XII
Llevole Pinto pausadamente a su cuarto del segundo, y en el principal quedó el tacaño lleno de confusión por los extravagantes conceptos que a su dichoso cuñadito acababa de oír; de la confusión hubo de pasar a la inquietud, y recelando que estuviese enfermo, subió, y con discreto golpe de nudillos llamó a la cerrada puerta.
"Rafaelito — le dijo —, ¿piensas acostarte? Me inclino a creer que no estás muy en caja esta noche. ¿Quieres que avise a tus hermanas?
— No, no hay para qué. Me siento muy bien. Mil gracias por su solicitud. Pase usted. Me acostaré, sí señor; pero esta noche no me desnudo. Me da por dormir vestido.
— Hace calor.
— Frío tengo yo.
— Y Pinto, ¿dónde está?
— Le he mandado que me traiga un poco de agua con azúcar.
Hallábase ya el ciego en mangas de camisa, y se sentó cruzando una pierna sobre otra.
"¿Necesitas algo más? ¿A qué esperas para acostarte?
— A que venga Pinto a quitarme las botas.
— Te las quitaré yo si quieres.
— Nunca fuera caballero... de Reyes tan bien servido — dijo Rafael alargando un pie.
— No es así — observó D. Francisco, con alarde de erudición, sacando la primera bota —. De damas se dice, no de Reyes.
— Pero como el que ahora me sirve no es dama, sino Rey, he dicho de Reyes...
Velay, como dicen ustedes, los próceres de nuevo cuño.
—¿Rey?... ja, ja... También me da tu hermana este tratamiento tan augusto... Guasón está el tiempo.
— Y tiene razón. La Monarquía es una fórmula vana, la Aristocracia una sombra. En su lugar, reina y gobierna la dinastía de los Torquemadas, vulgo prestamistas enriquecidos. Es el imperio de los capitalistas, el patriciado de estos Médicis de papel mascado... No sé quién dijo que la nobleza esquilmada busca el estiércol plebeyo para fecundarse y poder vivir un poquito más. ¿Quién lo dijo?... A ver...
usted que es tan erudito...
— No sé... Lo que sé es que esto matará aquello.
— Como dice Séneca, ¿verdad?
— Hombre, Séneca no... No tergiverses... — observó el Marqués sacando la segunda bota.
— Pues yo añado que la ola de estiércol ha subido tanto que ya la humanidad huele mal. Sí señor, y es un gusto huir de ella... Sí señor, estos Reyes modernísimos me cargan, sí señor, sí. Cuando veo que ellos son los dueños de todo, que el Estado se arroja en sus brazos, que el Pueblo les adula, que la Aristocracia les pide dinero, y que hasta la Iglesia se postra ante su insolente barbarie, me dan ganas de echar a correr, y no parar hasta el planeta Júpiter.
— Y uno de estos Reyes de pateta soy yo... ja, ja... — dijo D. Francisco festivamente — . Pues bueno, como Soberano, aunque de sangre y cepa de plebe arrastrada, ordeno y mando que no digas más tonterías, y que te acuestes, y a dormir como un bendito.
— Obedezco — replicó Rafael echándose vestido sobre la cama —. Participo a usted, después de darle las gracias por haberse prestado ¡todo un señor Marqués! a ser esta noche mi ayuda de cámara, que de hoy en adelante seré la misma sumisión, y la obediencia personificada, y no daré el menor disgusto, ni a usted mi cuñado ilustre, ni a mis buenas hermanas.
Dijo esto sonriendo, los brazos rodeando la cabeza, en actitud semejante a la de la maja yacente de Goya.
— Me parece bien. Y ahora... a dormir.
— Sí señor; el sueño me rinde, un sueño reparador, que me parece no ha de ser corto. Crea usted, señor Marqués amigo, que mi cansancio pide un largo sueño.
— Pues te dejo. Ea, buenas noches.
— Adiós — dijo el ciego con entonación tan extraña, que D. Francisco, ya junto a la puerta, hubo de detenerse y mirar hacia la cama, en la cual el descendiente de los Águilas era, salvo la ropa, una perfecta imagen de Cristo en el Sepulcro, como lo sacan en la procesión del Viernes Santo.
—¿Se te ofrece algo, Rafaelito?
— No... digo, sí... ahora que me acuerdo... (Incorporándose.) Se me olvidó darle un besito a Valentín.
—¡Qué tontería! ¿Y por eso te levantas? Yo se lo daré por ti. Adiós. Duérmete.
Salió el tacaño, y en vez de bajar, metiose en la oficina donde trabajaba el tenedor de libros. Como sintiera al poco rato los pasos de Pinto, le llamó. Díjole el criadito que D. Rafael se hallaba aún en vela, y que después de tomar parte del agua con azúcar, le había mandado por una taza de té.
— Pues tráesela pronto — le ordenó el amo —, y no te muevas del cuarto hasta que veas que está bien dormido.
Transcurrió un lapso de tiempo que el tacaño no pudo apreciar. Hallábanse él y Argüelles Mora revisando una larga cuenta, cuando sintieron un ruido seco y grave, que lo mismo podía ser lejano que próximo. Segundos después, alaridos de la portera en el patio, gritos y carreras de los criados en toda la casa... Medio minuto más, y ven entrar a Pinto desencajado, sin aliento.
"Señor, señor...
—¿Qué, con mil Biblias?
—¡Por la ventana... patio... señorito... pum!
Bajaron todos... Estrellado, muerto.
Santander. La Magdalena.— Junio de 1894.