IV
—¿Por qué?
— Porque yo me había propuesto no marcharme a casa sin ver a usted, y he aquí que mi señor Marqués anticipa su vuelta, quizás por razón del frío... aunque bien pudiéramos creer que le ha mandado Dios media horita antes de costumbre para que oiga lo que tengo que decirle.
—¿Tan urgente es?... Entremos.
—¿Que si es urgente? Ya lo verá. Urgentísimo. Pensaba yo que no se me escapara usted esta noche sin aguantar una nueva jaqueca de este pobre clérigo.
¡Qué quiere usted! Cada uno a su oficio. El de mi señor don Francisco es ganar dinero, el mío es decir verdades, aunque estas sean, por su misma sencillez elemental, algo fastidiosas. Prepárese, y tenga paciencia, que esta tarde voy a ser un poquito duro.
Arrellenándose en la butaca, frente al sacerdote, Torquemada no contestó más que con un gruñido, significando así que se preparaba, y se revestía de paciencia como de una coraza.
"Los que ejercemos este penoso ministerio — dijo Gamborena —, estamos obligados a emplear las durezas cuando las blanduras no son muy eficaces que digamos. Ya usted me conoce. Sabe cuánto respeto y quiero a esta noble familia, a usted, a todos. Con el doble carácter de evangelizador y de amigo, me permitiré, pues, decir las cosas claritas. Yo soy así: o me toman o me dejan. Por la misma puerta por donde entro cuando me llaman, salgo si me arrojan.
Despídame usted, y me iré tranquilo por haber cumplido con mi deber, triste por no haber logrado el fin moral que deseo. Y también le advierto que no sé gastar muchos cumplidos cuando se trata de faltas graves que corregir, y noto rebeldía o testarudez en el sujeto. Más claro: que no hago caso de jerarquías, ni de respetabilidades, sean las que fueren, porque ante la verdad no hay cabeza que no deba humillarse. No extrañe, pues, mi Sr. D. Francisco, que en el asunto que aquí nos reúne, le trate como a un chiquillo de escuela... No, no hay que asustarse: he dicho 'como a un chiquillo de escuela', y no me vuelvo atrás, porque yo, aunque nada soy en el mundo, ahora, por mi ministerio, maestro soy, y de los más impertinentes, y usted frente a mí, mediando el caso moral que media, no es el señor Marqués, ni el millonario, ni el respetabilísimo senador, sino un cualquiera, un pecadorcillo sin nombre ni categoría, que necesita de mi enseñanza. A ella voy, y si doy palmetazo que duele, aguantar, y a corregirse".
"A ver por dónde sale este tío" — dijo Torquemada para su sayo, tragando saliva, y revolviéndose en el sillón. Y luego, en alta voz, con cierta displicencia: — Bueno, señor mío, diga pronto lo que...
—¡Sí usted lo sabe! ¿Apostamos a que lo sabe?
— Alguna encomienda fastidiosa de mi señora hermana política. A ver: plantee usted la cuestión.
— La cuestión que planteo es que usted ofende a Dios gravemente, y ofende también a la sociedad alimentando en su corazón el odio y la soberbia... el odio, sí, contra esa santa mujer, que ningún daño le ha hecho... al contrario, ha sido para usted un ángel benéfico. Y ese aborrecimiento infame con que paga las atenciones que de ella ha recibido, y esa soberbia con que se aleja de su compañía y de su trato, son pecados horribles con que usted ennegrece su alma y la prepara para la condenación eterna.
Dijo esto el misionero con tan soberana convicción, con énfasis tan pujante en la palabra y el gesto, que no parecía sino que le acuchillaba, cosiéndole a cintarazos con una luenga y cortante espada. El otro se tambaleó, aturdido de los golpes, y de pronto no supo qué decir, ni hacer otra cosa que llevarse las manos a la cabeza. Pero no tardó en volver sobre sí, y la bilis y destemplanza de sus tiempos tristes se le recargaron prontamente. Hallábase, además, aquel día, de mal talante, por no ver claro en cierto negocio: esta y las otras causas despertaron en él, de súbito, al hombre grosero. Fue un espectáculo tristísimo verle resurgir, cuadrarse, y contestar con flemática impertinencia:
"¿Pero usted, señor cura, qué tiene que ver si hablo o no hablo con mi cuñada? ¿Quién le mete a usted en cosas que no tocan a la conciencia, sino a la libre voluntad del derecho del individuo? Esto es abusar, ¡ñales! Esto no lo aguanto yo, ni lo aguantaría ninguna personalidad de medianas circunstancias y luces".
