, entró, de un salto abalanzose al pescuezo del joven facultativo, y apretándoselo con la sana intención de estrangularle, gritaba: "¿Con que mi hijo es fenómeno?... ¡Ladrón, matasanos! El fenómeno eres tú, que tienes el alma patizamba, y comida de envidia... ¡Idiota mi hijo!... Te ahogo para que no vuelvas a decirlo.
Con gran trabajo pudo Cruz quitársele de entre las manos, y calmar su furia.
"No digo más que la verdad — murmuró Quevedito, rojo como un pimiento, arreglándose el cuello de la camisa, que destrozaron las uñas de su suegro —. La verdad científica por encima de todo. Por respeto a esta señora no le trato a usted como merece. Adiós.
— Vete de mi casa, y no vuelvas más a ella. ¡Decir que es fenómeno!... La cabeza grande, sí... toda llena de talento macho... El idiota y el orejudo eres tú, y tu mujer otra idiota. ¿Apostamos a que la desheredo?
— Cálmese, amigo D. Francisco — le dijo Cruz colgándose del brazo, porque quería correr tras su yerno, y echarle otra vez la zarpa.
¡Oh! sí, señora... tiene usted razón... — replicó dejándose caer sin aliento en una silla —. Le he tratado muy a lo bruto. ¡Pero mire usted que decir...!
— No decía más sino que el niño está encanijadito... Lo de fenómeno es una broma...
—¿Broma?... Pues que vuelva, y me diga que es broma, y le perdonaré.
— Ya se ha ido.
— Fíjese usted en que Rufina no ve con buenos ojos al hijo varón. Naturalmente, antes de casarme yo, pensaba la niña que todo iba a ser para ella cuando yo cerrara la pestaña, y no crea usted, se puso de uñas conmigo a raíz de mi casamiento. ¡Ah, es de lo más egoísta esa mocosa! Yo no sé a quién sale. ¿Le parece a usted que le prohiba el venir acá?
—¡Oh, no! ¡Pobrecilla!
No le costó poco trabajo a la tirana quitarle de la cabeza estas ideas. Al principio, por no contrariarle abiertamente en todas las cosas, no insistió mucho; pero pasados unos días, no dejó de la mano el asunto hasta conseguir que a los expulsados hija y yerno, se les abriesen de nuevo las puertas de la casa. Volvió, en efecto, Rufina; mas Quevedito cortó relaciones con su suegro, y por no dar su brazo a torcer en la cuestión facultativa, seguía sosteniendo que el chico era un caso teratológico.
Los negocios, que en aquellos meses consumían a Torquemada lo mejor de su tiempo, no le impidieron dedicar algunos ratos, por la noche, a la obra magna de su progresiva ilustración. En su despacho solía leer alguna obra buena, la Historia de España, por ejemplo, que a su juicio era el indispensable cimiento del saber, y consagraba algunos ratos a la compulsión de Diccionarios y Enciclopedias, en las cuales veía satisfechas sus dudas sin tener que recurrir a Zárate, que le mareaba con su vertiginosa ciencia. Con esto, y con redoblar su atención cuando oía hablar a personas eruditas, se fue afinando con estilo y lenguaje hasta el punto de que, en aquella tercera fase de su evolución social, no era fácil reconocer en él al hombre de la fase primera o embrionaria. Hablaba con mediana corrección, huyendo de los conceptos afectados o que trascendiesen a sabiduría pegadiza, y de fijo que si su enseñanza no hubiera empezado tan tarde, habría llegado a ser un rival de Donoso en la expresión fina y adecuada. ¡Lástima que la evolución no le hubiese cogido a los treinta años! Aun así, no había perdido el tiempo. Haciendo su propia crítica, y dejando a un lado la modestia, que en los monólogos no viene al caso, se decía: "Hablo muchísimo mejor que el Marqués de Taramundi, que a cada momento suelta una simpleza".
Al propio tiempo su facha parecía otra. Personas había, de las que le conocieron en la calle de San Blas y en casa de doña Lupe, que no le creían el mismo. La costumbre de la buena ropa, el trato constante con gente de buena educación, habíanle dado un barniz, con el cual las apariencias desvirtuaban la realidad. Sólo en los arrebatos de ira asomaba la oreja, y entonces, eso sí, era el tío de marras, tan villanesco en las palabras como en las acciones. Pero con exquisito esmero evitaba toda ocasión de encolerizarse, para no perder el coran—vobis ante personas a quienes, por propia conveniencia, quería considerar. Sus éxitos en el mundo eran extraordinarios, casi casi milagrosos. Muchos que en la primera fase de la evolución se burlaban de él, respetábanle ya, teniéndole por hombre de excepcional cacumen para los negocios, en lo cual no iban descaminados, y de tal modo fascinaba a ciertas personas el brillo del oro, que casi por hombre extraordinario le tenían, y conceptos que en otra boca habrían sido gansadas, en la suya eran lindezas y donaires.
El marquesado, si al principio se le despegaba un poco, como al Santo Cristo un par de pistolas, luego se le iba incrustando, por decirlo así, en la persona, en los modales, hasta en la ropa, y la costumbre hizo lo demás. Lo que aún faltaba para la completa adaptación del título a su catadura plebeya hízolo el criterio comparativo del público, pues este fácilmente se explicaba que tal cabeza ciñese corona, toda vez que otras, tan villanas por dentro y por fuera, se la encasquetaban, por herencia o real merced, no más airosamente que el antiguo prestamista.