II
Por haberse metido en aquel amplio terreno del negocio grande, coram populo, de manos a boca con el mismísimo Estado, no abandonó D. Francisco los negocios obscuros, más bien subterráneos, que traía el hombre desde los tiempos de aprendizaje, cuando confabulado con doña Lupe se dedicaba al préstamo personal con réditos que hubieran llevado a sus gavetas todo el numerario del mundo, si alguien con estricta puntualidad se los pagara. En su nueva vida dio de mano a varios chanchullos del género sucio y chalanesco, porque no era cosa de andar en tales tratos cuando se veía caballero y persona de circunstancias; pero otros los mantuvo religiosamente, porque no había de tirar por la ventana el hermoso líquido que arrojaban. Sólo que hacía reserva de ellos, ocultándolos como se oculta un defecto vergonzoso, o una deformidad repugnante, y ni con el mismo Donoso se clareaba en este particular, seguro de que su buen amigo había de ponerle mala cara cuando supiese... lo que va a saber el lector en este momento: D. Francisco Torquemada era dueño de seis casas de préstamos, las más céntricas y acreditadas de Madrid; dícese acreditadas, porque servían con prontitud y cierta largueza, bajo el canon de real por duro mensual, o sea el sesenta por ciento al año. En cuatro de ellas era dueño absoluto, corriendo la gerencia a cargo de un dependiente con participación en las ganancias; y en dos socio capitalista, cobrando el cincuenta por ciento. Una con otra, se embolsaba el hombre, sin más trabajo que examinar un sobado y mal escrito libro de cuentas por cada casa, la bicoca de mil duros mensuales.
Para examinar estos puercos apuntes y enterarse de la marcha del empeño, encerrábase en su despacho un par de mañanas cada mes con los sujetos que regentaban los establecimientos; y para disimular el misterio inventaba mil historias, que por algún tiempo mantuvieron el engaño en todas las personas de la familia, hasta que al fin Cruz, con su agudeza y finísimo olfato, estudiando el cariz de aquellos puntos, atando cabos, sorprendiendo alguno que otro concepto, y adivinando lo demás, descubrió todo el intríngulis. El tacaño, que también era listo para ciertas cosas, y olfateaba como un sabueso, comprendió al instante que su cuñadita le había desbaratado el tapujo, y se puso en guardia muerto de miedo, esperando la embestida que había de venir, en nombre de la moral, del decoro y de otras zarandajas por el estilo.
En efecto, escogido la ocasión favorable, le acometió una mañana, en su despacho del segundo, sin testigo. Siempre que la veía entrar, D. Francisco temblaba, porque en todas sus visitas traía Cruz alguna historia para mortificarle y sacarle las entrañas. Y la pícara era como un fantasma que se le aparecía cuando más descuidado y contento estaba; surgía como por escotillón para ponérsele delante, trastornándole con su grave sonrisa, dejándole sin ideas, sin criterio, sin habla; tal era la fuerza subyugadora de su semblante y de sus ideas.
Aquella mañana entró con pie de gato; no la vio hasta que la tuvo delante de la mesa. Segura de la fascinación que ejercía, la tirana no usaba preámbulos; íbase derecha al asunto, siempre con corteses y relamidas expresiones, afectando familiaridad y cariño unas veces, otras quitándose resueltamente la máscara, y enseñando la faz despótica, cuya trágica belleza poníale a D. Francisco los pelos de punta.
"Ya sabe a qué vengo... No, no se haga el paleto... Usted es muy listo, muy perspicaz y no puede ignorar que sé... lo que sé. Si se lo conozco en la cara. La conciencia se le sale por todos los poros.
— Maldito si sé qué quiere usted decirme, Crucita.
— Sí lo sabe... ¡Bah, a mí con esas! Si conmigo no valen tapujos. No asustarse.
¿Cree que voy a reñirle? No señor; yo me hago cargo de las cosas, comprendo que no se puede romper de golpe con las rutinas, ni cambiar de hábitos en poco tiempo... En fin, hablemos claro: esa clase de negocios no corresponde a la posición que ahora ocupa usted. No discuto si en otros tiempos fueron o no de ley... Respeto la historia, señor mío, y los procederes viles para ganar dinero cuando de otra manera no era fácil ganarlo. Admito que lo que fue, debió ser como era; pero hoy, señor D. Francisco, hoy que no necesita usted descender, fíjese bien, descender a tan vil terreno, ¿por qué no traspasa esos...
establecimientos, dejándolos en las manos puercas que para andar en ellas han nacido?... Las de usted son bien limpias hoy, y usted mismo lo comprende así.
La prueba de que se cree degradado con esa industria es el tapadillo en que quiere envolverla. Desde que usted se casó, viene haciendo esta comedia para que no nos enteremos. Pues de nada le han valido sus disimulos, y aquí me tiene usted enteradita de todo, sin que nadie me haya dicho una palabra.