— Pues lo dicho dicho, señor Marqués — replicó el otro con entereza —. Hablo como padre de almas. Usted rechaza la exhortación. Enhorabuena, y con su pan se lo coma. Repítalo usted, repita que no se digna oírme, y verá qué pronto le dejo en paz, quiero decir, en guerra con su conciencia, ¡con su conciencia!, un fantasma que de fijo no tiene la cara muy bonita.
— No, yo no he dicho que se vaya... — balbució Torquemada, serenándose —.
Hable usted si quiere. Pero no me convencerá.
—¿Que no?
— Que no. Porque yo tengo mis razones para romper todo trato con esa señora — dijo el tacaño, volviendo a su ser normal, y rebuscando en su mente la fraseología fina —. Yo no niego que la distinguida señora del Águila haya llevado a cabo reformas beneficiosas en la casa; pero ella es causante de que las economías sean aquí la tela de Penélope. Lo que yo economizo en un año, ella lo espolvorea en cuatro días.
—¡Siempre la mezquindad, siempre los hábitos de miseria! Yo sostengo que sin la dirección de Cruz, no habría llegado usted a poseer lo que posee. La razón de ese odio, señor mío, no es la distribución del miserable ochavo. Lo que pasa en el alma del señor Marqués de San Eloy, ni él mismo lo sabe, porque sabiendo tantas cosas, no acierta a leer en sí mismo. Pero yo lo sé, y voy a decírselo bien claro. Estos misterios del humano espíritu no suelen revelarse al conocimiento del que los lleva dentro, sino más bien a la penetración de los que atisban desde fuera. La causa de la aversión diabólica que usted profesa a su hermana es la superioridad de ella, la excelsitud de su inteligencia. En ella todo es grande, en usted todo es pequeño, y su habilidad para ganar dinero, arte secundario y de menudencias, se siente humillada ante la grandeza de los pensamientos de Cruz.
Es usted (a ver si me explico), en esta industria de los negocios, el simple obrero que ejecuta, ella la cabeza superior que concibe planes admirables. Sin Cruz, no sería usted más que un desdichado prestamista, que se pasaría la vida amasando un menguado capital con la sangre del pobre. Con ella lo ha sido todo, y se ha empingorotado a las alturas sociales. Pero es cosa muy común en la vida, que el ambicioso triunfante no reconozca la potencia que le alzó del polvo hasta las nubes, sobre todo si este ambicioso es simple brazo, y quien le levantó es inteligencia. El odio de los miembros inferiores a la cabeza es achaque muy viejo en el cuerpo social... Ejemplos hay en grande y en chico, en los organismos humanos y en las familias, y este ejemplo que tengo delante es de tal claridad, que si usted mismo no lo ve, será porque no quiere verlo.
— Pues yo — dijo D. Francisco, abrumado por la elocuencia contundente del bendito clérigo —, le aseguro a usted que no abrigo..., no, no puedo abrigar tal sentimiento. Ni veo yo tanta, tanta inteligencia en la señora doña Cruz. Para discurrir mi senaduría y el marquesado, y para inventar la compra de estas Américas de buen gusto, no se necesita ser hija de los siete sabios de Grecia, ni abuela de las nueve musas, por decirlo así. Cierto que no es lerda. Cúmpleme declarar que posee cierto gancho para el discurso, y que cuando saca contra uno todo el intríngulis de su facultad perorativa, vuelve loco al Verbo.
— No quiero entrar en una discusión sobre este punto, ni he de demostrarle que tiene usted conciencia de su inferioridad ante Cruz, porque esta conciencia bien a la vista está. ¿Admite usted que el odio existe?
— Ella será quien lo abrigue.
— No, ella no: Usted...
— Pues bien — dijo Torquemada más sereno, dándose a partido —; yo confieso que no nos queremos bien, ni yo a ella, ni ella a mí. Pero la concausa, el argumento que usted aduce..., ¡oh!, eso sí que no lo admito. Yo tengo mis quejas, yo tengo razones que abonan mi conducta en esta materia. Hago caso omiso de sus tendencias a la ostentación, y me fijo tan sólo en su afán de contrariar mi prerrogativa, de no permitir que se haga en la casa nada de lo que yo mando, como si cuanto yo mandara fuera una deficiencia. Nada, es que me tiene tirria, una tirria sui generis, como si creyera que yo, disponiendo esto o lo otro, me había de lucir. Para ella, no hay acierto ni sentido común más que en lo que ella dictamina.
