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Torquemada en el Purgatorio: XIII

Torquemada en el Purgatorio
XIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XIII

Al anochecer se presentó el caso como de los más apurados y difíciles.

Celebraron las tres eminencias solemne consulta, y en un tris estuvo que fuese avisada una cuarta celebridad. Por fin, se acordó esperar, y Torquemada, que no cabía ya en su pellejo de puro afanado, rindiose al temor del peligro, y se manifestó conforme con que se trajera más personal facultativo, si era menester.

Calmóse la parturienta a prima noche, sin que desapareciese la gravedad; presentáronse síntomas favorables, y aún se aventuraron los comadrones a reanimar con risueñas esperanzas a la atribulada familia. La cara de D.

Francisco era de color de cera: creeríase que el bigote no estaba en su sitio, o que se le había torcido la boca. A ratos le sudaba la frente gotas gordísimas, y a cada instante se echaba mano a la cintura para levantar el pantalón, que se le caía. Entraron algunas personas, en expectativa del suceso, y se metieron en la sala, dispuestas a dar rienda suelta a las demostraciones de júbilo o de duelo, según el giro que tomase la función. Huía de la sala el tacaño, horrorizado de tener que hacer cumplidos, y en una de las vueltas que daba por la casa, fue a parar al cuarto de Rafael, a quien halló tranquilamente sentado en su sillón, hablando con Morentín de cosas literarias.

"¡Ah, Morentín! — dijo D. Francisco saludándole fríamente —. No sabía que estaba usted aquí.

— Decíamos que no hay aún motivo de alarma. Pronto se le podrá dar a usted la enhorabuena. Y yo se la daré dos veces: primero, por lo que usted espera...

—¿Y segundo? — Por el Marquesado de San Eloy... Yo quería reservarme, para dar juntas las dos enhorabuenas.

— Ni falta que me hace — replicó D. Francisco con aspereza —... San Eloy...

medias anatas... Cosas de la hermana de este, que siempre está inventando pamplinas para sacamos del statu quo, y meterme a mí, tan humilde, en las altas esferas... ¡Mire usted que yo Marqués! ¿Y a santo de qué viene ese título? — Ninguno más ilustre que el de San Eloy — dijo Rafael algo picado —. Data del tiempo del Emperador Carlos V, y han llevado esa corona personas de gran valía, como D. Beltrán de la Torre Auñón, gran maestre de Santiago, y capitán general de las galeras de Su Majestad.

—¡Y ahora me quieren meter a mí en las galeras! San Eloy... ¡oh, qué marqueses somos!... De mucho nos valdría si no tuviéramos con qué poner un puchero, como ciertos y determinados títulos que viven de trampas... Mi bello ideal no es la nobleza: tengo yo una manera sui generis de ver las cosas. Rafael, no te enfades, si me despotrico contra la aristocracia tronada, y contra la que no tiene más desiderátum que humillar a los infelices plebeyos. Yo soy un pobre que ha logrado asegurarse la clásica rosca y nada más. Es cosa triste que lo ganado tan a pulso se emplee en marquesados. Ni qué tengo yo que ver con ese hijo de tal que mandó en las galeras del Rey... No lo tomes a mal, Rafaelito. Ya sabes que no es por ofender a tus antepasados... muy señores míos... Sin duda fueron unos puntos muy decentes. Pero es que yo doy ahora mismo el marquesado por lo que cuesta y un diez por ciento de prima, si hay quien lo quiera... Ea, Morentín, vendo la corona. ¿La quiere usted? Reíanse los dos amigos, Rafael de dientes afuera, el otro con toda su alma, porque cuantas muestras de su barbarie daba don Francisco le colmaban de júbilo.

"Pero todo ello — dijo después Torquemada —, no tiene importancia en parangón del grave conflicto en que estamos... Salga en bien Fidela, y apechugo con todo, incluso con las medias anatas.

— Yo preveo los acontecimientos — afirmó Rafael con serena convicción —, y le profetizo a usted que Fidela saldrá perfectamente de su cuidado.

— Dios te oiga... Yo creo lo mismo.

— No le vendrá a usted la desgracia por este lado, ni el día de hoy, sino por otro lado, y en días que aún están lejanos.

— Bah... Ya estás oficiando de profeta — dijo Morentín, queriendo desvirtuar con sus risas la seriedad que el ciego daba a sus palabras.

— Por de pronto — añadió Torquemada —, cúmplase la profecía de hoy; yo me congratulo de que Rafael acierte. ¡Pero cuánto tarda, Virgen de la Santísima Paloma! ¡Y para esto traiga usted tres facultativos de cartel!... ¿Qué hacen esos caballeros que no...? Porque yo soy el primero en rendir parias a la ciencia...

Pero que veamos sus resultados prácticos... ¿Pues qué, todo ha de ser teoría, Sr.

de Morentín? — Lo mismo digo yo.

