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Torquemada en el Purgatorio: XIII

Torquemada en el Purgatorio
XIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XIII

La única persona que en la casa tenía noticia de lo que trataban aquellos días con gravedad y misterio los Torquemada, Serrano y Taramundi, era Cruz, porque su amigo Donoso, que con ella no tenía secretos, la puso al tanto de los planes que debían aumentar fabulosamente, en tiempo breve, los ya crecidos capitales del hombre cuyos destinos se habían enlazado con el destino de las señoras del Águila. Y estas noticias, tan oportunamente adquiridas por la dama, diéronle extraordinaria fortaleza de ánimo para seguir abriendo brecha en la tacañería de D. Francisco, y recabar de él la realización de sus proyectos de reforma, atenta siempre al engrandecimiento de toda la familia, y en particular del jefe de ella.

Robustecida su natural bravura con aquellas ideas, y con otra, no sugerida ciertamente por Donoso, embistió a Torquemada, cogiéndole una mañana en su despacho, cuando más metido estaba en el laberinto de guarismos que en diferentes papelotes ante sí tenía.

"¿Qué bueno por aquí, Crucita? — dijo el tacaño en tono de alarma.

— Pues vengo a decir a usted que ya no podemos seguir viviendo en esta estrechez — replicó ella, derecha al bulto, queriendo amedrentarle por la rapidez y energía del ataque —. Necesito esta habitación, que es una de las mejores de la casa.

—¡El despacho!... Pero señora... ¡Cristo! ¿me voy a trabajar a la cocina?

— No señor. No se irá usted a la cocina. En el segundo piso, tiene usted desalquilado el cuarto de la derecha.

— Que renta diez y seis mil reales.

— Pero en lo sucesivo no le rentará a usted nada, porque lo va usted a destinar a las oficinas...

Ante embestida tan arrogante, D. Francisco se quedó aturdido, balbuciente, como torero que sufre un revolcón, y no acierta a levantarse del suelo.

"Pero, hija mía... ¿y qué oficinas son esas?... ¿Esto es acaso el Ministerio de Estado o, como dicen en Francia, de los Negocios Extranjeros?

— Pero es el de los grandes negocios de usted, señor mío. ¡Ah! estoy bien enterada, y me alegro, me alegro mucho de verle por ese camino. Ganará usted dinerales. Yo me comprometo a empleárselos bien, y a presentarle a usted ante el mundo con la dignidad que le corresponde... No, no hay que poner esa cara de paleto candoroso, que le sirve para fingirse ignorante de lo que sabe muy bien... (Sentándose familiarmente.) Si no hay misterios conmigo. Sé que se quedan ustedes con la contrata de tabaco Virginia y Kentucky, y también con la del Boliche. Me parece muy bien... Es usted un hombre, un gran hombre, y no se lo digo por adularle, ni porque me agradezca el interés que me he tomado por usted, sacándole de la vida mezquina y cominera, para traerle a esta vida grande, apropiada a su inmenso talento mercantil. (Torquemada la oye estupefacto.) En fin, que usted necesita una oficina de mucha capacidad. Vamos a ver: ¿dónde colocará los dos escribientes y el tenedor de libros que piensa traer? ¿En mi cuarto?... ¿en el que tenemos para la ropa?

— Pero...

— No hay pero ni manzanas. Empiece por instalar en el segundo su oficina, con su despacho particular, pues no tiene gracia que reciba usted delante de los dependientes, a las personas que vienen a hablarle de algún asunto reservado. El tenedor de libros estará solo. ¿Y la caja, señor mío, la caja, no necesita otra habitación? ¿Y el teléfono, y el archivo, y los copiadores y el cuarto del ordenanza?... ¿Ve usted cómo necesita espacio? Operar en grande y vivir en chico no puede ser. ¿Es decoroso que tenga usted sus dependientes en los pasillos, muertos de frío, como ese banquero de cuyo nombre no me acuerdo ahora?... ¡Ah! si yo no existiera, a cada momento se pondría el señor de Torquemada en ridículo. Pero no lo consiento, no señor. Usted es mi hechura (con gracejo), mi obra maestra, y a veces tengo que tratarle como a un chiquillo, y darle azotes, y enseñarle los buenos modos, y no permitirle mañas...

Volado estaba D. Francisco; pero Cruz se le imponía por su arrogancia, por su brutal lógica, y el tacaño no acertaba a defenderse de su autoridad, que tantas veces había reconocido.

