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Torquemada y San Pedro: V

Torquemada y San Pedro
V
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

V

Reíase D. Francisco, afectando regocijarse con la broma; pero se reía de dientes afuera; que por dentro, sábelo Dios, le andaba como un diablillo vivaracho que se le paseaba por toda el alma causándole susto y turbación.

"Ría, ría usted, y écheselas de filósofo y de espíritu fuerte — le dijo Gamborena — , que ya me lo dirá luego".

—¿Pero de dónde saca usted, mi señor misionero, que yo no creo?

—¿Cumple usted con la Iglesia?

— Hombre, le diré a usted...

—¿A qué espera? A fe que es usted un jovenzuelo rebosando salud, para que pueda decir como otros tales: "Tiempo hay, tiempo hay".

— No, ya sé que no hay tiempo — dijo el tacaño con súbita tristeza, y sintiendo que la afectada risa se resolvía en contracciones dolorosas de los músculos de su cara —. Esta máquina se descompone, y aquí dentro hay algo que... que...

— Dígalo claro, algo que le aterra... Naturalmente, ve usted la pérdida de los bienes materiales, el término de la vida. Los desdichados que no saben ver el más allá, ven un vacío... un vacío, ¡ay!, que seguramente no tiene nada de agradable... Ea, mi señor Marqués, ¿quiere usted, sí o no, que los últimos días de su vida sean tranquilos; quiere usted, sí o no, prepararse para mirar con ánimo sereno el trance final, o el paso de lo finito a lo infinito? Respóndame pronto, y aquí me tiene a su disposición.

— Pues hablando en plata — replicó el de San Eloy, con ganas de rendirse, pero buscando la manera de hacerlo sin sacrificio de su amor propio —, yo acepto cualquier solución que usted formule. Dificilillo le será convencerme de ciertas cosas. Por algo la desgracia le ha hecho a uno filósofo. Aquí, donde usted me ve, yo soy muy científico, y aunque no tuve estudios, de viejo he mirado mucho las cosas, y estudiado en los hombres y en los fenómenos naturales... Yo miro mucho al fenómeno práctico dondequiera que lo cojo por delante. Ahora bien: si ello consiste en ser uno bueno, téngame a mí por un pedazo de pan. ¿Hay que dar algo a los necesitados? Pues no hay inconveniente. Con que... ya tiene usted a su salvaje convertido.

— Poquito a poco. No es cosa de coser y cantar. Pero no quiero atosigarle, y hoy por hoy, me contento con la buena disposición. Seré su conquistador, y le atacaré con cuantas armas hallo en mi arsenal evangélico.

— Corriente — dijo D. Francisco, volviendo a tomar el airecillo de senador enfatuado que discute un punto de administración o de política menuda —.

Conste que desde hoy mi objetivo es ganar el Cielo, ¿eh? Ganarlo digo, y sé muy bien lo que significa la especie.

— Que no es lo mismo que ganar dos, tres, mil, cien mil duros, en una operación.

El dinero se gana con la inteligencia, con la travesura, a veces con perfidia y malas artes; el Cielo se gana con las buenas acciones, con la pureza de la conciencia.

— Todo ello es facilísimo, en mi sentir. Y aquí me tiene dispuesto a obedecerle en cuanto quiera mandarme, tocante al dogma y a la conciencia.

— Está bien.

— Pero siempre es uno filósofo y científico... no se puede remediar. De poeta no tengo ni un ápice, gracias a Dios. Me da por pensar, y dilucido a mi manera el fenómeno de acá y de allá. La duda me pica, y francamente, duda uno sin sospecharlo, sin quererlo. ¿Por qué duda uno? Pues porque existe, ea. Seamos científicos, no poetas. El poeta es un gaznápiro que tiene el aquel de las palabras bonitas, un alcornoque que echa flores, ¿me entiende usted? Pues sigo. Vamos a hacer un arreglo, Sr. Gamborena.

—¿Un arreglo? Aquí no hay más arreglo que poner usted su conciencia en mis manos y dejarse llevar.

— A eso voy — y diciendo esto, acercó el marqués su sillón al del sacerdote, para poder darle palmaditas en las rodillas —. Francisco Torquemada está dispuesto a dejarse gobernar por el padre Gamborena, como el último de los párvulos, siempre que el padre Gamborena le garantice...

—¿Qué es eso de garantizar?

— Calma. Soy muy claro cuando trato de negocios... Es en mí inveterada costumbre el ponerlo todo muy clarito, y atar bien los cabos...

— Pero el negocio del alma...

— Negocio del alma, por decirlo así... Aludo a la entidad que llamamos ánima, que suponemos es un capital cuantioso y pingüe, el primero de los capitales.