No se atrevió el bárbaro a defenderse con la negativa rotunda, y dando un puñetazo sobre la mesa, confesó de plano. "¿Y qué?... ¿Tiene algo de particular este arbitrio? ¿Voy a tirar mis intereses por la ventana? ¡Dice usted que traspase! ¿Pero cómo?... ¿a desprecio? Eso nunca. Cuando se ha ganado lo que se ha ganado con el sudor del rostro, no se traspasa con pérdida... Ea, señora, bastante hemos hablado.
— No se sulfure, pues no hay para qué. Esto no lo sabe nadie. Fidela no lo sospecha, y puede usted estar tranquilo, que yo no he de decírselo. Si se enterara, la pobrecita tendría un gran disgusto. Tampoco lo sabe Donoso.
— Pues que lo sepa, ¡ñales! que lo sepa.
— Puede que algún malicioso le haya llevado el cuento; pero él no lo habrá creído. Tiene de su amigo concepto tan alto, que no da oídos a ninguna especie denigrante de las que corren acerca de usted, puestas en circulación por los envidiosos de su prosperidad. Nadie más que yo tiene noticia de esas miserias de su pasado, y si usted insiste, en sostenerlas, yo le guardaré el secreto, hasta le ayudaré a guardarlo, para evitarme y evitar a la familia la vergüenza que a todos nos toca...
— Bueno, bueno — dijo Torquemada impaciente, febril, con ganas de coger el pesado tintero y estampárselo en la cabeza a su tirana —. Ya estamos enterados.
Soy dueño de mis arbitrios, y hago con ellos lo que me da la gana.
— Me parece justo, y no seré yo quien a ello se oponga. ¿Cómo he de oponerme, si yo miro por sus intereses más que usted mismo? Bueno... pues aunque no haga usted caso de mí cuando le propongo limpiarse de esa lepra del préstamo usurario y vil, continuaré proporcionándole, con ayuda del amigo Donoso, los negocios limpios como el sol, los que dan tanta honra como provecho. Yo pago mal por bien. No me importa que usted relinche cuando le quiero llevar por el camino bueno: que quieras que no, por el camino derecho ha de ir usted. ¡Si al fin ha de convencerse de que soy su oráculo! ¡Y no tendrá más remedio que seguir mis inspiraciones... y concluirá por no respirar sin permiso mío...! Dijo esto último con tan buena sombra, que el bárbaro no pudo menos de echarse a reír, aunque la ira le relampagueaba todavía en los ojos. La dama dio bruscamente otro sesgo a la conversación, saliendo por donde menos pensaba el tacaño.
"Y a propósito — le dijo —: aunque estoy muy incomodada con usted, porque estima sus antiguos manejos de prestamista en más que el decoro de su posición actual, voy a darle una buena noticia. No se la merece usted; pero yo soy tan buena, tan compasiva, que me vengaré de sus mordiscos con un abrazo, un abrazo moral, y si se quiere con un beso, un beso moral ¡cuidado! —¿A ver, a ver...? — Pues sepa el Sr. D. Francisco que he encontrado un comprador para los terrenos que posee allá por las Ventas del Espíritu Santo.
—¡Pero si ya tenía comprador, criatura! Vaya unas novedades que me trae doña Crucita.
—¡Simple, si sabré yo lo que digo! El comprador a que usted se refiere es Cristóbal Medina, que ofrece real y cuartillo por pie.
— Cierto; y yo me resisto a dárselo, reservándome hasta encontrar quien me ofrezca dos reales.
— Bonito negocio. Usted compró ese terreno, es decir, se lo adjudicó por una deuda, a razón de doscientas y tantas pesetas la fanega.
— Justo.
— Y la semana pasada, Cristóbal Medina le ofreció a real y medio el pie, y yo...
yo, en el presente momento histórico, le ofrezco a usted dos reales...
—¡Usted! — No, hombre, no sea usted materialista. ¿Yo qué he de ofrecer...? ¿Voy yo a levantar barrios? —¡Ah! ¿su amigo de usted, ese Torres...? ya, emprendedor, hormiguilla como él solo... Me gusta, me gusta ese sujeto.
— Pues anoche le vi en casa de Taramundi. Hablamos; díjome que no tiene inconveniente en tomar todo el terreno a dos reales pie, pagando ahora la tercera parte al contado, asegurando por medio de escritura el pago de los otros dos tercios en las fechas que se acuerden, a medida que edifique, y... En fin, me ha escrito esta carta en la cual consigna su proposición, y añade que si usted accede, por su parte queda cerrado el trato.
— Venga, venga la carta — dijo Torquemada inquieto y ansioso, cogiendo de manos de Cruz el papel que esta con coquetería de mujer negociante le mostraba. Y rápidamente pasó la vista por las cuatro carillas del pliego, enterándose en un breve momento histórico, de los puntos principales que contenía. "Pago al contado de la tercera parte... Construcción de un palacio entre jardines, que se llamaría Villa Torquemada, el cual, a tasación de arquitecto, se adjudicaría en pago del otro tercio... Hipoteca del mismo terreno para responder del tercer plazo, etcétera...".
—¿Y por el corretaje de ese negocio no merezco nada? — dijo Cruz con gracejo.
