XIII
"¿Y qué? — preguntaba Augusta al sacerdote en el gabinete de Cruz, mientras esta pasaba un rato junto a su hermana —, después de la confesión ¿tendremos también Viático?".
—¡Tendremos! Habla usted de ello, amiga mía, como si se tratase de una garden party, o de un cotillón.
— No es eso... Quiero decir...
Torquemada entró súbitamente, haciendo la misma pregunta: "¿Y qué? ¿Viático tenemos?".
— Esperaremos a que ella lo pida — indicó Augusta —, o a que los facultativos indiquen su oportunidad... Yo la encuentro bien, y no veo motivo de alarma.
¡Pobre ángel!
— Es una santa — dijo el tacaño con cierta solemnidad —, y no será justo ni equitativo que se nos muera tan pronto, habiendo por el mundo tantos y tantas que maldita la falta que hacen.
— Sólo Dios sabe quién debe morir — agregó el sacerdote —, y cuanto Él dispone, bien dispuesto está.
— Sí; pero no es cosa de conformarse así, a la bóbilis bóbilis — replicó Torquemada amoscándose —. ¡Pues no faltaba más! Admito que todos somos mortales; pero yo le pediría al señor de Altísimo un poco más de lógica y de consecuencia política... quiero decir, de consecuencia mortífera... Esto es claro.
No se mueren los que deben morirse, y tienen siete vidas, como los gatos, los que harían un señalado servicio a toda la humanidad tomando soleta para el otro mundo.
Gamborena no contestó nada, y se fue a rezar a la capilla.
Poco después de esto, Fidela, que por consejo de toda la familia y disposición de Quevedito, se había quedado en el lecho, mandó que le llevaran al chiquillo, el cual, si al pronto se enfurruñó, porque le privaban de hacer el burro en los pasillos bajos, no tardó en avenirse con la compañía de su madre, única persona a quien solía mostrar cariño. Cansado de dar vueltas por la alcoba pegando latigazos, se hizo subir a la cama, y por ella se paseó a cuatro patas, imitando el perro y el cochino; y ya se corría hacia la cabecera para dejarse besar de su mamá, ya bajaba hasta los pies, mordisqueando la colcha, y haciendo gru, gru, para hacer creer a Augusta que era un terrible animalejo, que le iba a comer una mano.
"Está monísimo — decía Fidela, encantada de aquel juego —. No me digan que este chico va a ser tonto. Lo que tiene es muchísima picardía, y en él, la travesura del animalillo anuncia la inteligencia del hombre".
Agitaba ella los pies dentro de las sábanas, para que él hociqueara en el bulto con saltos y acometidas de bestia cazadora, y ya se esparranclaba, ya husmeaba el aire descansando sobre los cuartos traseros y erguido sobre los delanteros, ya, en fin, sentábase para frotarse el hocico con movimientos de oso cansado de divertir a la gente. Pero su principal diversión era asustar a las personas que rodeaban el lecho, y a su mamá misma, ladrándoles, embistiéndoles de mentirijillas, con la boca abierta en todo su pavorosa longitud. Verdad que nunca se las comía; pero les hacía creer que sí, a juzgar por las voces de espanto con que acogían sus furores. Por fin, tendiose a lo largo junto a su madre, y apoyando su rostro en el de ella, largo rato estuvo mirándola de hito en hito, sin articular gruñido ni voz alguna. Maravillábase Augusta de que la mirada de Valentinico tuviera aquel día expresión menos fosca y aviesa que de ordinario; pero no apuntó ninguna observación sobre este particular.
"¡Si es más bueno este hijo! — decía Fidela gozosa —. ¡Ahora me está diciendo al oído unos secreticos tan salados!... Ta, ta, pa, ca... que me quiere mucho, y otras cosas muy bonitas, muy rebonitas".
Diferentes veces le puso Cruz en el suelo para que no molestase a su madre; pero él, con una querencia tenaz, que fue la mayor rareza de aquel memorable día, se las arreglaba para volver a la cama. Creyérase que comprendía la obligación de ser dócil y bueno para merecer aquellos honores. Nunca se le vio más sumiso ni se notó expresión tan dulce en el ta, ca, ja, pa, que a cada instante pronunciaba, ni tuvo tanto aguante para permanecer quieto, pegado su hocico al rostro de su mamá, dejándose acariciar de ésta y oyendo de su boca tiernas palabras que seguramente no había de entender. Quedose dormido un rato, y Fidela no consintió que le quitasen de su lado. Durmió también ella con placidez que todos creyeron de feliz augurio, y de fijo le habría sido provechoso aquel sueñecico, si hubiera durado más.
