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Torquemada en el Purgatorio: X

Torquemada en el Purgatorio
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  5. Tercera Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

X

Grave, gravísima la señora de Donoso. Las noticias que aquella mañana (la del tantos de Abril, que había de ser día memorable) llegaron a la casa de los Marqueses de San Eloy, daban por perdida toda esperanza. Por la tarde se le llevó el Viático, y los médicos aseguraban que no pasaría la noche sin que tuvieran término los inveterados martirios de la buena señora. La ciencia perdía en ella un documento clínico de indudable importancia, por cuya razón, habría deseado la Facultad que no se extinguiera su vida, tan dolorosa para ella, para la ciencia tan fecunda en experimentales enseñanzas.

De prisa y sin gana comieron Fidela y Cruz para ir a casa de Donoso. Se convino en que D. Francisco se quedaría custodiando al pequeñuelo. La madre no iba tranquila si el papá no le prometía montar la guardia con exquisita vigilancia.

También le encargó Cruz que cuidase de Rafael, que aquellos días parecía indispuesto, si bien sus desórdenes mentales ofrecían más bien franca sedación, y mejoría efectiva. Mucho agradeció el tacaño que se le ordenara quedarse, porque se hallaba muy abatido y melancólico, sin ganas de salir, y menos de ver morir a nadie. Anhelaba estar solo, meditar en su desgraciada suerte, y revolver bien su propio espíritu en busca de algún consuelo para la tribulación amarguísima de la compra del palacio, y de tanto lienzo viejo y armadura roñosa.

Fuéronse las dos damas, después de recomendarle que avisara al momento, si alguna novedad ocurría, y haciendo bajar algunos papelotes, se puso a trabajar en el gabinete. El chiquitín dormía, custodiado de cerca por el ama. Todo era silencio y dulce quietud en la casa. En la cocina charlaban los criados. En el segundo, Argüelles Mora, el tenedor de libros, a quien Torquemada había encargado un trabajo urgente, escribía solo. El ordenanza dormitaba en el banco del recibimiento, y de vez en vez oíase el traqueteo de los pasos de Pinto que bajaba o subía por la escalera de servicio.

Al cuarto de hora de estar D. Francisco haciendo garrapatos en la mesilla del gabinete, vio entrar a Rafael, conducido por Pinto.

"Pues usted no sube a verme — díjole el ciego —, bajo yo.

— No subí, porque tu hermana me indicó que estabas malito, y no querías ver a nadie. Por lo demás, yo tenía ganas de verte, y de echar un párrafo contigo.

— Yo también. Ya sé que tuvo usted anteanoche el gran éxito. Me lo han contado muy detalladamente.

— Bien estuvo. Como todos eran amigos, me aplaudieron a rabiar. Pero no me atontece el zahumerio, y sé que soy un pobre artista de la cuenta y razón, que no ha tenido tiempo de ilustrarse. ¡Quién me había de decir a mí, dos años ha, que yo iba a largar discursos delante de tanta gente culta y facultativa! Créelo; mientras hablaba, para entre mí me reía del atrevimiento mío, y de la tontería de ellos.

— Estará usted satisfecho — dijo Rafael serenamente, acariciándose la barba —. Ha llegado usted en poco tiempo a la cumbre. No hay muchos que puedan decir otro tanto.

— Es verdad. ¡Dichosa cumbre! — murmuró D. Francisco en un suspiro, rumiando los sufrimientos que acompañaban a su ascensión a las alturas.

— Es usted el hombre feliz.

— Eso no. Di que soy el más desgraciado de los individuos, y acertarás. No es feliz quien está privado de hacer su gusto, y de vivir conforme a su natural. La opinión pública me cree dichoso, me envidia, y no sabe que soy un mártir, sí, Rafaelito, un verdadero mártir del Gólgota, quiero decir, de la cruz de mi casa, o en otros términos, un atormentado, como los que pintan en las láminas de la Inquisición o del Infierno. Heme aquí atado de pies y manos, obligado a dar cumplimiento a cuantas ideas acaricia tu hermana, que se ha propuesto hacer de mí un duque de Osuna, un Salamanca, o el Emperador de la China. Yo rabio, pataleo, y no sé resistirme, porque o tu hermana sabe más que todos los Padres y que todos los Abuelos de la Iglesia, o es la Papisa Juana en figura de señora.

