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Torquemada y San Pedro: IV

Torquemada y San Pedro
IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

IV

"Eso quiere decir — balbució a los diez minutos de oír a su médico —, que... vamos, ya me lo barruntaba yo al verle a usted aquí tan tarde. ¿Qué hora es? No, no quiero saberlo. El quedarse aquí el médico toda la noche, señal es de que esto va medianillo. ¿No es eso? ¡Y ahora, con lo que me ha dicho...!".

Donoso intervino con toda su diplomacia, corroborando las aseveraciones del doctor. "Si se le propone a usted, mi querido amigo, que no retrase lo que hace días pensó... un acto de piedad tan hermoso, tan dulce, tan consolador; si se le propone anticiparlo, digo, es porque en la conciencia de todos está que tantas ventajas proporciona al espíritu como a la materia. Los enfermos, después de cumplir con esos deberes elementales, se animan, se alegran, se entonan y cobran grandes ánimos, con lo cual, la dolencia, en la casi totalidad de los casos, se calma, cede, y en más de una ocasión desaparece por completo. Yo profeso la teoría de que debemos cumplir, cuando estamos bien, o siquiera regular, para no tener que hacerlo atropelladamente, y de mala manera".

— Corriente — dijo D. Francisco suspirando fuerte —, y yo también he oído que muchos enfermos graves hallaron mejoría sólo con cumplir el mandamiento, y hasta hubo alguno, desahuciado... ahora lo recuerdo..., el tahonero de la Cava Baja, que ya estaba medio muerto, y el santo Viático fue para él la resurrección. Por ahí anda tan campante.

— Hay miles de casos, miles.

— Pues será casualidad — indicó el enfermo, sonriendo melancólico —; pero ello es que sólo de hablar de eso parece que estoy un poquitín mejor. Si tuviera sueño, dormiría un rato antes de... Pero no es fácil que yo pueda dormir. Quiero hablar con Cruz. Avisarle.

— Si estoy aquí — dijo la dama, adelantándose desde la penumbra en que se escondía —. Hablemos todo lo que usted quiera.

Retirándose los demás, y Cruz, sentada junto al lecho, se dispuso a oír lo que su ilustre cuñado tenía que decirle. Mas como pasase un rato y otro sin formular concepto alguno, ni dar más señal de conocimiento que algún suspiro que a duras penas echaba de su angustiado pecho, levantose la dama para mirarle de cerca el rostro, y poniendo su mano sobre la de él, le dijo cariñosamente:

"Ánimo, D. Francisco. No pensar más que en Dios, créame a mí. Cualquiera que sea el resultado de esta crisis, dé usted por concluido todo lo que pertenece a este mundo miserable. ¿Que mejora usted? Sea para bien de Dios, y para rendirle homenaje en los últimos días".

— Ya pienso, ya pienso en Él — replicó don Francisco, articulando las palabras con dificultad —. Y usted, Crucita, que tiene tanto talento, ¿cree que el Señor hará caso de mí?

—¡Dudar de la Misericordia Divina! ¡Qué aberración! Un arrepentimiento sincero borra todas las culpas. La humillación es el antídoto de la soberbia; la abnegación, la generosidad lo son del egoísmo. Pensar en Dios, pedirle la gracia... y la gracia vendrá. La conciencia se ilumina, el alma se transforma, se abrasa en un amor ardiente, y con el deseo ardiente de ser perdonado basta...

— Ha dicho usted abnegación, generosidad — murmuró Torquemada, con voz que apenas se oía —. Sepa que el padre Gamborena me pedía la capa... ¿Sabe usted lo que es la capa? Pues se la he dado... Estoy aquí esperando a que formule las bases... Luego hablaré con Donoso sobre las disposiciones testamentarias, y dejaré... ¿Usted qué opina? ¿Debo dejar mucho para los pobres? ¿En qué forma, en qué condiciones? No olvide usted, que a veces, todo lo que se les da va a parar a las tabernas, y si se les da ropa, va a parar a las casas de empeño.

— No empequeñezca usted la cuestión. ¿Quiere saber lo que pienso?

— Sí, lo quiero, y pronto.

— Ya sabe usted que yo todo lo pienso en grande, muy en grande.

— En grande, sí.

— Ha reunido usted un capital enorme; con su ingenio, ha sabido traer a su casa dinerales cuantiosos... que en su mayoría debieron quedarse en otras partes; pero los ha traído no sé cómo, forzando un poco la máquina sin duda. Caudal tan inmenso no debe ser de una sola persona: así lo pienso, así lo creo, y así lo digo.

Desde la muerte de mi hermana, han variado mis ideas sobre este particular; he meditado mucho en las cosas de este mundo, en los caminos para encontrar la salud eterna en el otro, y he visto claro lo que antes no veía...

—¿Qué...?, ya.

— Que la posesión de riquezas exorbitantes es contra la ley divina, y contra la equidad humana, malísima carga para nuestro espíritu; pésima levadura para nuestro cuerpo.

—¿Entonces, usted...?