— El negocio, sin ser considerable, no es malo, no, en tesis general... Lo examinaré despacio, haré mis cuentas...
—¿No merezco siquiera que el nombre de Torquemada, unido hoy al nombre y casa del Águila, sea borrado del infame cartel que dice: casa de préstamos? —¿Pero qué tiene que ver...? ¡Bah! Usted ve mosquitos en el horizonte... Tan honrado es ese negocio como otro cualquiera, como el que hace el reverendísimo Banco de España. La diferencia consiste en que en los ventanales magníficos del Banco no se ven capas colgadas. ¡Vaya una importancia que da usted a las apariencias! Son su bello ideal. Yo no miro a las apariencias, sino a la substancia...
— Pues le diré a Torres que renuncie al negocio de los terrenos, porque es usted un judío, y le hará cualquier enjuague. Si yo, cuando me pongo a ser mala, lo soy de veras. Usted no sabe la que le ha caído encima conmigo. O marchamos por la senda constitucional, esto es, del decoro, o tendremos siete disgustos cada día.
—¡Crucita de todos los demonios, y de la Biblia en pasta, y de la Biblia en verso, y de los santísimos ñales del archipiélago... digo, del archipámpano de Sevilla! no le diga usted a Torres sino que se vea conmigo esta misma tarde, porque su proposición me ha entrado por el ojo derecho, y quiero que tratemos y nos entendamos...
— Bueno, señor... cálmese... siéntese. No rompa la mesa a puñetazos, que tendrá que comprar otra, y le sale peor cuenta.
— Es que usted no me deja vivir... a mi modo... Reasumiendo: a eso de las casas de préstamos, yo le echaré tierra...
— Por mucha tierra que usted le eche, siempre olerá mal el negocio. A traspasar se ha dicho.
— Calma... seamos justos. Hay que esperar una buena ocasión... Transigiremos.
Vaya; déjeme seguir algún tiempo con esa... con esa viña, y accedo a que tomen ustedes el abono que, por mor... quiero decir, por razón de su luto, dejan los Medinas en la ópera del Príncipe Alfonso.
— Pero si el abono lo hemos tomado ya.
—¿Sin mi permiso? — Sin su permiso... No se tire usted de los pelos, que se va a quedar calvo. Pues no faltaba más sino que usted negara tal cosa siendo del gusto de Fidela. La pobre necesita expansión, oír buena música, ver a sus amigas.
— Maldita sea la ópera y el perro que la inventó... Crucita, no me sofoque más...
Mire que me voy del seguro, y... Ya no puedo más... Me llevan ustedes a la bancarrota. De nada me vale trabajar como un negro, porque cuarto ganado, cuarto que ustedes me gastan en pitos y en flautas. Para meter en cintura a mis señoras del Águila, debiera yo hacerles una trastada del tenor siguiente: darles el abono, sí, pero quitándoselo del plato, y de la vestimenta.
— Eso no puede ser, pues no vamos a ir al teatro con los estómagos vacíos, ni vestidas de mamarrachos...
— Nada, nada, que me arruinan. Porque el abono a la ópera trae mil y mil goteras... vulgo arrumacos, guantes, qué sé yo. Bueno, hijas, bueno, empeñaré mi gabán el mejor día. A eso vamos.
— El día que sea preciso — dijo Cruz festivamente —, coseré para afuera.
— No, no lo diga en broma. A este paso la vida es un soplo... Y lo que es yo, no me comprometo a la manutención de la familia.
— Yo la mantendré. Sé cómo se vive sin tener de qué vivir.
— Pues podía vivir ahora como entonces.
— Las circunstancias han variado, y ahora somos ricos.
— Tenemos un mediano pasar; seamos justos; un buen pasar.
— Pues a eso me atengo, y procuro que lo pasemos bien.
— Déjeme, por Dios. Sus... manifestaciones me vuelven loco.
— Lo dicho, dicho... Prepárese para otra... — dijo la primogénita del Águila, risueña y altiva, levantándose para retirarse.
—¡Para otra!... ¡Por San Caralampio bendito, abogado contra las suegras! Porque usted es una suegra, por decirlo así, la peor y más insufrible que hay en familia humana.
— Y la que le tengo preparada es la más gorda, señor yerno.
— La Virgen Santísima me acompañe... ¿Qué es? — Todavía no es tiempo. Está la víctima muy quebrantada del arrechucho de hoy.
Y eso que le traje el magnífico negocio de los terrenos. ¡Y no me lo agradece el pícaro! — Sí lo agradezco... Pero a ver, dígame qué nueva dentellada me prepara.
— No, porque se asustará... Otro día. Hoy me doy por satisfecha con lo del abono, y con la esperanza de quitar esa ignominia de las casas de empeño. En su día continuaremos, Sr. D. Francisco Torquemada, presunto senador del Reino, y Gran Cruz de Carlos III.
Y cuando la vio salir, el tacaño la maldijo entre dientes, al propio tiempo que reconocía con brutal sinceridad su absoluto dominio.