VII
Oyó Cruz, en la puerta del cuarto, el final de esta retahíla, y entró presurosa, esforzándose por poner semblante conciliador y risueño para decirle: "Pero si no hemos cambiado de cocinero, y las comidas son las mismas. Eche usted la culpa a su estómago, que ahora está de malas, y si quiere curarlo, clame contra sus berrinches antes que contra las comidas, que son excelentes. Pero se variarán todo lo que usted quiera. Dígame lo que apetece, y su boca será servida".
— Déjeme, déjeme en paz, Crucita de mis pecados — replicó el Marqués echándose en un sofá —. ¡Si no apetezco nada; si todo me repugna, hasta el vino con jugos que inventé, y que es el brebaje más indecente que ha entrado en boca de cristianos!
— Verá cómo Chatillón le da gusto al fin, aderezándole platillos gratos al paladar y de fácil digestión... Y en cuanto a los ruidos de la capilla, callará el órgano, y nos iremos con la música a otra parte. Aquí estamos para contentarle y evitarle molestias. Usted manda, y a bajar todos la cabeza.
Aplacose con estas palabras de humildad y afecto el fiero millonario, y retirada Cruz, otra vez se quedó solo con Gamborena, el cual le recomendó la paciencia como único alivio de sus males, mientras la Medicina determinaba si podía o no curarlos definitivamente. Bien podría suceder que la ciencia, por estar el mal muy hondo y la naturaleza del enfermo muy quebrantada, no lograra salir airosa. Lo más seguro era ponerse en lo peor, dar por inevitable en plazo próximo el acabamiento de tantos dolores, y prepararse para mejor vida.
—¿De modo que tengo que morirme de esta? — dijo Torquemada sulfurándose —.
¿Luego, estoy en capilla, por decirlo así, y no tengo que pensar más que en mis funerales?
— De eso cuidarán otros. Usted piense en lo que más le importa. A un hombre de carácter entero, como usted, se le debe hablar el lenguaje de la verdad.
— Claro, y la misión del sacerdote, es restregarle a uno la muerte en los hocicos...
Pues mire usted, señor misionero, muy malo estoy, muy mal; pero no se entusiasmen tan pronto los que están deseando verme salir de aquí con los pies por delante: que como yo me plante en no morirme, no habrá tu tía: soy de mucho aguante, y de una madera que no se tuerce ni se astilla. Ni todo el protomedicato, ni todo el cleriguicio del mundo me han de precipitar a la defunción antes que la cosa venga por sus pasos contados. Y los que piensan heredarme, que esperen sentaditos. ¿No hay más sino hacer el caldo gordo a los que no nos quieren bien? Todavía he de dar mucha guerra. Claro, que cuando llegue la sazón oportuna, y la naturaleza diga de aquí no paso, yo no he de oponerme. Seamos justos: no me opongo, en principio, se entiende. Pero aún no, aún no, ¡ñales!, y guárdese usted sus responsos para cuando se los pidan, ¡ñales!, para cuando los pidan las circunstancias... ¡reñales! ¿Qué es usted? Un funcionario de lo espiritual, que viene a prestar servicio cuando le llaman. Pero entre tanto no se le avise, usted no toca pito, ni tiene vela en este entierro... digo, no se trata de entierro, ¡cuidado!, sino una cosa diametralmente opuesta.
—¡Bueno, mi Sr. D. Francisco, bueno! — dijo el clérigo con dulzura, comprendiendo que en aquella crisis de hipocondría, no era prudente contrariarle —. Usted avisará. Siempre me tiene a sus órdenes. Espero verle a usted pronto aliviado de sus alifafes, y por consiguiente, aplacadas esas cóleras, que se le suben a la cabeza y le empañan el juicio. A descansar, y ya hablaremos otro día.
Hablaron otro día y otro, sin adelantar cosa mayor, porque lejos de mejorar, agravose el enfermo, haciéndose intratable. Ni Donoso ni Gamborena podían con él, y este veía con desconsuelo el mal giro que iba tomando el negocio de aquella conciencia, y cuán expuesto era perder la partida, si la infinita misericordia no abría caminos nuevos por donde menos se pensara.
