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Torquemada en el Purgatorio: IX

Torquemada en el Purgatorio
IX
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

IX

Al anochecer, encendidas las luces, Serrano Morentín buscaba junto a Fidela, en el gabinete de esta, la compensación de la horrorosa tarde que su amigo le había dado. Bien se merecía, después de aquel martirio, el goce de un ratito de conversación con la señora de Torquemada, afable con él como con todo el mundo, mujer que poseía, entre otros encantos, el de un cierto mimo infantil o candoroso abandono de la voluntad, que armonizaba muy bien con su delicada figura, con su rostro de porcelana descolorida y transparente.

"¿Qué me ha mandado usted aquí? — dijo desenvolviendo un paquete de libros que había recibido por la mañana.

— Pues véalo usted. Es lo único que hay por ahora. Novelas francesas y españolas. Lee usted muy aprisa, y para tenerla bien surtida, será preciso triplicar la producción del género en España y en Francia.

En efecto, su ingénita afición a las golosinas tomaba en el orden espiritual la forma de gusto de las novelas. Después de casada, sin tener ninguna ocupación en el hogar doméstico, pues su hermana y esposo la querían absolutamente holgazana, se redobló su antigua querencia de la lectura narrativa. Leía todo, lo bueno y lo malo, sin hacer distinciones muy radicales, devorando lo mismo las obras de enredo que las analíticas, pasionales o de caracteres. Leía velozmente, a veces interpretando con fugaz mirada páginas y más páginas, sin que dejara de recoger toda la substancia de lo que contenían. Comúnmente se enteraba del desenlace antes de llegar al fin, y si este no le ofrecía en su tramitación alguna novedad, no terminaba el libro. Lo más extraño de su ardiente afición era que dividía en dos campos absolutamente distintos la vida real y la novela; es decir, que las novelas, aun las de estructura naturalista, constituían un mundo figurado, convencional, obra de los forjadores de cosas supuestas, mentirosas y fantásticas, sin que por eso dejaran de ser bonitas alguna vez, y de parecerse remotamente a la verdad. Entre las novelas que más tiraban a lo verdadero, y la verdad de la vida, veía siempre Fidela un abismo. Hablando de esto un día con Morentín, el cual, por su cultura en cierto modo profesional, oficiaba de oráculo allí donde no había quien le superase, sostuvo la dama una tesis que el oráculo celebró como idea crítica de primer orden. "Así como en pintura — había dicho ella —, no debe haber más que retratos, y todo lo que no sea retratos es pintura secundaria, en literatura no debe haber más que Memorias, es decir, relaciones de lo que le ha pasado al que escribe. De mí sé decir que cuando veo un buen retrato de mano de maestro, me quedo extática, y cuando leo Memorias, aunque sean tan pesadas y tan llenas de fatuidad como las de ultratumba, no sé dejar el libro de las manos.

— Muy bien. Pero dígame usted, Fidela. En música, ¿qué encuentra usted que pueda ser equivalente a los retratos y a las Memorias?

—¿En música... qué sé yo? No haga usted caso de mí, que soy una ignorante...

Pues, en música... la de los pájaros.

Aquella tarde, mejor será decir aquella noche, después que se enteró de los títulos de las novelas, y cuando Morentín le encarecía, siguiendo la moda a la sazón dominante, la obra última de un autor ruso, Fidela cortó bruscamente la perorata del joven ilustrado, interrogándole de este modo:

"Dígame, Morentín... ¿qué le parece a usted nuestro pobre Rafael?

— Pienso, amiga mía, que sus nervios no son un modelo de subordinación, que mientras viva en esta casa, viendo, digo mal, sintiendo junto a sí personas que...

— Basta... Es mucha manía la de mi hermano. Mi marido le trata con las mayores deferencias. No merece, no, esa antipatía, que ya toca en aborrecimiento.

— No toca, excede al mayor aborrecimiento: digamos las cosas claras.

— Pero usted, hombre de Dios, usted, que es su amigo, y tiene sobre él un cierto ascendiente, debe inculcarle...

— Si le inculco todo lo inculcable, y le sermoneo, y le regaño... y como si nada...

Su marido de usted es un hombre bueno... en el fondo. ¿No es eso? Pues yo se lo digo en todos los tonos. ¡Vamos, que si D. Francisco oyera los panegíricos que yo le hago, y tuviera que pagármelos en alguna forma...! No, lo que es en moneda no pretendería yo que me los pagase...

— Ni usted lo necesita. Es usted más rico que nosotros.

—¿Más rico yo?... Aunque usted me lo jure, yo no he de creerlo... Mi riqueza consiste en la conformidad con lo que tengo, en la falta de ambición, en las poquitas ideas que he podido juntar, leyendo algo y viviendo algo... en fin, que espiritualmente, mis capitales no son de despreciar, amiga mía.

—¿Acaso los he despreciado yo?

— Usted, sí. ¿No me decía el sábado que vivo apegado a las cosas materiales...?

— No dije eso. Tiene usted mala memoria.

—¿Pero lo que usted dice, aunque lo diga en broma, se puede olvidar?

— No tergiversemos las cuestiones, ¡ea! Dije que usted desconoce la escuela del sufrimiento, y que cuando no se ha seguido esa carrera, amigo mío, que es dura, penosísima, y en ella se ganan los grados con sangre y lágrimas, no se adquiere la ciencia del espíritu.

