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Torquemada en el Purgatorio: XI

Torquemada en el Purgatorio
XI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XI

Zárate... ¿Pero quién es este Zárate?

Reconozcamos que en nuestra época de uniformidades y de nivelación física y moral se han desgastado los tipos genéricos, y que van desapareciendo, en el lento ocaso del mundo antiguo, aquellos caracteres que representaban porciones grandísimas de la familia humana, clases, grupos, categorías morales. Los que han nacido antes de los últimos veinte años, recuerdan perfectamente que antes existían, por ejemplo, el genuino tipo militar, y todo campeón curtido en las guerras civiles se acusaba por su marcial facha, aunque de paisano se vistiese.

Otros muchos tipos había, clavados, como vulgarmente se dice, consagrados por especialísimas conformaciones del rostro humano, y de los modales, y del vestir. El avaro, pongo por caso, ofrecía rasgos y fisonomía como de casta, y no se le confundía con ninguna otra especie de hombres, y lo mismo puede decirse del Don Juan, ya fuese de los que pican alto, ya de los que se dedican a doncellas de servir y amas de cría. Y el beato tenía su cara y andares y ropa a las de ningún otro parecidas, y caracterización igual se observaba en los encargados de chupar sangre humana, prestamistas, vampiros, etc. Todo eso pasó, y apenas quedan ya tipos de clase, como no sean los toreros. En el escenario del mundo se va acabando el amaneramiento, lo que no deja de ser un bien para el arte, y ahora nadie sabe quien es nadie, como no lo estudie bien, familia por familia, y persona por persona.

Esta tendencia a la uniformidad, que se relaciona en cierto modo con lo mucho que la humanidad se va despabilando, con los progresos de la industria, y hasta con la baja de los aranceles, que ha generalizado y abaratado la buena ropa, nos ha traído una gran confusión en materia de tipos. Vemos diariamente personalidades que por el aire arrogantísimo y la cara bigotuda pertenecen al género militar, ¿y qué son? Pues jueces de primera instancia, o maestros de piano, u oficiales de Hacienda. Hombres hallamos bien vestidos, y hasta elegantes, de trato amenísimo y un cierto ángel, que dan un chasco al lucero del alba, porque uno los cree paseantes en corte y son usureros empedernidos. Es frecuente ver un mocetón como un castillo, con aire de domador de potros, y resulta farmacéutico, o catedrático de derecho canónico. Uno que tiene todas las trazas de andar comiéndose los santos y llevando cirios en las procesiones, es pintor de marinas, o concejal del Ayuntamiento.

Pero en nada se nota la transformación como en el tipo del pedante, antaño de los más característicos, aun después de que Moratín pintara toda la clase en su D. Hermógenes. Así como el poeta ha perdido su tradicional estampa, pues ya no hay melenas, ni pálidos rostros, ni actitudes lánguidas, y poetas se dan con todo el empaque de un apreciable almacenista al por mayor, el pedante se ha perdido en las mudanzas de trastos desde la casa vieja de las Musas a este nuevo domicilio en que estamos, y que aún no sabemos si es Olimpo o qué demonios es. ¿Dónde está, a estas fechas, el graciosísimo jorobado de la Derrota de los Pedantes? En el limbo de la historia estética. Lo que más desorienta hoy es que los pedantes de ogaño no son graciosos como aquellos, y faltando el signo de la gracia, no hay manera de conocerlos a primera vista. Ni existe ya el puro pedante literario, con su hojarasca de griego y latín, y su viciosa garrulería. El moderno pedante es seco, difuso, desabrido, tormentoso, incapaz de divertir a nadie. Suele abarcar lo literario y lo político, la fisiología y la química, lo musical y lo sociológico, por esta hermandad que ahora priva entre todas las artes y ciencias, y por la novísima compenetración y enlace de los conocimientos humanos. Dicho se está que el moderno pedante afecta en su exterioridad o catadura formas muy variadas, y los hay que parecen revendedores de billetes, o sportman, o personas graves de la clase de patronos de cofradía.

Pues bien; sépase quién es Zárate. Un hombre de la edad que suelen tener muchos, treinta y dos años, bien parecido, bien vestido, servicial como nadie, entrometido como pocos, de rostro alegre y mirada insinuante, con recursos de sigisbeo para las damas, y de consultor fácil para los caballeros de pocas luces; periodista por temporadas, opositor a diferentes cátedras, esperando pasar del cuerpo de archiveros a la facultad de Letras; con toda la facha de un hijo de familia distinguida, a quien sus padres dan veinte duros al mes para el bolsillo, pagándole la ropa; concurrente en clase de tifus a los teatros; sabedor a medias de dos o tres lenguas, fácil de palabra, flexible de pensamiento, y, en suma, el pedante más aflictivo, tarabillesco y ciclónico que Dios ha echado al mundo.

