VI
Obra de romanos era, en verdad, la tal reconciliación, y para poder llevarla a cabo, como decía D. Francisco, hubo de intervenir nuevamente, con más diplomacia que religión, el buen Gamborena, asistido del excelente Donoso y de Rufinita. Por fin, Cruz y Torquemada se juntaron a comer un día, y las paces quedaron hechas, mostrándose ambos dispuestos a la concordia, aunque siempre reservados sobre los puntos graves del cisma que los separó. Por dicha de todos, aquel día tuvo el señor Marqués buen apetito, y comió de cuanto llevaron a la mesa, sin que nada le hiciera daño, cosa rara, pues sus digestiones habían llegado a ser harto difíciles.
No las tenía todas consigo el misionero, y tanto él como Donoso sospechaban que la aproximación no era sustancial, sino más bien aparente, y que los corazones de ambos permanecían distantes uno de otro, lo que se confirmó en la práctica, a los pocos días de establecido el modus vivendi, pues tales cosas pidió y quiso ejecutar D. Francisco, que los mismos negociadores se asustaron.
Quería nada menos que licenciar los dos tercios de la servidumbre, dejando tan sólo lo indispensable para la asistencia de las dos personas mayores y del niño, y metiendo sin piedad la hoz de las economías en el personal necesario para la limpieza y custodia de las riquezas artísticas. Desmayada ya en sus ambiciones de autócrata, Cruz a todo se avenía. La soledad en que la dejó la muerte de sus queridos hermanos, habíale aplacado el orgullo, inspirándole la indiferencia y aun el desprecio de las vanidades suntuarias. Le dolía, sí, que a las obras de arte no se rindiera el debido culto; llevaba muy a mal la sordidez de su ilustre cuñado, quien, con un pie en el sepulcro, desdoraba su nombre y casa, por economizar sumas insignificantes en su colosal riqueza. En otras circunstancias, Cruz había tratado la cuestión con brío, segura de salir victoriosa; en aquellas no quiso dar batalla alguna, y con la gravedad melancólica de un Emperador que se mete en Yuste, dijo a sus buenos amigos Gamborena y Donoso: "Que campe ahora por sus respetos. Justo es que ese bruto recobre, en sus últimos años, la posesión de su voluntad cicatera. ¿Qué se adelanta con mortificarle? Amargar sus últimos días, y predisponerle mal para la muerte. No. Después de mí, él, y después de él, el diluvio. ¡Pobre casa de Gravelinas! Por mi gusto, me metería en un convento, pues de nada sirvo ya, ni quiero intervenir en cosa alguna".
Realmente, Cruz, como heroína que en lucha formidable agotó sus energías poderosas, hallábase a la sazón extenuada de voluntad, enferma de desaliento.
Había hecho tanto, había creado tantas maravillas, que justo era permitirle descansar al séptimo día. La ingratitud de aquel hombre, su discípulo, su hechura, no le amargaba la vida tanto como debiera, sin duda porque con ella contaba, y porque su grande espíritu se sentía más alto, viendo la distancia que aquella ingratitud ponía entre el artista y su obra. Llegó, además, para la egregia dama, el tiempo de mirar más a las cosas divinas que a las terrenas, evolución natural de la vida en las circunstancias en que ella se encontraba, sola, sin más afecto que el de su sobrinito (a quien amaba con inefable lástima), con todas sus ambiciones cumplidas, la casa del Águila restaurada, las venganzas de familia, que en su conciencia tomaban carácter de inflexible justicia, satisfechas. Todo lo temporal estaba, pues, realizado con creces: ocasión era de mirar a la otra parte de los linderos obscuros de nuestra vida. La soledad, la tristeza, la edad misma que ya rebasaba de los ocho lustros, la incitaban a ello; y si algo faltara para acelerar la evolución, diéraselo la compañía constante del gran misionero, el ejemplo de su virtud, y el oírle preconizar la purificación del alma y los goces de la inmortalidad.
A poco de morir Fidela, diose Cruz a la lectura de escritores místicos, y tal afición tomó a este regalo, que ya no podía pasarse sin él, durante largas horas del día y de la noche. Le encantaban los místicos españoles del siglo de oro, no sólo por la senda luminosa que ante sus ojos abrían, sino porque en el estilo encontraba un cierto empaque aristocrático, embeleso de su espíritu, siempre tirando a lo noble. Aquella literatura, además de santa por las ideas, era, por la forma, digna, selecta, majestuosa.
No tardó en pasar de los pensamientos a los actos, dedicando las horas de la mañana y las primeras de la noche a prácticas religiosas en su capilla, engolfándose en meditaciones y ejercicios. De los actos de pura devoción pasó fácilmente a las obras evangélicas, y como el modus vivendi había separado su peculio del de Torquemada, pudo consagrar libremente sus rentas a la caridad.
Y por cierto que la practicaba con una discreción y un tino que pudieran servir de modelo a toda la cristiandad aristocrática. Verdaderamente, ¿en qué cosa había de poner la mano aquella mujer tan intelectual y tan conocedora del mundo, que no resultara la misma perfección? Aunque las colectividades benéficas no eran muy de su gusto, no eludía los frecuentes compromisos de pertenecer a ellas; pero reservaba sus energías y lo mejor de sus recursos para campañas que emprendía sola, sin aparato ni publicidad de ninguna clase.
Vestía con sencillez, hacía pocas visitas de etiqueta, y su coche era muy conocido en los barrios pobres. No hay para qué decir que Gamborena, encantado de la aplicación de su discípula, traíale notas y noticias de miserias vergonzantes o de males desgarradores, para que la dama se encontrase con la mitad del trabajo hecho, y no tuviese que afanarse tanto.