— Mi hermana ha sacado de usted un partido inmenso — replicó el ciego —. Es artista de veras, maestro incomparable, y aún ha de hacer con usted maravillas. Alfarero como ella no hay en el mundo: coge un pedazo de barro, lo amasa...

— Y saca... Vamos, que aunque ella quiera sacarme jarrón de la China, siempre saldré puchero de Alcorcón.

—¡Oh, no... ya no es usted puchero, señor mío!

— Se me figura que sí. Porque verás...

Estimulado por la paz silenciosa de su albergue, y más aún por algo que bullía en su alma, sintió el tacaño, en aquel momento histórico, un grande anhelo de espontanearse, de revelar todo su interior. Lo raro del caso fue que Rafael sentía lo mismo, y bajó decidido a desembuchar ante el que fue enemigo irreconciliable los secretos más íntimos de su conciencia. De suerte que la implacable rivalidad había venido a parar a un ardiente prurito de confesión, y a comunicarse el uno al otro sus respectivos agravios. Contole, pues, Torquemada, el conflicto en que se veía de tener que hacerse con un palacio y la mar de pinturas antiguas, diseminando el dinero, y privándose del gusto inefable de amontonar sus ganancias para poder reunir un capital fabuloso, que era su desiderátum, su bello ideal y su dogma, etc.

Se condolió de su situación, pintó sus martirios, y el desconsuelo que se le ponía en la caja del pecho cada vez que aprobaba un gasto considerable, y el otro trató de consolarle con la idea de que el tal gasto sería fabulosamente reproductivo. Pero Torquemada no se convenció, y seguía echando suspiros tempestuosos.

"Pues yo — dijo Rafael, muellemente reclinado en el sillón, la cara vuelta hacia el techo, y los brazos extendidos —, yo le aseguro a usted que soy más desgraciado, mucho más, sin otro consuelo que ver muy próxima la terminación de mis martirios.

Observábale D. Francisco atentamente, maravillándose de su perfecta semejanza con un Santo Cristo, y aguardó tranquilo la explicación de aquellos sufrimientos, que superaban a los suyos.

"Usted padece, señor mío — prosiguió el ciego —, porque no puede hacer lo que le gusta, lo que le inspira su natural, reunir y guardar dinero; como que es usted avaro...

— Sí lo soy... — afirmó Torquemada con verdadero delirio de sinceridad —. Ea, lo soy, ¿y qué? Me da la gana de serlo.

— Muy bien. Es un gusto como otro cualquiera, y que debe ser respetado.

—¿Y usted, por qué padece; vamos a ver? Como no sea por la imposibilidad de recobrar la vista, no entiendo...

— Ya estoy hecho a la obscuridad... No va por ahí. Mi padecer es puramente moral, como el de usted, pero mucho más intenso y grave. Padezco porque me siento de más en el mundo y en mi familia, porque me he equivocado en todo...

— Pues si el equivocarse es motivo de padecer — replicó vivamente el tacaño —, nadie más infeliz que un servidor, porque este cura, cuando se casó, creía que tus hermanas eran unas hormiguitas capaces de guardar la Biblia, y ahora resulta...

— Mis equivocaciones, señor Marqués de San Eloy — afirmó el ciego sin abandonar su actitud, emitiendo las palabras con tétrica solemnidad —, son mucho más graves, porque afectan a lo más delicado de la conciencia. Fíjese bien en lo que voy a decirle, y comprenderá la magnitud de mis errores. Me opuse al matrimonio de mi hermana con usted, por razones diversas...

— Sí, porque ella es de sangre azul, y yo de sangre... verde cardenillo.

— Por razones diversas, digo. Llevé muy a mal la boda; creí a mi familia deshonrada, a mis hermanas envilecidas.

— Sí, porque yo daba un poquito de cara con el olor de cebolla, y porque prestaba dinero a interés.