Tanto arreciaba el mal del Marqués de San Eloy, que en todo Abril no tuvo un día bueno, y hubo de apartarse absolutamente de los negocios, poniéndose más displicente a causa de la holganza, y dándose a los demonios, de sólo pensar que ya no ganaba dinero, y que sus capitales se estancarían improductivos. Raro era el día que no devolvía los alimentos. ¡Cosa más rara! Comía con regular apetito, procurando contenerse dentro de la más estricta sobriedad, y a la hora, ¡zas!, mareos, angustias, bascas, y... Francamente, era una broma pesada de la naturaleza, o de la economía... "¡Ah!... — exclamaba palpándose el estómago y los costados —, no sé qué tiene esta condenada economía, que parece una casa de locos. No hay gobierno aquí dentro, y los órganos hacen lo que les da la real gana, sin respeto al orden establecido ni a los hechos consumados. ¿Qué Biblias tiene este cuerpo para no querer alimentarse, y para rechazarme la buena comida que le propino? Sin duda hay levadura de revolución o de anarquismo en estas interioridades mías... Pero que se ande con cuidado el señor estómago, que estas demasías fenomenales se toleran una vez, dos veces; pero bien podría encontrarse un específico que le pusiera las peras a cuarto al órgano este, que me está dando la santísima, y haciéndome... ¡ay, ay!...".
Su displicencia no era continua, pues a menudo la interrumpían enternecimientos, que por su exageración eran verdaderos ataques. Algunos días mostrábase tan tierno, que no parecía el mismo hombre, y sus ternuras recaían casi siempre en Rufinita, que por aquel entonces no faltaba de su lado día y noche. "Hija querida, tú eres la única persona que me quiere de veras. ¿Quién se interesa por mí más que tú?... Por eso ¡malditas Biblias!, yo te quiero a ti más que a nadie. Tú no haces ni dices cosa alguna por aburrirme y fastidiarme, como otras personalidades que parece que están estudiando la manera de hacer cosquillas a mi genio, para hacerle saltar. Tú eres el dechado de las buenas hijas, y un ángel, como quien dice, si bien yo, seamos justos, no creo que haya ángeles ni serafines... Pero yo te quiero con toda mi alma, y... te lo digo con el corazón en la mano, si por algo siento mi defunción, es por ti, pues aunque tienes a tu maridillo, te vas a quedar muy solita, muy solita. Ya ves... se me llenan de agua los ojos, y se me cae la baba".
Rufina, que era buena como el pan, le consolaba y le hacía mil carantoñas, procurando arrancar de su mente toda idea pesimista, y de su corazón el odio inextinguible hacia otras personas de la familia.
"No, hija de mi vida — decía mordiendo el pañuelo que tenía en la mano —, no me digas que Cruz es buena. Tú juzgas a todos por el prisma de ti misma, pedazo de ángel; pero tu corazón tierno te engaña. No es buena esa mujer. Yo me reconcilié con ella, por complacer al amigo Donoso y a ese Gamborena bendito, y también por no ser un óbice al arreglo y separación de intereses... Ya ves: hemos vuelto a ser amigos, y nos tratamos, y yo la considero, y me someto a sus caprichos de mujer arbitraria, y a sus mangoneos. Días hace que no como más que lo que ella dice...".
Volvía Rufinita a la carga, ensalzando los méritos de Cruz, su talento y su intachable rectitud, y el usurero parecía al fin, si no convencido, en vías de convencerse. Extremaba sus cariños a la hija, hasta que pasado aquel remolino misterioso de su hipocondría, volvían las amargas ondas a invadir su alma.
"¡Qué empeño tenéis todos en que estoy muy enfermo! — decía, paseándose por el cuarto —. Y ese Quevedillo, tu marido, lo conseguirá al fin si hago caso de su ciencia de ñales. ¿Qué sabe él de estas cosas de la economía? Lo que yo entiendo de castrar mosquitos entiende él de Facultad. ¡Vaya con el plan que quiere ponerme ahora! Que no tome más que leche, leche por la mañana, leche por la noche, leche a la madrugada. ¡Leche! Ni que fuera yo un mamón...
Porque, seamos imparciales, ¿qué interés tienen ustedes en que yo siga muy malo? No se hable de morirme, pues de eso no se trata, sino de estar malísimo...