— Bueno, bueno.

— Y naturalmente, yo, tratando de la colocación de ese saneado capital, y de asegurarlo bien, tengo que discutir con toda minuciosidad las condiciones. Por consiguiente, yo le entrego a usted lo que me exige, la conciencia... Bueno...

Pero usted me ha de garantizar que, una vez en su poder mi conciencia toda, se me han de abrir las puertas de la Gloria eterna, que ha de franqueármelas usted mismo, puesto que llaves tiene para ello. Haya por ambas partes lealtad y buena fe, ¡cuidado! Porque, francamente, sería muy triste, señor misionero de mis entretelas, que yo diera mi capital, y que luego resultara que no había tales puertas, ni tal Gloria, ni Cristo que lo fundó...

—¿Con que nada menos que garantía? — dijo el clérigo montando en cólera —.

¿Soy acaso algún corredor, o agente de Bolsa? Yo no necesito garantizar las verdades eternas. Las predico. El pecador que no las crea, carece de base para la enmienda. El negociante que dude de la seguridad de ese Banco en que deposite sus capitales, ya se las entenderá luego con el demonio... Hay que tener fe, y teniéndola, hallará usted la garantía en su propia conciencia... Y, por último, no admito bromas en este terreno, y para que nos entendamos, olvide usted las mañas, los hábitos y hasta el lenguaje de los negocios. Si no, creeré que es usted cosa perdida, y le abandonaré a las tristezas de su vejez, a los temores de su mala salud, y a los espantos de su conciencia llena de sombras.

Pausa. D. Francisco se echó para atrás en su sillón, y se pasó las manos por los ojos.

"Penétrese usted en las grandes verdades de la doctrina, tan fáciles, tan sencillas, tan claras, que la inteligencia del niño las comprende — dijo el misionero con bondad —, y no necesitará que yo le garantice nada. Yo podría decir: 'Respóndame usted de su enmienda, y las puertas se abrirán'. Lo primero es lo primero. Pero usted, como buen egoísta, quiere que vaya por delante la seguridad de ganancia. Le dejo a usted para que piense en ello".

Levantose el padrito; pero Torquemada le agarró por un brazo, obligándole a sentarse.

"Un ratito más. Quedamos en que me reconciliaré con Cruz. La idea es plausible. Por algo se empieza".

— Sí, pero con efusión del alma, reconciliación verdad, no de dientes afuera.

— Pues mire usted, trabajillo me ha de costar, si ha de ser en esos términos y con todo el rigor de las condiciones sine qua nones... En fin, se hará lo que se pueda, y por el pronto, hablemos reiteradamente de estas cosas, que me ensimisman más de lo que parece. Yo sostengo que debe uno pensar en ello, y prepararse por lo que pueda tronar. Al fin y a la postre, usted, reverendísimo señor San Pedro, me abrirá la puerta, pues por algo somos amigos, y...

— Ni soy el portero celestial — dijo Gamborena cortándole la palabra —, ni, aunque lo fuera, abriría la puerta para quien no mereciese entrar. Tiene usted la cabeza llena de consejas ridículas, de cuentos irreverentes y absurdos.

— Pues ya que habla de cuentos, voy a referirle uno muy viejo que puede interesarle. El por qué y el cómo y cuándo de esta costumbre que tengo de llamarle a usted San Pedro.

— Venga, venga.

— Se ha de reír. Es una tontería. Cosas de nuestra imaginación, que es la gran cómica. Parece mentira que siendo uno tan científico, y no teniendo pizca de poeta, se deje embaucar por esa loquinaria. Pues ello pasó hace muchos años, cuando yo era un pobre, o poco menos, y me cayó enfermo el niño, de aquella perra enfermedad que se lo llevó, un ataque a la cabeza, vulgo, meningitis. No sabiendo qué hacer para conseguir que Dios me salvara al hijo, y abrigando mis sospechas de que lo mismo el Señor que los santos me tenían entre ojos porque era un poquitín tirano para los pobres, se me ocurrió que variando de conducta y haciéndome compasivo, los señores de arriba se apiadarían de mi aflicción.

Generoso, y aun despilfarrado y manirroto fui. ¿Cree usted que me hicieron caso? Como si fuera un perro... ¡Y luego dicen...! Más vale callar.

— La caridad debe practicarse siempre y por sistema — dijo el clérigo con severidad dulce —, no en determinados casos de apuro, como quien pone dinero a la Lotería con avidez de sacar ganancia. Ni se debe hacer el bien por cálculo, ni el Cielo es un Ministerio, al cual se dirigen memoriales para alcanzar un destino. Pero dejemos esto, y adelante.