De cuantas personas iban a la casa, la más grata a D. Francisco era Zárate, porque este había sabido captarse la benevolencia del tacaño, adulándole a incensario suelto las más de las veces, oyéndole pacientemente en todo caso, y prestándose a satisfacer cuantas dudas se le ofrecían al buen señor, de cualquier orden que fuesen. Para un hombre en estado de metamorfosis, que, encontrándose a los cincuenta años largos en un mundo desconocido, se veía obligado a instruirse de prisa y corriendo, a fin de poder encajar en su nueva esfera, el tal Zárate no tenía precio, por ser una enciclopedia viva, que ilustraba con prontitud por cualquier página que se la abriese. Lo de menos era el vocabulario, que a fuerza de atención y estudio iba adquiriendo el hombre; ya poseía un capital de locuciones muy saneadito. Pero le faltaba esa multitud de conocimientos elementales que posee toda persona que anda por el mundo con levita y sombrero, algo de historia, una idea no más, para no confundir a Ataúlfo con Fernando VII, algo de física, por lo menos lo bastante para poder decir la gravedad de los cuerpos cuando se cae una silla, o la evaporación de los líquidos, cuando se seca el suelo.

Era, pues, Zárate, para el bueno de don Francisco, una mina de conocimientos fáciles, circunstanciales y baratos, porque así no tenía que comprar ni siquiera un manual de conocimientos útiles, ni tomarse el trabajo de leerlo. Pero no se entregaba fácilmente en manos del sabio, que por tal le tenía: siempre que consultaba sus dudas sobre puntos obscuros de historia o de meteorología, se guardaba muy bien de dejar en descubierto su crasa ignorancia, y ¿qué hacía el pícaro? pues pincharle discretamente para que el otro hablase, sacando de su magín enciclopédico a sus labios locuaces la miel de la ciencia, y entonces el ávido ignorante se la comía, sin dar su brazo a torcer.

Correspondiente a este juego astuto de su amigo, el pillo de Zárate, que en medio de la hojarasca de su gárrulo saber tenía algunos granos de agudeza, le trataba con extremada consideración, asintiendo a cuantas gansadas decía, afectando tenerle por un portento en el discurrir, aunque limpio de ciertas erudiciones, que adquiriría cuando se le antojase. Quedáronse aquella noche solos de sobremesa, porque Donoso se fue al gabinete de Fidela, donde ya estaban la mamá de Morentín y el marqués de Taramundi, y Zárate no tardó en echarle al bruto de Torquemada todo el humo de su adulación, con lo cual previamente le adormecía para ganarle luego la voluntad.

"Ya se habrá enterado usted de eso del home rule — le dijo. Soltó D. Francisco dos o tres gruñidos para salir del paso, pues no caía en lo que aquello era, y fue preciso que Zárate se despotricara después y nombrase a Irlanda y los irlandeses, para que el otro se encontrara en terreno firme.

—¿Cree usted — prosiguió el pedante —, que Gladstone se saldrá al fin con la suya? La cuestión es grave, gravísima, como que en aquel país la tradición tiene una fuerza increíble.

— Inmensísima.

—¿Y usted cree posible...? Usted, permítame que se lo diga... yo digo todo lo que siento... posee el juicio más claro que conozco, y un golpe de vista certero en todo asunto en que se ponen en juego grandes intereses... Ya sabe usted que Gladstone...

Teniendo aquel clavo ardiente a que agarrarse, pues por la mañana había aprendido en El Imparcial cosas muy chuscas, D. Francisco le quitó la palabra de la boca a su consultor, y relumbrando de erudición, la cabeza echada atrás, el tono enfático y presumido, se dejó decir:

"Ese Gladstone... ¡qué hombre! Todas las mañanas, después del chocolate, coge un hacha, corta un arbolito de su jardín y lo parte para leña. Verdaderamente, un hombre que hace leña es una entidad de mucho empuje.

—¿Y no cree usted que hallará grandes dificultades en la Cámara de los Lores?

—¡Oh! sí señor. ¿Qué duda tiene? Los lores, vulgo los doce pares, entiendo yo que son allá lo que aquí es el Senado, y el Senado, velis nolis, siempre tira para atrás... Y a propósito: he leído que Irlanda es país de excelentes patatas, que constituyen, por decirlo así, la principal alimentación de las clases irlandesas, vulgo populares. Y esa bebida que llaman whisky, tengo entendido que la sacan del maíz, del cual grano hacen gran consumo para la crianza de los de la vista baja, y también para la alimentación de criaturas y personas mayores.

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