— No es verdad, no es verdad. Ea, señor don Francisco, pasemos ya de las palabras a los hechos, y reconocida la llaga, probemos a curarla radicalmente — dijo el eclesiástico con dulzura, posando sus manos en las rodillas del Marqués — . Es preciso, sin pérdida de tiempo, matar ese odio, destruirlo, aplastarlo, como a un reptil venenoso, cuya picadura ocasiona la muerte.
— Pues por mí... La que odia es ella, no yo.
— El que odia es usted; y de usted debe partir la iniciativa de la reconciliación.
Mas para facilitarla, yo propongo que cada cual sacrifique algo de su amor propio. No haya, pues, escenas enfadosas, ni explicaciones. Se reunirán en la mesa uno de estos días, y se hablarán, como si nada hubiera pasado.
— Corriente — dijo don Francisco —. Pero antes, fíjese una línea de conducta...
— Eso allá ustedes. Como sacerdote, yo procuro las paces, las propongo, las solicito. Hablo a los corazones, no a los intereses. Que uno y otro piensen en Dios, y se reconozcan hermanos, y vivan en la concordia y el amor. Conseguido esto, traten ampliamente de las prerrogativas de cada uno, y de los presupuestos de la casa, las economías y toda esa música. Tenga usted presente, que si la reconciliación es puramente externa y de fórmula, si celebrado un convenio, o modus vivendi, para figurar ante el mundo la cordialidad de relaciones, continúa el rencor escondido en el alma, nada se adelanta. Engañará usted a la sociedad, a Dios no. Sin la pureza de la voluntad, mi Sr. D. Francisco, no podrá aspirar, ya se lo dije en otra ocasión, a los bienes eternos.
—¡Dale, bola...!
— Sí, sí, y antes se cansará usted de ser malo que yo de reprenderle y exhortarle.
En resumen, señor mío: no basta que usted haga paces de comedia con su hermana política, y le hable, y se concuerden para el gobierno. Es preciso que le perdone usted cuantas ofensas crea haber recibido de ella, y que el aborrecimiento se convierta en amor, en fraternal cariño.
— Y si no puedo conseguir eso — preguntó Torquemada con viva curiosidad —, ¿qué me pasará?
— Bien lo sabe usted, pues aunque ignora muchas cosas esenciales, no creo que se le haya olvidado el A B C de la doctrina cristiana.
— Ya, ya — indicó el tacaño con afectado humorismo de librepensador —. Para los que aman es el Cielo, y el Infierno para los que aborrecen. Por mucho que usted me predique, padrito, no me convencerá de que yo he de condenarme.
— Eso... usted verá.
— No, si ya lo tengo bien visto. ¡Pues no faltaba más! ¡Condenarme! En cierta ocasión me dijo usted que las puertas del Cielo no se abrirían para mí, y...
vamos, aquello me afectó. Algunas noches me pasé sin dormir, devanándome los sesos, y diciéndome: "pero yo ¡ñales!, ¿qué he hecho para no salvarme?...".
— Vale más que se pregunte usted: "¿qué hago yo para merecer mi salvación?".
Me veo obligado a repetírselo, señor Marqués. Para ese fin sin fin no hace usted nada, o hace todo lo contrario de lo que debiera. ¿Tiene usted fe? No padre.
¿Cree usted lo que todo buen cristiano está obligado a creer? No padre. ¿Sofoca usted sus malas pasiones, destierra de su alma el rencor, ama usted a los que debe amar? No padre. ¿Pone frenos al egoísmo, haciendo todo el bien posible a sus semejantes? No padre. ¿Distribuye entre los menesterosos las enormes riquezas que le sobran? No padre. ¡Y el hombre que de tal modo se conduce, el hombre que, próximo ya al fin de la vida, no se cura de purificar su conciencia y de sanarla de tanta podredumbre, se atreve a decir: "¡que me abran la puerta de la morada celestial, pues allá voy yo, dispuesto a empujarla con mis manos puercas, o a sobornar al portero, que para eso me hizo Dios millonario, y marqués, y personaje eximio...!".