— Justo; y añadió usted que yo, mimado de la fortuna, y sin conocer el dolor más que de oídas, soy un magnífico animal...

—¡Jesús!

— No, no se vuelva usted atrás...

— Sí, dije animal; pero en el sentido de...

— No hay sentido que valga. Usted dijo que soy un animal.

— Quise decir... (Riendo.) ¡Pero qué hombre este! Animal es lo que no tiene alma.

— Precisamente es lo contrario... a... ni... mal, con ánima, con alma.

—¿Eso quiere decir? Pues ¡ay! me vuelvo atrás, me retracto, retiro la palabra.

¡Pero qué desatinos digo, Morentín! Usted no me hace caso ¿verdad?

— Si no me pico; si por el contrario, me agrada que usted me llene de injurias...

Y volviendo a la orden del día, ¿de dónde saca usted que yo no conozco el dolor?

— No me he referido al de muelas.

— El dolor moral, del alma...

—¿Usted?... ¡Infeliz, y cómo desvanece la ignorancia! ¿Qué sabe usted lo que es eso? ¿Qué calamidades ha sufrido usted, qué pérdida de seres queridos, qué humillaciones, qué vergüenzas? ¿Qué sacrificios ha hecho, ni qué cálices amargos ha tenido que echarse al coleto?

— Todo es relativo, amiga mía. Cierto que si me comparo con usted, no hay caso.

Por eso es usted una criatura excelsa, superior, y yo un triste principiante. Bien sé que todavía, por lo poquito que voy aprendiendo en esa escuela, no soy, como la persona que me escucha, digno de admiración, de veneración...

— Sí, sí, écheme usted bastante incienso, que bien me lo merezco.

— Quien ha pasado por pruebas tan horrorosas, quien ha sabido acrisolar su voluntad en el martirio primero, en el sacrificio después, bien merece reinar en el corazón de todos los que aman lo bueno.

— Más, más humo. Me gusta la lisonja, mejor dicho, el homenaje razonado y justo.

— Y tan justo como es en el caso presente.

— Y otra cosa le voy a decir a usted, porque yo soy muy clara, y digo todo lo que pienso. ¿No le parece a usted que la modestia es una grandísima tontería?

—¡La modestia!... (Desconcertado.) ¿Por qué lo dice usted?

— Porque yo arrojo esa careta estúpida de la modestia para poder decir... vamos, ¿lo digo?... para poder afirmar que soy una mujer de muchísimo mérito... ¡Ay, cómo se reirá usted de mí, Morentín!... No me haga usted caso.

—¡Reírme!... Usted, como ser superior, está, en efecto, relevada de tener modestia, esa gala de las medianías, que viene a ser como un uniforme de colegio... Sí, sea usted inmodesta, y proclame su extraordinario mérito, que aquí estamos los fieles para decir a todo amén, como lo digo yo, y para salir por esos mundos declarando a voz en grito que debemos adorarla a usted por su perfección espiritual, por su maestría en el sufrimiento, y por su belleza incomparable.

— Mire usted — dijo Fidela echándose a reír con gracejo —, no me ofendo porque me llamen hermosa. Más claro, ninguna se ofende, pero otras disimulan su gozo con dengues y monerías, que impone esa pícara modestia. Yo no: sé que soy bonita... ¡Ah! no me haga usted caso. Bien dice mi hermana que soy una chicuela... Pues sí, soy bonita, no un prodigio de hermosura, eso no...

— Eso sí. Hermosa sobre todo encarecimiento, de un tipo tan distinguido, y tan aristocrático...

—¿Verdad que sí?

— Como que no lo hay semejante ni aun parecido en Madrid.

—¿Verdad que no?... ¡Pero qué cosas digo! No me haga usted caso.

— Por todas esas prendas del alma y del cuerpo, y por otras muchas que usted no manifiesta, con exquisito pudor de la voluntad, merece usted, Fidela, ser la persona más feliz del mundo. ¿Para quién es la felicidad, si no es para usted?

—¿Y quién le dice al Sr. Morentín, que no ha de ser para mí? ¿Cree que no me la he ganado bien?

— La tiene usted merecida, y ganada... en principio; pero aún no la posee.

—¿Y quién se lo ha dicho a usted?

— Me lo digo yo, que lo sé.

— Usted no sabe nada... Bah, perdida ya la vergüenza, le voy a decir otra cosa, Morentín.

—¿Qué?

— Que yo tengo mucho talento.

— Noticia fresca.

— Más talento que usted, pero mucho más.

— Infinitamente más. ¡Vaya por Dios!... Como que es usted capaz, con tantas perfecciones, de volver loco a todo el género humano, y a mí para entrenarse.

— Pues siguiendo usted cuerdo un poco tiempo más, podrá reconocer que no sabe en qué consiste la felicidad.

— Enséñemelo usted, pues por maestra la proclamo. Bien sé yo en qué puede consistir la felicidad para mí. ¿Se lo digo?

— No, porque podría usted decir algo contrario a lo que constituye la felicidad para mí.

—¿Usted qué sabe, si no lo he dicho todavía? Y sobre todo, ¿a usted qué le importa que mis ideas sobre la felicidad sean un disparate? Figúrese usted que...

Cortó bruscamente la cláusula el ruido de un pisar lento y pesadote, de calzado chillón sobre las alfombras. Y he aquí que entra Torquemada en el gabinete, diciendo: "Hola, Morentinito... Bien ¿y en casa?... Me alegro de verle.

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