—¿Yo? Hoy consagro a socorrer miserias todo lo que me sobra después de atendidas mis necesidades. Pienso reducirlas a los límites de la mayor modestia, en lo que me quede de vida, y cuando esto haga, destinaré mayor cantidad a fines piadosos. En mi testamento dejo todo a los pobres.

—¡Todo!

La estupefacción de D. Francisco se manifestaba repitiendo la palabra todo con intervalos de una precisión lúgubre, como los que median entre los dobles de campanas tocando a funeral.

"¡Todo!".

— Sí señor. Ya sabe usted que en mis ideas, en mi manera personal de ver las cosas, no caben partijas, ni mezquindades, ni términos medios. He dado todo a la sociedad, cuando no tenía yo más mira que el decoro de la familia, de su nombre de usted y del mío. Ahora, que las grandezas adquiridas se vuelven humo, lo doy todo a Dios.

—¡Todo!

— Lo devuelvo a su legítimo dueño.

—¡Todo!

— Ya hemos hablado de mí más de lo que yo merezco. Hablemos ahora de usted, que es lo más importante por ahora. Me pide mi opinión, y yo se la doy como se la he dado siempre, con absoluta franqueza, si me lo permite, con la autoridad un tanto arrogante, que usted llamaba despotismo, y que era tan sólo el convencimiento de poseer la verdad en todo lo concerniente a los intereses de la familia. Antes miré por su dignidad, por su elevación, por ponerle en condiciones de acrecentar su fortuna. Ahora, en estos días de desengaño y tristeza, miro por la salvación de su alma. Antes, me empeñé en guiarle a las alturas sociales, sirviéndole de lazarillo; ahora, todo mi afán es conducirle a la mansión de los justos...

— Diga pronto... ¿Qué debo yo hacer?... ¡Todo!

— Creo en conciencia — dijo Cruz con ceremoniosa voz, acercándose más, y recibiendo de lleno en sus ojos la mirada mortecina de los ojos del tacaño —, creo en conciencia que, después de reservar a sus hijos los dos tercios que marca el código, dando partes iguales a cada uno, debe usted entregar el resto, o sea el tercio disponible..., íntegramente... a la Iglesia.

— A la Iglesia — repitió D. Francisco, sin hacer el menor movimiento —. Para que cuide de repartirlo... ¡Todo!... ¡a la Iglesia...!

Alzando los dos brazos con cierta solemnidad sacerdotal, los dejó caer pesadamente sobre las sábanas.

"¡Todo!... a la Iglesia... el tercio disponible... ¿Y de este modo, me aseguran que...?".

Sin parar mientes en lo que expresaba el último concepto, Cruz siguió desarrollando su idea en esta forma:

"Píenselo bien, y verá que en cierto modo es una restitución. Esos cuantiosísimos bienes, de la Iglesia han sido, y usted no hace más que devolverlos a su dueño. ¿No entiende? Oiga una palabrita. La llamada desamortización, que debiera llamarse despojo, arrancó su propiedad a la Iglesia, para entregarla a los particulares, a la burguesía, por medio de ventas que no eran sino verdaderos regalos. De esa riqueza distribuida en el estado llano, ha nacido todo este mundo de los negocios, de las contratas, de las obras públicas, mundo en el cual ha traficado usted, absorbiendo dinerales, que unas veces estaban en estas manos, otras en aquellas, y que al fin han venido a parar, en gran parte, a las de usted. La corriente varía muy a menudo de dirección; pero la riqueza que lleva y trae siempre es la misma, la que se quitó a la Iglesia. ¡Feliz aquel que, poseyéndola temporalmente por los caprichos de la fortuna, tiene virtud para devolverla a su legítimo dueño!... Con que ya sabe lo que opino. Sobre la forma de hacer la devolución, Donoso le informará mejor que yo. Hay mil maneras de ordenarlo y distribuirlo entre los distintos institutos religiosos... ¿Qué contesta?".

Hizo Cruz esta pregunta, porque D. Francisco había enmudecido. Pero el temor de que hubiera perdido el conocimiento era infundado; que bien claras oyó el enfermo las opiniones de su hermana política. Sólo que su espíritu se recogió de tal modo en sí, que no tenía fuerza para echar al exterior ninguna manifestación. Había cerrado los ojos; su semblante imitaba la muerte. Mirando para su interior, se decía: "Ya no hay duda; me muero. Cuando esta sale por ese registro, no hay esperanza. ¡Todo a la Iglesia!... Bueno, Señor, me conformo, con tal que me salve.

Lo que es ahora, o me salvo, o no hay justicia en el cielo, como no la hay en la tierra".

"¿Qué contesta? — repitió Cruz —. ¿Se ha dormido?".

— No, hija, no duermo — dijo el pobre señor con voz tan desmayada que parecía salir de lo profundo, y sin abrir los ojos —. Es que medito, es que pido a Dios que me lleve a su seno, y me perdone mis pecados. El Señor es muy bueno, ¿verdad?

—¡Tan bueno, que...!

La emoción que la noble dama sentía ahogó su voz. Abrió al fin Torquemada sus ojuelos, y ella y él se contemplaron mudos un instante, confirmando en aquel cambio de miradas su respectivo convencimiento acerca de la bondad infinita.

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