¿Qué vais ganando vosotros con que yo viva preso en este cuarto del mismísimo cuerno, y no pueda salir a evacuar mis asuntos?... ¡Ah!, ya veréis, ya veréis algún día, de aquí a muchísimos años, cuando yo cierre el párpado...
muchísimos años... ya veréis... ¡Qué chasco vais a llevaros cuando os encontréis con que no hay tales carneros, con que la riqueza que creíais pingüe no es más que un pedazo de pan, como quien dice, porque lo ganado ayer con el trabajo, se ha perdido hoy en la holganza!... Claro, van otros, y apandan los negocios, mientras yo me estoy aquí, quitándole motas al santísimo aburrimiento, y mirando a mi estómago y a mi economía, y a mis Biblias de tripas, para ver si pasa o no pasa por ellas el... qué sé yo qué... Es horrible vivir así, viendo que el montón amasado con mi sudor se desmorona, y que lo que yo pierdo, otros lo ganan, se llevan la carne y no me dejan más que el hueso...".
Porque otro síntoma de su mal, a más de aquellos enternecimientos que rompían la igualdad de su endiablado humor, era la tenaz idea de que no pudiendo trabajar, no sólo se estancaban sus capitales, sino que la inacción los destruía, hasta llevarlos a la nada, cual si fueran una masa líquida abandonada a la intemperie y a la evaporación. En vano sus amigos empleaban la lógica más elemental para arrancarle idea tan absurda; pero esta se aferraba a su mente con tal fuerza, que ni lógica, ni ejemplos claros, ni el razonamiento ni la burla, le curaban de aquel extraño mal de la imaginación. Noche y día le atormentaba la pícara idea, y para sofocarla, no hallaba más arbitrio que retardar considerablemente su muerte, suponerse curado y metido otra vez en el trajín ardiente de los negocios.
De mal en peor iba el hombre, y llegó día en que sólo el intento de ponerse a comer le producía indecibles molestias del estómago y riñones, opresión cardiaca y vértigos. Una noche, después de luchar con el insomnio, cayó en un sopor que más parecía borrachera que sueño, y allá de madrugada despertó de un salto, como si se hubiera desplomado sobre él la elegante cimera de la cama en que dormía. Una idea terrible le asaltó, como rayo que le atravesara el cráneo de parte a parte. Saltó del lecho a oscuras, encendió luz... La idea no se desvaneció ante la claridad; al contrario, agarrábase con más fuerza a su ofuscado entendimiento. "Es cosa clara, es como esa luz, es la pura evidencia, y soy el mayor zoquete del mundo por no haberlo descubierto antes... ¡Me están envenenando!... ¿Quién es el criminal? No quiero pensarlo... Pero el cómplice es ese Chatillón indecente y cochino, ese cocinero de extranjis... Gracias a Dios que lo veo claro: todos los días me echan un poquito, unas gotas de... lo que sea.
Y así me voy muriendo sin sentirlo. No cabe duda. Si no, que me hagan la autopsia ahora mismo, y verán cómo está mi economía... ¡Pero si siento en la boca el gustillo amargo de ese puerquísimo veneno!... Lo repito, lo estoy repitiendo a todas horas... ¿Y serán capaces de negármelo esos bandidos?".
Las tristísimas horas de angustia, de espanto, de convulsiva congoja que pasó hasta que le visitaron las claridades del naciente día, no son para descritas. Tan pronto se arropaba transido de frío, tan pronto abrasado de calor retiraba el pesado edredón. Y la idea que le taladraba los sesos descendía por la corriente nerviosa hasta el gran simpático, y allí se cebaba la infame, produciéndole un afán inenarrable, y un suplicio de Prometeo. "Estoy pensando con el estómago...
Váyase lo uno por lo otro, pues ayer he estado digiriendo con la cabeza".
La luz matinal le despejó un poco, llevando a su espíritu la duda, que en aquel caso era consoladora. Sería o no sería. El envenenamiento podía ser, podía no ser un hecho. Ya se afirmaba en su mortificante idea, ya la desechaba como la más absurda que en cerebro enfermo pudiera manifestarse. Al fin, ¡qué demonio!, la razón fue recobrando sus fueros, e imponiéndose a los insubordinados pensamientos que en aquella infausta madrugada dieron el grito de rebelión... "¡Envenenarme!... ¡qué desatino!... ¿Y a santo de qué?".