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Torquemada y San Pedro: VI

Torquemada y San Pedro
VI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

VI

En su opulencia, la familia de Torquemada, o de San Eloy, para hablar con propiedad de mundana etiqueta, vivía apartada del bullicio de fiestas y saraos, desmintiendo fuera de casa su alta posición, si bien dentro nada existía por donde se la pudiese acusar de mezquindad o sordidez. Desde la desastrada muerte de Rafaelito, no supieron las dos hermanas del Águila lo que es un teatro, ni tuvieron relaciones muy ostensibles con lo que ordinariamente se llama gran mundo. Sus tertulias, de noche, concretábanse a media docena de personas de gran confianza. Sus comidas, que por la calidad debían clasificarse entre lo mejor, eran por el número de comensales modestísimas: rara vez se sentaban a la mesa, fuera de la familia, más de dos personas. Fiestas, bailes o reuniones, con música, comistraje o refresco, jamás se veían en aquellos lugares tan espléndidos como solitarios, lo que servía de gran satisfacción al señor Marqués, que con ello se consolaba de sus muchas desazones y berrinches.

Y pocas casas había, o hay en Madrid mejor dispuestas para la ostentación de las superficialidades aristocráticas. El palacio de Gravelinas es el antiguo caserón de Trastamara, construido sólidamente y con dudoso gusto en el siglo XVII, restaurado a fines del XVIII (cuando la unión de las casas de San Quintín y Cerinola), con arreglo a planos traídos de Roma, vuelto a restaurar en los últimos años de Isabel II por el patrón parisiense, y acrecentado con magníficos anexos para servidumbre, archivo, armería, y todo lo demás que completa una gran residencia señoril. Claro es que la ampliación de la casa, después de decretado el acabamiento de los mayorazgos, fue una gran locura, y bien caro la pagó el último duque de Gravelinas, que era, por sus dispendios, un desamortizador práctico. Al fin y a la postre, hubo de sucumbir el buen caballero a la ley del siglo, por la cual la riqueza inmueble de las familias históricas va pasando a una segunda aristocracia, cuyos pergaminos se pierden en la oscuridad de una tienda, o en los repliegues de la industria usuraria.

Gravelinas acaba sus días en Biarritz, viviendo de una pensioncita que le pasa el sindicato de acreedores, con la cual puede permitirse algunos desahoguillos y aun calaveradas, que le recuerden su antiguo esplendor.

En la parroquia de San Marcos, y entre las calles de San Bernardo y San Bernardino, ocupa el palacio de Gravelinas, hoy de San Eloy, un área muy extensa. Alguien ha dicho que lo único malo de esta mansión de príncipes es la calle en que se eleva su severa fachada. Esta, por lo vulgar, viene a ser como un disimulo hipócrita de las extraordinarias bellezas y refinamientos del interior.

Pásase, para llegar al ancho portalón, por feísimas prenderías, tabernas y bodegones indecentes, y por talleres de machacar hierro, vestigios de la antigua industria chispera. En las calles lateral y trasera, las dependencias de Gravelinas, abarcando una extensísima manzana, quitan a la vía pública toda variedad, y le dan carácter de triste población. Lo único que allí falta son jardines, y muy de menos echaban este esparcimiento sus actuales poseedoras, no D. Francisco, que detestaba con toda su alma todo lo perteneciente al reino vegetal, y en cualquier tiempo habría cambiado el mejor de los árboles por una cómoda o una mesa de noche.

La instalación de la galería de Cisneros en las salas del palacio, dio a este una importancia suntuaria y artística que antes no tenía, pues los Gravelinas sólo poseyeron retratos de época, ni muchos ni superiores, y en su tiempo el edificio sólo ostentaba algunos frescos de Bayeu, un buen techo, copia de Tiépolo, y varias pinturas decorativas de Maella. Lo de Cisneros entró allí como en su casa propia. Pobláronse las anchurosas estancias de pinturas de primer orden, de tablas y lienzos de gran mérito, algunos célebres en el mundo del mercantilismo artístico. Había puesto Cruz en la colocación de tales joyas todo el cuidado posible, asesorándose de personas peritas, para dar a cada objeto la importancia debida y la luz conveniente, de lo que resultó un museo, que bien podría rivalizar con las afamadas galerías romanas Doria Pamphili, y Borghese. Por fin, después de ver todo aquello, y advirtiendo el jaleo de visitantes extranjeros y españoles que solicitaban permiso para admirar tantas maravillas, acabó el gran tacaño de Torquemada por celebrar el haberse quedado con el palacio, pues si como arquitectura su valor no era grande, como terreno valía un Potosí, y valdría más el día de mañana. En cuanto a las colecciones de Cisneros y a la armería, no tardó en consolarse de su adquisición, porque según el dictamen de los inteligentes, críticos o lo que fueran, todo aquel género, lencería pintada, tablazón con colores, era de un valor real y efectivo, y bien podría ser que en tiempo no lejano pudiera venderlo por el triple de su coste.