— A lo que iba diciendo. Salía una noche, desesperado y hecho un demonio, quiero decir, afligidísimo, porque el niño estaba muy grave. Resuelto iba a dar limosna a todo pobre que cogiera por delante. Y así lo hice, me lo puede creer.

Repartí porción de perras grandes y chicas, amén de los cuantiosos beneficios que había hecho aquella mañana en mi casa de la calle de San Blas, perdonando picos de alquileres, y dando respiro a los inquilinos morosos... gente mala, ¡ay!, gente muy mala, entre paréntesis... Pues, como digo, iba yo por la calle de Jacometrezo, y allá, cerca del Postigo de San Martín, me encontré a un vejete, que pedía limosna, tiritando de frío. Estaba el pobrecillo en mangas de camisa, viéndosele el pecho velludo, los pies descalzos, la poca ropa que llevaba toda hecha jirones. Me dio mucha lástima. Hablé con él, y le miré bien a la cara. Y aquí entra la primera parte de la gracia del cuento, que si no fuera por el chiste, vulgo coincidencia, no merecería ser contado.

—¿Tiene dos partes la gracia?

— Dos. La primera coincidencia es que aquel hombre se me pareció a un San Pedro, imagen de mucha devoción, que podrá usted ver en San Cayetano, en la primera capilla de la derecha, conforme se entra. La misma calva, los mismísimos ojos, el cerquillo rizado, las facciones todas, en fin, San Pedro vivo y muy vivo. Y yo conocía y trataba a la imagen del apóstol como a mis mejores amigos, porque fui mayordomo de la cofradía de que él era patrono, y en mis verdes tiempos le tuve cierta devoción. San Pedro es patrono de los pescadores; pero como en Madrid no hay hombres de mar, nos congregábamos para darle culto los prestamistas que, en cierto modo, también somos gente de pesca...

Adelante. Ello es que el pobre haraposo era igual, exactamente igual al santo de nuestra cofradía.

—¿Y le dio usted limosna?

—¡Toma! Le di mi capa. ¿Pues qué se creía usted? Yo no las gasto menos.

— Está bien.

— Pero, seamos justos, no le di la capa que llevaba puesta, que era el número uno, sino otra vieja que tenía en casa. Para él buena estaba.

— Siempre es un acto muy meritorio, sí señor... ¡vaya!

— Pues se me quedó tan presente en la memoria la cara de aquel hombre, que pasaron años y años, y no le podía olvidar; y cambié de fortuna y de posición, y siempre con aquel maldito santo, fresco y vivo en mi magín. Pues señor, pasa tiempo, y un día, cuando menos en ello pensaba, se me presenta otra vez en carne y hueso, con alma, con vida, con voz, la misma entidad, aunque con traje muy distinto. Aquí tiene usted la segunda parte de la gracia del cuento. Mi San Pedro era usted.

— Sí que es gracioso. ¿De modo que me parezco...?

— Al que me pidió limosna aquella noche, y por ende, al santo apóstol de marras.

—¿Y aquel San Pedro tenía llaves?

—¡Vaya! Y de plata, como de una tercia.

— Pues en eso no nos parecemos.

— La cara es la misma, esa calva, esas arrugas, el cerquillo, los ojos como alumbrados, y las facciones todas, boca y nariz, y hasta el metal de voz. Sólo que aquel no se afeitaba, y usted sí... ¡Pero qué parecido tan atroz, Señor! El día que usted entró en casa, yo me asusté, crea que me asusté, y se lo dije a Fidela, sí, le dije: "Este hombre es el demonio".

—¡Jesús!

— No, fue un dicho, nada más que un dicho. Pero me dio que pensar, y todo se me volvía discurrir si usted tenía o no tenía llaves.

— No las tengo — dijo Gamborena festivo, levantándose —. Pero para el caso de conciencia es lo mismo. No se apure. Las llaves las tiene la Iglesia, y quien puede abrir aquellas puertas, me transmite a mí poder y a todos los que ejercemos este ministerio divino. Con que disponerse para la entrada.

¿Quedamos en que se efectuará la reconciliación?

— Quedamos en ello. ¿Pero se va ya?

— Sí; que ustedes van a comer. Es muy tarde. Reconciliación verdad. De lo demás hablaremos pronto, pues me parece que no estamos para dar largas al asunto.

— No. Desde hoy, la cuestión queda sobre el tapete. Y usted tratará de ello cuando guste.

— Bueno. Adiós. Me ha hecho gracia el cuento. Tenemos que repetir lo de la capa, quiero decir, que yo se la pido a usted otra vez, y tiene que dármela.

— Corriente.

— Si no, no hay llaves. Y crea usted, amigo mío, que lo que es aquella puerta no se abre con ganzúa.

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