"Pero... admitiendo la tesis de que nos quedemos con los tabacos... No hay más si no que yo acaricio esa idea hace tiempo, y bien podría ser que cuajara.

Bueno; pues partiendo del principio de que convenga ensanchar el despacho, ¿no sería mejor agregarme la habitación próxima?

— No señor. Usted se va arriba con sus trastos de fabricar millones — dijo la dama en tono autoritario, que casi casi rayaba en insolencia —, porque esta pieza y la próxima las pienso yo unir, derribando el tabique.

—¿Para qué, re—Cristo?

— Para hacer un billar.

Tan tremenda impresión hizo en el bárbaro el osado y dispendioso proyecto de su hermana política, que en un tris estuvo que el hombre no pudiera contenerse y le diese una bofetada. Breve rato le tuvo congestionado y mudo la indignación. Buscó un término que fuese duro y al mismo tiempo cortés, y no encontrándolo, se rascaba la cabeza, y se daba palmetazos en la rodilla.

"Vamos — gruñó al fin, levantándose —, no me queda duda de que usted se ha vuelto loca... loca de remate, por decirlo así. ¡Un billar, para que cuatro zánganos me conviertan la casa en café! Bien conoce usted que no sé ningún juego... no sé meramente más que trabajar.

— Pero sus amigos de usted, que también trabajan, juegan al billar, pasatiempo grato, honestísimo, y muy higiénico.

Don Francisco, que en aquellos días, espigando en todas las esferas de ilustración, se encariñaba con la higiene, y hablaba de ella sin ton ni son, soltó la risa.

"¡Higiénico el billar! ¡vaya una tontería!... ¿Y qué tiene que ver el billar con los miasmas?

— Tenga o no que ver, el billar se pondrá; porque es indispensable en la casa de un hombre como usted, llamado a ser potencia financiera de primer orden, de un hombre que ha de ver su casa invadida por banqueros, senadores, ministros...

— Cállese usted, cállese usted... Ni qué falta me hacen a mí esas potencias... Si soy un pobre buscavidas... Ea, seamos justos, Crucita, y no perdamos de vista el verdadero objetivo. Cierto que debo ponerme en buen pie, y ya lo he hecho; pero nada de lujo, nada de ostentación, nada de bambolla. Mire usted que nos vamos a quedar por puertas. Pues digo, ¿y también quiere ensancharme la sala, y el comedor?

— También.

— Pues negado, re—Cristo, negado, y aquí termina la presente historia. No quito un ladrillo, aunque usted se me ponga en jarras. Ea, me atufé. Soy el amo de mi casa, y aquí no manda nadie más que... un servidor de usted... No hay derribo, vulgo ensanche. Recojamos velas y habrá paz. Yo reconozco en usted un talento sui generis; pero no me doy a partido... y mantengo enhiesta la bandera de la economía. Punto final.

— Si creerá que me convence con ese desplante de autoridad — dijo la dama imperturbable, envalentonándose gradualmente —. Si lo que ahora niega lo ha de conceder, es más, lo está deseando.

—¿Yo? Apañada está usted.

—¿No me ha dicho que transige según las circunstancias?

— Sí; pero no transigiré con quedarme sin camisa. Lo más, lo más... Vamos, yo digo que cuando tengamos aumento de familia, consentiré en modificar el domicilio, no al tenor que usted pide, sino a otro tenor más conforme con mis cortos posibles. Y hemos acabado.

— Si ahora empezamos, mi Sr. D. Francisco — replicó Cruz riendo —, porque si para que yo pueda coger la piqueta demoledora, es preciso que haya esperanzas de sucesión, hoy mismo mando venir los albañiles.

—¡Con que ya...! — exclamó Torquemada abriendo mucho los ojos.

— Ya.

—¿Me lo dice oficialmente?

— Oficialmente.

— Bueno. Pues la realización de ese desiderátum, que yo veía segura, porque la lógica es lógica, y un hecho trae otro hecho, no es bastante motivo para que yo autorice a nadie a coger la piqueta.

— Pero yo no olvido que tengo la responsabilidad del decoro de usted — manifestó la dama resueltamente —, y he de ser más papista que el Papa, y mirar por la dignidad de la casa, señor mío. Suceda lo que quiera, yo he de conseguir que D.