Con la tardanza del doctor Miquis, que no pudo ir hasta la tarde, estaban en ascuas Cruz y D. Francisco, esperando uno y otro cobrar ánimos con la visita del famoso médico. Antes que este llegara, tuvo Fidela otro ataquillo de disnea, seguido de un colapso muy breve, del cual sólo Augusta, única persona que entonces se hallaba presente, pudo enterarse. Volvió Valentinico a subirse a la cama, y si poco antes, pudieron observar todos en sus ojuelos cierta dulzura (como no fuera esto efecto de la buena voluntad de los que le miraban), luego notaron en ellos la singularísima expresión ofensiva que de ordinario tenían.
Quizás dependía esto de su pequeñez, contrastando con la voluminosa cabeza, y de una irisación gatuna en las obscuras pupilas. No se sabe; pero todos decían, y Augusta la primera, que aquel no era el mirar inocente y seductor de un niño.
¡Demonio de engendro! Le dio por echarse como un perro a los pies de su madre, y de amenazar con gruñidos a cuantos al lecho se acercaban, enseñando los dientes, y preparándose para morder al que se dejara, ya fuese su mismo papá, o su tía.
"¡Qué bravo! — decía Fidela —. ¡Cómo defiende a su madre! Esto se llama inteligencia, esto se llama cariño... ¡Pero si nadie me hace daño, hijo mío! Estate quietecito, y no te muevas mucho, que me molestas".
Entró en esto Miquis, y se llevaron al salvaje bebé, que con berridos protestaba de no hallarse presente en tan importante visita. Larga fue esta, y detenidísimo el examen que de la ilustre enferma hizo aquel espejo de los facultativos. La animó con su galana y piadosa palabra; mostrose después reservado con la familia, y al fin, solos él y Quevedito, hablaron mutatis mutandis lo que sigue:
"¿Pero tú qué estás pensando?... ¿tú qué haces? ¿Estás tonto?".
—¡Yo!... ¿qué? — replicó balbuciente y poniéndose pálido, el yerno de Torquemada —. ¿Por qué me dice usted eso, D. Augusto?
— Porque eres un ciego si no ves que esta pobre señora está muy mal. ¡A buena hora me avisas, cuando ya...! Puede que aún sea tiempo, pero lo dudo. La depresión cardíaca es tal, que temo el colapso, y si viene el colapso con la intensidad que presumo, ya no hay nada que recetar, como no sea el Viático.
Quevedito se limpió el sudor del rostro. Un color se le iba y otro se le venía, no sabiendo qué contestar a las aterradoras palabras de su amigo y maestro. El cual siguió:
"¿Pero a qué tanta digitalina? Basta, basta, y dispón las inyecciones de cafeína y éter, y las inhalaciones de oxígeno... para lo que ha de venir esta noche".
—¡Teme usted...!
— Ojalá me equivoque. Pero... no te comprometas ante la familia con optimismos que por desgracia serían ilusorios... no des esperanzas.
—¿Teme usted que el colapso...?
— Se ha iniciado ya. Lo he conocido en el pulso irregular, en el rostro, que se descompone, o parece querer descomponerse...
— No había observado...
—¿Y para qué sirve la adivinación médica, el arte de ver los fenómenos ya pasados, en el rastro casi imperceptible que dejan en el organismo?... Volveré esta noche. No te separes de la enferma, y observa al minuto todo cuanto ocurra.
—¿Volverá usted?
— Sí. Creo que no adelantaremos nada, y que la pobre señora no saldrá de la noche.
De tal modo desconcertaron estas lúgubres palabras al bueno de Quevedito, que cuando el otro se fue, y Cruz, ansiosa, se llegó al médico de la casa, este no pudo disimular su turbación. Faltábale poco para echarse a llorar. A las preguntas anhelantes de Cruz, y a las de D. Francisco, contestó desordenadamente, luchando entre la veracidad profesional y el afecto de familia: "Mal diagnóstico... ¿para qué ocultarlo?... malo, malo... Sería peor dar esperanzas, que... Pero aún no debemos perderlas, no, no, eso no... Basta de digitalina... Habrá que hacer inyecciones... inhalaciones... Veremos esta noche...
Creo que Miquis exagera el mal. Estos médicos de punta son así: dan grandes proporciones a la cosa más sencilla, para luego salir diciendo... Pero la gravedad existe, una gravedad relativa... y vale más estar prevenidos...