Skip to main content

Torquemada en el Purgatorio: VII

Torquemada en el Purgatorio
VII
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

VII

"Ten calma, y déjame expresar todo lo que discurro — agregó Rafael tomando resuello, pues le faltaba el aliento, tanto como a su hermana —. En conciencia te digo que el caso es perfectamente lógico. Déjame hablar. El caso es un producto de la vida social, de la corrupción de las costumbres, del trastorno de la idea moral. Cuando nuestra hermana se casó, dije yo: "Esto tiene que ser..." y ha sido tal como lo pensé. Desde este antro obscuro de mi ceguera lo veo todo, porque pensar es ver, y nada se escapa a mi segura lógica, nada, nada. Esa deshonra era un hecho forzoso. En casa teníamos todos los elementos para que surgiera. Naturalmente... ha surgido, sin que nadie pueda evitarlo... Ya, ya sé lo que vas a decirme.

— No lo sabes, no lo sabes — replicó la dama con acento firme y altanero —. Lo que tengo que decirte es que nuestra hermana es más pura que el sol. En ningún caso dudaría de su perfecta, de su absoluta honradez; menos puedo dudar de ella, viviendo, como vivo, siempre al lado suyo. Ninguno de sus actos, ni aun sus pensamientos más recónditos, me son desconocidos. Sé lo que piensa y siente, como sé lo que siento y pienso yo misma. Y nada, absolutamente nada existe que pueda servir de fundamento a tan vil especie.

— Te concedo que en el terreno de los hechos no hay motivo para...

— Ni en ningún otro terreno.

— En el de la intención, en el de la voluntad...

— Ni en ese ni en ningún otro existe la menor sombra de mancha. Fidela es la pureza misma; quiere y estima a su marido, que en su tosquedad es muy bueno para ella, y para toda la familia. Que no vuelva yo a oírte semejante disparate, Rafael, o no respondo de tratarte con la blandura que acostumbro usar contigo.

— Bueno, bueno: no te incomodes. Admito que tengas razón en lo que a mi hermana se refiere. ¿Y me respondes tú de las intenciones de Morentín? — De eso, ¿cómo he de responder yo? Siempre me ha parecido decente y delicado.

— Pues yo que le conozco, porque ambos hemos sido compañeros de aventuras, en tiempos que no han de volver, y que ahora, en el archivo de mis recuerdos, son una gran enseñanza; yo te aseguro que la corrupción mansa, la que no se siente, la que devora sin ruido y a veces sin el escándalo más ligero, anida en su alma. Sin que Morentín me haya dicho nada, sé que pretende deshonrarnos, que cree segura la victoria más temprano o más tarde. Si no se jacta de haber triunfado ya, tampoco negará honradamente, cuando le feliciten por una conquista que algunos darán por hecha, todos, todos por probable. ¡Ay! horroriza el considerar que aunque mi hermana fuese una santa, y Morentín un modelo de virtudes, el mundo, atento a la composición de este matrimonio y a la vida ostentosa que lleváis, tendrá siempre por hecho inconcuso lo que Malibrán ha dicho. Y no puedes ya evitar que corra y se propague el rumor infamante. Ni conseguirás rectificar lo que tú crees error... y lo será por el momento.

— Por el momento no, por siempre. ¡También tú...! No parece sino que tomas partido por los difamadores. Esto es intolerable, Rafael. Se trata de una calumnia, ¿sí o no? Pues si es calumnia; si la inocencia de nuestra hermana resplandece como el sol, y antes que dudar de ella dudaría yo de que existe un Dios justiciero y misericordioso; si ella es honrada, digo, y los que la calumnian dignos de las penas del Infierno, la verdad ha de brillar tarde o temprano, y el mundo ha de reconocerla y acatarla.

— No la reconocerá. El mundo procede con una lógica que él mismo se ha creado para juzgar cosas y personas. Te concedo que es una lógica construida con artificios; pero es... y quítale de la cabeza a la opinión su infame idea. No puedes, no puedes. Para evitar esto habría convenido seguir viviendo en la obscuridad modesta, después de esa malhadada boda. Pero en el torbellino de la sociedad, en medio de este boato, cultivando las relaciones antiguas y buscando otras nuevas, no hay medio de sustraerse a la atmósfera total, querida hermana.

La atmósfera total nos envuelve: en ella flotan los placeres, las satisfacciones de la vanidad; flota también el veneno, el microscópico bacillus que nos mata, en medio de tantas alegrías. Mujer joven y guapa, sensible, rodeada de lisonjas, sin ocupaciones domésticas; marido viejo y ridículo, brutalmente egoísta y en absoluto desprovisto de todo atractivo personal... ya se sabe... saca la consecuencia. Si no es, tiene que ser. El mundo lo sanciona antes que suceda, y lo autoriza, y hasta parece que lo decreta, como si hubiera, en esa constitución oculta de las conciencias del día, un artículo que expresamente lo mandara. Esto lo he visto yo hace tiempo; este fue uno de los inconvenientes más graves que vi en la boda de mi hermana. Ahora, sufrir y callar.