— Mucha teoría, mucho término griego, y este manda una cosa, el otro lo contrario; y los tratamientos son como el tejido de Penélope, que hoy te hago y mañana te deshago. Si el enfermo se muere, no por eso se dejan de pagar las cuentas de los señores Galenos... ¡quia!... Y yo profeso la teoría de que esas cuentas debieran pagarlas los gusanos. ¿No es usted de mi opinión? Justo; los gusanos, que son los que van ganando... Aquí estamos en actitud expectante, diciendo "qué será, qué no será", y esos señores médicos tan tranquilos... Y les soy a ustedes franco: me pongo tan nervioso, que... vean... me tiemblan las manos, y hasta se me traba la lengua... Mi yerno Quevedo se bastaba y se sobraba; tal es mi humilde punto de vista.

Salió del cuarto sin oír lo que Rafael y Morentín expresaron sobre sus respectivos puntos de vista, y en el pasillo se encontró con Pinto, a quien atizó varios pescozones, sin que el agresor ni la víctima se hicieran cargo claramente del motivo de ellos. Siempre que D. Francisco se ponía muy destemplado y nervioso, desfogaba los efluvios de su insensata cólera sobre los cachetes y el cráneo inocente del lacayo, que era un bendito, y llevaba con paciencia los duelos con pan. El buen trato de las señoras, y el comer todo lo que le pedía el cuerpo, le indemnizaban de las brutalidades del amo, el cual, cuando estaba de buenas, solía entenderse con él para ciertas funciones de espionaje, verbigracia: "Pinto, ven acá. ¿Está la señorita Cruz en el gabinete? ¿Quién ha entrado, el Sr.

Donoso, o el señor Marqués de Taramundi?... Chiquillo, avísame arriba cuando salga Donoso, sin que se entere nadie, ¿sabes?... Oye, Pinto: la señorita Cruz te preguntará si estoy arriba, y tú le dices que tengo gente.

Aquel día fue tal la dureza de sus nudillos, que el muchacho se echó a llorar.

"No llores, hijo — díjole el tacaño ablandándose súbitamente —. Ha sido sin querer, por la pícara costumbre. Estoy de mal temple. ¿Qué hay? ¿Ha salido de la alcoba alguno de esos tres doctores de pateta?... No llores te digo. Si la señora sale en bien, cuenta con una muda de ropa... Vete a ver quién está en la sala.

Paréceme que ha entrado la mamá de Morentín, enteramente... ¿Y el Sr. de Zárate ha venido?... ¿No? Pues lo siento... Entérate con cuidado, con discreción, de dónde está la señorita Cruz, si en la alcoba, o en la sala, o en su cuarto, y corre a decírmelo. Te espero aquí... Entras haciéndote el tonto, creyendo que te han llamado... Esto no es vivir. Tú también deseas que salgamos bien, y que sea varón, ¿verdad?". Limpiándose las lágrimas, respondió que sí el bueno de Pinto, y se fue a desempeñar las comisiones que le encargó su amo. El cual continuó vagando por los pasillos, a ratos despacio, fija la vista en el suelo, como si buscase una moneda que se le había perdido, a ratos de prisa, vuelta la cara hacia el techo, cual si esperara ver caer de él lluvia de oro. Cuando llamaban a la puerta, se escondía en el aposento que le cogía más a mano, recatándose de las visitas, que le azoraban o le ponían furioso.

Pero una persona entró que le fue muy grata, y a ella se abalanzó con júbilo, dejándose abrazar y recibiendo varios estrujones.

"Tenía ganas de verte, amigo Zárate. Estoy, estamos angustiadísimos.

— Pero qué — dijo el sabio, fingiendo consternación —. ¿Todavía no se le puede dar a usted la enhorabuena? — Todavía no. Y he mandado venir tres facultativos de punta, eminencias los tres, y alguno de ellos lo primero del globo terráqueo en clase de comadrones.

—¡Oh! pues no habrá nada que temer. Esperemos tranquilos el resultado de la ciencia.

—¿Lo cree usted? — dijo Torquemada, ya exánime, apoyándose, como un borracho a quien falta el suelo, en las paredes del pasillo.

— Confío en la ciencia. ¿Pero acaso el lance se presenta dificultoso? Será que la familia se asusta sin motivo. ¿Está la paciente en el primer período? ¿Y el vástago se presenta por el vértice o por la pelvis? —¿Qué dice usted? —¿Y no han pensado en traer un aparato muy usado en Alemania, la sella obstetricalis? — Cállese usted, hombre... ¿A qué obedecen esos aparatos? Dios quiera que todo sea por lo natural, como en las mujeres pobres, que se despachan sin ayuda de facultativos.

— Pero rara vez, Sr. D. Francisco, se verifica una buena parturición sin auxilio de mujeres prácticas, vulgo comadronas, que en Grecia se llamaban omfalotomis, fíjese usted, y en Roma, obstetrices.

No había concluido de soltar estos terminachos, cuando sintieron tumulto en el interior de la casa, pasos precipitados, voces. Algo estupendo sucedía; mas no era fácil colegir de pronto si era bueno o malo. Don Francisco se quedó como un difunto, sin atreverse a indagar por sí mismo. Zárate dio algunos pasos hacia la sala; pero aún no había llegado a ella, cuando oyeron claramente decir: "Ya, ya...

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