Bien quisiera ella mostrar su espíritu evangélico en las proporciones de sublime virtud que las vidas de santos nos ofrecen. Mas no era culpa suya que la regularidad de la existencia, en nuestro perfilado siglo, imposibilite ciertos extremos. Con fuerzas se sentía la noble dama para imitar a la santa Isabel de Murillo, lavando a los tiñosos, y tan cristiana y tan señora como ella se creía.
Pero tales ambiciones no era fácil que se viesen satisfechas; el mismo Gamborena no se lo habría permitido, por temor a que padeciera su salud. Ello es que su imaginación se exaltaba más de día en día, y que su voluntad potente, no teniendo ya otras cosas en qué emplearse, se manifestaba en aquella, para gloria suya y de la idea cristiana.
No descuidaba por esto Cruz ciertas obligaciones de la casa que, según el modus vivendi, corrían a su cargo. La limpieza del heredero, sus comidas, sus ropas, sus juegos, todo era vigilado y dispuesto por la señora con maternal solicitud, y lo mismo habría hecho con su educación, si educación fuera posible con aquel desdichado engendro, que cada día era más indócil, más bruto, y más desposeído de todo gracejo infantil. Pero si su tía Cruz le cuidaba con esmero en el orden material, sin que en ello se conociera la falta de la madre, no pasaba lo mismo en otros órdenes, porque Valentinico no tenía ya quien le comprendiese, ni quien tradujera su bárbaro lenguaje, ni quien creyera en su porvenir de persona humana. Privado de inteligencia y de sensibilidad, el pobre salvaje no apreciaba el vacío que en torno suyo dejó su buena mamá, que le hacía caricias con toda el alma, buscando siempre el ángel en los ojos del animalito. De don Francisco no hablemos. Aunque le amaba también, como sangre de su sangre y hueso de sus huesos, veía en él una esperanza absolutamente fallida, y su cariño era como cosa oficial y de obligación.
En tanto, iba creciendo el heredero, y su cabeza parecía cada vez más grande, sus patas más torcidas, sus dientes más afilados, sus hábitos más groseros, y su genio más áspero, avieso y cruel. Daba mucha guerra en la casa: su tía le consagraba tanta paciencia, que no quedaba en su alma sitio para el cariño. Si enfermaba, le asistía con afán, deseando salvarle, y el monstruoso niño sanaba rápidamente en todos sus arrechuchos, y de cada una de aquellas crisis salía más apegado a la tierra y a la animalidad. En lo único que adelantó algo fue en el lenguaje, pues al fin la niñera le enseñó a articular muchas sílabas, y a pronunciar toscamente las palabras más fáciles del idioma.
Al mes escaso de hallarse en vigor el modus vivendi, ya D. Francisco, agriado por sus dolencias, que se le exacerbaron a la entrada de la primavera, empezó a barrenarlo, alterando alguna de las principales bases. Muy conforme, al principio, con que Cruz no se metiera en sus cosas, dio él en meterse en las que eran de absoluta incumbencia de la dama. En las economías de personal creyó ver intenciones de fastidiarle a él, quitándole servicio, mientras la otra lo aumentaba para sí. Además, le cargaba ver a todas horas la caterva de clérigos y beatas, que tomaba por asalto el palacio y la capilla. Porque la capilla era suya, y francamente, debían tenerle la consideración de no hacer uso de ella sino en los domingos y fiestas de guardar. Le molestaba el ruido de tantas devociones, y el organito, y los cánticos de las niñas que iban allí cada lunes y cada martes, con pretexto de religión, y en realidad para verse y codearse con sus novios.
Vamos, no quería que su capilla sirviese para escandalizar.
Estas y otras barbaridades, que soltó el Marqués de San Eloy una mañana, con boca grosera y modales descompuestos, fueron reprendidas por el padre Gamborena, que al fin tuvo que incomodarse. Amoscose el otro, que padecía horrorosamente del estómago; subieron ambos de tono; salió el misionero por la tremenda; replicó el tacaño con palabras amarguísimas mezcladas con las quejas de su arraigada dolencia, y por fin el padrito le dijo:
"Está usted hoy imposible, señor Marqués. Pero discúlpese con su malestar, y quizás no tenga yo nada que contestarle. Sí; le contestaré que urge llamar al médico, a los mejores, y ponerse en consulta. Su enfermedad le enturbia el ánimo, y le obscurece la razón. Perdónanse al enfermo los disparates que le hace decir su mal. No es él quien habla, sino el hígado alterado, la bilis revuelta".
— Eso digo yo, Sr. Gamborena, la bilis; y siendo tan sencillo llevarla en su sitio, ¿por qué estoy malo? ¡Ah!, porque con esta vida, no es posible la salud. No tengo nadie que me cuide, nadie que se interese por mí. Si viviera mi Fidela, o mi Silvia, si me vivieran las dos, otro gallo me cantara. Pero aquí me tienen abandonado, en mi propia casa, en medio de este palaciote que se me cae encima y me agobia el alma. Porque ya ve usted, me he sacrificado en aras de la paz doméstica, y nadie se sacrifica en aras de mi bienestar. ¿Cómo he de tener salud, con los condumios de esta casa, que harían perder el apetito a una pareja de Heliogábalos? Me están matando, me están asesinando poquito a poco, y cuando uno sufre y revienta de dolor, venga de organillo, y de canticios de monjas, que me encienden la sangre y me rallan las tripas.