— No, yo no sufro ni callo — replicó Cruz sobreponiéndose a la turbación que aquel asunto le causaba —. Yo desprecio la calumnia. Dios quiera que a los oídos de Fidela no llegue jamás; pero si llegara, la despreciará como yo, y como tú...

Te prohíbo hablar de esto; es más, te prohíbo pensar...

—¡Pensar! ¡Prohibirme pensar! Eso sí que no puede ser. No pienso en otra cosa.

Es lo único en que puedo ocuparme, y si no fuera por el trabajar de la mente, ¿con qué mataría yo, pobre ciego, el fastidio de la obscuridad? Te prometo revelarte todo lo que vaya descubriendo.

— No, no descubrirás, no podrás descubrir nada — dijo la dama nerviosa y con ganas de reñir —. Y cuanto discurras será obra exclusivamente tuya, de tu pobrecita mente aburrida, holgazana, traviesa. Te lo prohíbo, Rafael; sí, te prohíbo pensar en eso.

Sonreía el ciego sin articular sílaba, y su hermana suspiraba, masticando las frases dichas anteriormente, y otras que intentó decir, quedándose con la primera palabra en la boca. Así transcurrió un mediano rato, y ya iban a romper los dos con nuevos argumentos, cuando oyeron ruido en las habitaciones altas, donde el matrimonio dormía, y a poco sintieron el paso grave de D. Francisco bajando la escalera. Salió Cruz a su encuentro, temerosa de que ocurriese alguna novedad, pero él la tranquilizó diciéndole: "No es nada. Fidela duerme como una bendita; pero yo, con la calor y un infame mosquito que pie ha estado dando murga toda la noche, no he podido pegar los ojos, hasta que al fin, cansado del ardor de las sábanas, me bajo a tomar el fresco en el jardín.

— La noche está pesada y bochornosa; cosa muy rara en este país — observó Cruz —. Mañana habrá tormenta, y refrescará el tiempo.

—¡Vaya una noche! — murmuró el tacaño —. ¡Y para esto abandona uno aquel Madrid tan cómodo...! Salió al jardín en mangas de camisa, con un chaquetón sobre los hombros, la gorra de seda en la coronilla. Desde la ventana en que los dos hermanos se hallaban silenciosos respirando el aire tibio, aromatizado por las madreselvas, veían pasar el sombrajo negro de D. Francisco que se paseaba lentamente, y oían su tosecilla, y el rechinar del menudo guijo bajo su planta procerosa.

La noche era toda calma, tibieza y solemne poesía. El aire inmóvil y como embriagado con la fragancia campesina, dormitaba entre las hojas de los árboles, moviéndolas apenas con su tenue respiración. El cielo profundo, sin luna y sin nubes, se alumbraba con el fulgor plateado de las estrellas. En la obscura frondosidad de la tierra, arboledas, prados, huertas y jardines, los grillos rasgaban el apacible silencio con el chirrido metálico de sus alas, y el sapo dejaba oír, con ritmo melancólico, el son aflautado que parece marcar la cadencia grave del péndulo de la eternidad. Ninguna otra voz, fuera de estas, sonaba en cielo y tierra.

Largo tiempo estuvieron Cruz y Rafael contemplando las sombras del jardín, y la figura de D. Francisco, que iba y venía, también con mesurado ritmo, de un extremo a otro, pasando y repasando como ánima de pecador insepulto que viene a pedir que le entierren. Movida de un estado particularísimo de su ánimo, y por efecto también quizá de la serenidad poética de la noche, Cruz sintió pena intensísima ante aquel hombre, abrumado por la nostalgia. Consideró que si por él había salido de espantosa miseria la noble familia del Águila, esta debía corresponderle dándole la felicidad que merecía. Y en vez de procurarlo así, la directora del cotarro le contrariaba llevándole a grandezas sociales que repugnaban a sus hábitos y a su carácter. ¿No era más humano y generoso dejarle cultivar su tacañería, y que en ella se gozará, como el reptil en la humedad fangosa? Por que, a mayor abundamiento, el pobre hombre, sacado de su natural esfera, sufría los mordiscos de la calumnia, y si dejaba de ser ridículo en una forma, lo era en otra. ¿No tenía ella la culpa de todo, por meterse a encumbradora de gente baja, y por querer hacer de un zafio un caballero y un prohombre? Este remusguillo de su conciencia, y la compasión vivísima que hacia su hermano político sintió en aquella hora solemne de la noche de verano, moviéronla a dirigirle palabras afectuosas. Echando su cuerpo fuera de la ventana, le dijo: "¿No teme usted, D. Francisco, que el sereno le haga daño? No hay que fiarse mucho de los calores de esta tierra.