Francisco Torquemada tenga ante la sociedad la representación que le corresponde. Y para decirlo de una vez, por indicación mía le ha metido a usted Donoso en la contrata de tabacos; y por mí, sépalo, sépalo usted, exclusivamente por mí, por esta genialidad mía de estar en todo, será senador el señor de Torquemada, ¡senador! y figurará en la esfera propia de su gran talento, y de su saneado capital.

Ni aun con esta rociada se ablandó el hombre, que continuó protestando y gruñendo. Pero su hermana política tenía sobre él, sin duda por la fineza del ingenio o la costumbre del gobernar, un poder sugestivo que al bárbaro tacaño le domaba la voluntad, sin someter su inteligencia. No se daba él por vencido; pero al querer rechazar de hecho las determinaciones de su cuñada, sentíase interiormente ligado por una coacción inexplicable. Aquella mujer de mirada penetrante, labio temblón y palabra elegantísima, ante la cual no había réplica posible, se había constituido con singular audacia en dictador de toda la familia; era el genio del mando, la autoridad per se, y frente a ella sucumbía la torpe bestia, sin que nada valiera la superioridad de la fuerza bruta contra los fueros augustos del entendimiento.

Cruz mandaba, y mandaría siempre, cualquiera que fuese el rebaño que le tocase apacentar; mandaba porque desde el nacer le dio el Cielo energías poderosas, y porque luchando con el destino en largos años de miseria, aquellas energías se habían templado y vigorizado hasta ser colosales, irresistibles. Era el gobierno, la diplomacia, la administración, el dogma, la fuerza armada y la fuerza moral, y contra esta suma de autoridades o principios nada podían los infelices que caían bajo su férula.

Retirose, al cabo, la señora, del despacho de D. Francisco, con aire dictatorial, y el otro se quedó allí ejerciendo, con grave detrimento de las alfombras, el derecho del pataleo, y desahogando su coraje con erupción de terminachos.

"¡Maldita por jamás amén sea tu alma de ñales!... Re—Cristo, a este paso, pronto me dejarán en cueros vivos. ¡Biblia, para qué me habré yo dejado traer a este elemento, y por qué no rompería yo el ronzal, cuando vi que tiraban para traerme!... ¡Y no dirán ¡cuidado! que yo me porto mal, ni que las dejo pasar hambres!... Eso no, ¡cuidado!... Hambres nunca. Economías, siempre... Pero esta señora, más soberbia que Napoleón, ¿por qué no me dejará que yo gobierne mi casa como me dé la gana, y según mi lógica pastelera? ¡Maldita, y cómo impera, y cómo me mete en un puño, y me deja sin voluntad, meramente embrujado!... Yo no sé qué tiene esa figurona, que me corta el resuello; deseo respirar por la defensa de mi interés, y no puedo, y hace de mí un chiquillo... ¡Y ahora quiere engatusarme con la peripecia de que habrá sucesión! ¡Qué gracia' ¡Pues si eso lo contaba yo como seguro, con cien mil pares de ñales! ¡Si es el hijo mío que vuelve, por voluntad mía, y decreto del santo Altísimo, del Bajísimo, o de quien sea!... Despótica, mandona, gran visira y capitana genérala de toda la gobernación del mundo, el mejor día recobro yo el sentido, me desembrujo, y cojo una estaca... (Tirándose de los pelos.) ¡Pero qué estaca he de coger yo, triste de mí, si le tengo miedo, y cuando veo que le tiembla el labio, ya estoy metiéndome debajo de la mesa! La estaca que yo coja será la vara de San José, porque soy un bendito, y no sirvo más que para combinar el guarismo y sacar dinero de debajo de las piedras... Ese talento no me lo quita nadie... Pero ella me gana en el mando, y en inventar razones que le dejan a uno sin sentido...

Como despejo de hembra, yo no he visto otro caso, ni creo que lo haya bajo el sol... ¿Pero con quién me he casado yo, con Fidela o con Cruz, o con las dos a un tiempo?... porque si la una es propiamente mi mujer... con respeto... la otra es mi tirana... y de la tiranía y del mujerío, todo junto, se compone esta endiablada máquina del matrimonio... En fin, adelante con la procesión, y vivamos para ganar el santísimo ochavo, que yo lo guardaré donde no puedan olerlo mis ilustres, mis respetables, mis aristocráticas... consortes.

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