— Y creí firmemente que mis hermanas rodaban hacia un abismo donde hallarían la vergüenza, el fastidio, la desesperación.

— Pues no parece que les ha pintado mal... el abismo de ñales.

— Creí que mi hermana Fidela, casándose por sugestiones de mi hermana Cruz, renegaría de usted desde la primera semana de matrimonio, que usted le inspiraría asco, aversión...

— Pues me parece que... ¡digo!

— Creí que una y otra serían desdichadas, y que abominarían del monstruo que intentaban amansar.

—¡Hombre, tanto como monstruo...!

— Creí que usted, a pesar de los talentos educativos de la papisa Juana, no encajaría nunca en la sociedad a que ella quería llevarle, y que cada paso que el advenedizo diera en dicha sociedad, sería para ponerle más en ridículo, y avergonzar a mis hermanas.

— Me parece que no desafino...

— Creí que mi hermana Fidela no podría sustraerse a ciertos estímulos de su imaginación, ni condenarse a la insensibilidad en los mejores años de la vida, y aplicándole yo la lógica vigente en el mundo para los casos de matrimonio entre mujer joven y bonita, y viejo antipático, creí, como se cree en Dios, que mi hermana incurriría en un delito muy común en nuestra sociedad.

— Hombre, hombre...

— Lo creí, sí señor; me confieso de mi ruin pensamiento, que no era más que la proyección en mi espíritu del pensamiento social.

— Ya, se le metió a usted en la cabeza que mi mujer me la pegaría... Pues mire usted, jamás pensé yo tal cosa, porque mi mujer me dijo una noche... en confianza de ella para mí: "Tor, el día que te aborrezca, me tiraré del balcón a la calle; pero faltarte, nunca. En mi familia es desconocido el adulterio, y lo será siempre.

— Cierto que ella pensaría eso; mas no se debe a tal idea su salvación. Sigo: yo creí que usted no tendría hijos, porque me pareció que la Naturaleza no querría sancionar una unión absurda, ni dar vida a un ser híbrido...

— Eh, hazme el favor de no poner motes a Valentín.

— Pues bien, señor mío, ninguna de estas creencias ha dejado de ser en mí un tremendo error. Empiezo por usted, que me ha dado el gran petardo, porque no sólo le admite la sociedad, sino que se adapta usted admirablemente a ella. Crecen como la espuma sus riquezas, y la sociedad que nada agradece tanto como el que le lleven dinero, no ve en usted el hombre ordinario que asalta las alturas, sino un ser superior, dotado de gran inteligencia. Y le hacen senador, y le admiten en todas partes, y se disputan su amistad, y le aplauden y glorifican, sin distinguir si lo que dice es tonto o discreto, y le mima la Aristocracia, y le aclama la Clase Media, y le sostiene el Estado, y le bendice la Iglesia, y cada paso que usted da en el mundo es un éxito, y usted mismo llega a creer que es finura su rudeza, y su ignorancia ilustración...

— Eso no, no, Rafaelito.

— Pues si usted no lo cree, lo creen los demás, y váyase lo uno por lo otro. Se le tiene a usted por un hombre extraordinario... Déjeme seguir; yo bien sé que...

— No, Rafaelito: ténganme por lo que me tuvieren, yo digo y declaro que soy un bruto... claro un bruto sui generis. A ganar dinero, eso sí, ¡cuidado! nadie me echa el pie adelante.

— Pues ya tiene usted una gran cualidad, si es cualidad el ganar dinero a montones.

— Seamos justos: en negocios... no es por alabarme... doy yo quince y raya a todos los que andan por ahí. Son unos papanatas, y yo me los paso por... Pero fuera de negocios, Rafaelito, convengamos en que soy un animal.

¡Oh! no tanto: usted sabe asimilarse las formas sociales; se va identificando con la nueva posición. Sea como quiera, a usted le tienen por un prodigio, y le adulan desatinadamente. Lo prueba su discurso de la otra noche, y el exitazo... Hábleme usted con entera ingenuidad, con la mano en el corazón, como se hablaría con un confesor literario: ¿qué opinión tiene usted de su discurso y de todas aquellas ovaciones del banquete?

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