— Estoy bien — replicó el tacaño, aproximándose a la ventana.

— Me parece que ha salido usted con poco abrigo. Por Dios, no nos coja usted un reúma, o un catarro fuerte.

— Pierda cuidado. Tendría que ver que por huir de aquel calorcito de Madrid, tan agradable, y, por más que digan, higiénico, viniese uno a enfermar en los calores húmedos de esta tierra, tan sumamente acuática.

— Vale más que entre usted aquí, y nos acompañaremos los tres hasta que tengamos sueño.

Rafael se aproximó también a la ventana. En aquel instante, como si los sentimientos de Cruz se le comunicaran por misterio magnético, sintió asimismo lástima del hombre que odiaba.

"Entre, D. Francisco — le dijo, pensando que la ilustre familia hambrienta había engañado a su favorecedor, utilizándole para redimirse, y que después de sacarle de su elemento para hacerle infeliz, le cubría de una ridiculez más grave que la que él había echado sobre ella. Entráronle deseos de reconciliarse con el bárbaro, guardando siempre la distancia, y de devolverle en forma de amistad compasiva la protección material que de él recibía.

Como ambos hermanos insistieron en llevarle a su lado, no pudo ser insensible el tacaño a estas demostraciones de afecto, y entró, echando pestes contra el clima del país vasco, contra los alimentos, y sobre todo, contra las pícaras aguas, que eran, sin género de duda, las peores del mundo.

"Está usted aquí fuera de su centro — díjole Rafael, que por primera vez en su vida le hablaba con afabilidad —. No puede usted vivir alejado de sus queridos negocios.

Oyendo esto, Cruz tuvo una inspiración, y al instante saltó de la voluntad a la palabra.

"Don Francisco, ¿quiere que nos vayamos mañana? Tanta sorpresa causó al aburrido negociante la proposición, que no creyó que su cuñada le hablaba formalmente.

"Usted me busca el genio, Crucita.

— Y la verdad — indicó Rafael —; para lo que hacemos aquí... Fresco no hay; en cambio abundan los mosquitos, y otra casta de alimañas peores, los amigos importunos y mortificantes.

— Eso es hablar como la Biblia.

— Propongo que salgamos mañana — dijo la hermana mayor con resolución —. Ea, si don Francisco quiere...

—¡Que si quiero!... Re Cristo, ¿pues acaso estoy por mi gusto en esta tierra maldecida... o por contentamiento de ustedes, y obediencia al fuero de la puerquísima moda? — Mañana, sí — repitió el ciego batiendo palmas.

—¿Pero lo dicen de verdad, o es ganas de marear más? — De verdad, de verdad.

Y convencido de que no era broma, púsose el tacaño tan gozoso, que sus ojos relumbraban como las estrellas del cielo. "¡Con que mañana! No podía usted determinar, Crucita de mi alma, cosa más de mi agrado. Ya estaba yo aquí como el alma de Garibaldi, suspenso y aburrido, mirando al cielo y a la tierra, y acordándome de mis cosas de Madrid, como se acordaría de la gloria divina, el que, después de gozarla, se ve enchiquerado en los profundos abismos del infierno... ¿Con que mañana, Rafaelito? ¡qué gusto! Dispénsenme: soy como un chiquillo a quien dan punto para las vacaciones. Mis vacaciones son el santo trabajo. No me divierte esta vida boba del campo, ni le encuentro chiste a la mar salada de San Sebastián; ni estas pamemas del baño y el paseíto se han hecho para mí. El verde para quien lo coma; y el campo natural es meramente una tontería. Yo digo que no debe haber campiñas, sino todo ciudades, todo calles y gente... El mar sea para las ballenas. ¡Mi Madrid de mi alma!... ¿Con que es de veras que mañana? Para otro año viene la familia sola, si quiere fresco caro. Yo a mi calor barato me atengo. Digan lo que quieran, pasado el 15 de Agosto se templa Madrid, maximé de noche, y da gusto salir a tomar la fresca por aquellos altos de Chamberí. Pues digo, ahora que empiezan los melones y el riquísimo albillo... ¡Cristo! por no hacer ruido y dejar a Fidela que duerma, no me pongo a hacer el equipaje ahora mismo. ¿A qué hora pasa el tren de San Sebastián? A las diez. Pues en cuanto amanezca pedimos el coche y salimos pitando... No hay que volverse atrás, Crucita. Usted es la que manda; pero no nos engañe con dedadas de miel, vulgo promesas, que bien me merezco la realidad de esta vuelta a Madrid, por la paciencia con que he venido a estas tierras chirles, sin más objetivo que zarandear a la familia, y darnos tono ¡con cien mil Biblias! tono... Siempre el dichoso buen tono, que a mí me parece un tono muy mal entonado.

Annotate

Next / Sigue leyendo
VIII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org