Tres o cuatro piezas había en la colección, ¡María Santísima!, ante las cuales se quedaban con la boca abierta los citados críticos; y aun vino de Londres un punto, comisionado por la National Gallery, para comprar una de ellas, ofreciendo la friolerita de quinientas libras. Esto parecía fábula. Tratábase del Massaccio, que en un tiempo se creyó dudoso, y al fin fue declarado auténtico por una junta de rabadanes, vulgo anticuarios, que vinieron de Francia e Italia.

¡El Massaccio! ¿Y qué era, ñales? Pues un cuadrito que a primera vista parecía representar el interior de una botella de tinta, todo negro, destacándose apenas sobre aquella obscuridad el torso de una figura y la pierna de otra. Era el Bautismo de nuestro Redentor: a este, según frase del entonces legítimo dueño de tal preciosidad, no le conocería ni la madre que le parió. Pero esto le importaba poco, y ya podían llover sobre su casa todos los Massaccios del mundo; que él los pondría sobre su cabeza, mirando el negocio, que no al arte.

También se conceptuaban como de gran valor un París Bordone, un Sebastián del Piombo, un Memling, un beato Angélico y un Zurbarán, que con todo lo demás, y los vasos, estatuas, relicarios, armaduras y tapices, formaban para D.

Francisco una especie de Américas de subido valor. Veía los cuadros como acciones u obligaciones de poderosas y bien administradas sociedades, de fácil y ventajosa cotización en todos los mercados del orbe. No se detuvo jamás a contemplar las obras de arte, ni a escudriñar su hermosura, reconociendo con campechana modestia que no entendía de monigotes; tan sólo se extasiaba, con detenimiento que parecía de artista, delante del inventario que un hábil restaurador, o rata de museos, para su gobierno le formaba, agregando a la descripción, y al examen crítico e histórico de cada lienzo o tabla, su valor probable, previa consulta de los catálogos de extranjeros marchantes, que por millones traficaban en monigotes antiguos y modernos.

¡Casa inmensa, interesantísima, noble, sagrada por el arte, venerable por su abolengo! El narrador no puede describirla, porque es el primero que se pierde en el laberinto de sus estancias y galerías, enriquecidas con cuantos primores inventaron antaño y ogaño el arte, el lujo y la vanidad. Las cuatro quintas partes de ella no tenían más habitantes que los del reino de la fantasía, vestidos unos con ropajes de variada forma y color, desnudos los otros, mostrando su hermosa fábrica muscular, por la cual parecían hombres y mujeres de una raza que no es la nuestra. Hoy no tenemos más que cara, gracias a las horrorosas vestiduras con que ocultamos nuestras desmedradas anatomías. Conservábase todo aquel mundo ideal de un modo perfecto, poniendo en ello sus cinco sentidos la primogénita del Águila, que dirigía personalmente los trabajos de limpieza, asistida de un ejército de servidores muy para el caso, como gente avezada a trajinar en pinacotecas, palacios y otras Américas europeas.

Dígase, para concluir, que la dama gobernadora, al reunir en apretado amasijo los estados de Gravelinas con los del Águila y los de Torquemada, no habría creído realizar cumplidamente su plan de reivindicación, si no le pusiera por remate la servidumbre que a tan grandiosa casa correspondía. Palacio como aquel, familia tan alcurniada por el lado de los pergaminos y por el del dinero, no podían existir sin la interminable caterva de servidores de ambos sexos.

Organizó, pues, la señora el personal, dejándose llevar de sus instintos de grandeza, dentro del orden más estricto. La sección de cuadras y cocheras, así como la de cocinas y comedor, fueron montadas sin omitir nada de lo que corresponde a una familia de príncipes. Y en diferentes servicios, la turbamulta de doncellas, lacayos y lacayitos, criados de escalera abajo y de escalera arriba, porteros, planchadoras, etcétera, componían, con las de las secciones antedichas, un ejército que habría bastado a defender una plaza fuerte en caso de apuro.

Tal superabundancia de criados era lo que principalmente le encendía la sangre al don Francisco, y si transigía con la compra de cuadros viejos y de armaduras roñosas, por el buen resultado que podrían traerle en día no lejano, no se avenía con la presencia de tanto gandul, polilla y destrucción de la casa, pues con lo que se comían diariamente había para mantener a medio mundo. Ved aquí la principal causa de lo torcido que andaba el hombre en aquellos días; pero se tragaba sus hieles, y si él sufría mucho, no había quien le sufriera. A solas, o con el bueno de Donoso, se desahogaba, protestando de la plétora de servicio, y de que su casa era un fiel trasunto de las oficinas del Estado, llenas de pasmarotes, que no van allí más que a holgazanear. Bien comprendía él que no era cosa de vivir a lo pobre, como en casa de huéspedes de a tres pesetas, eso no. Pero nada de exageraciones, porque de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso. Y también es evidente que los Estados en que crece viciosa la planta de la empleomanía, corren al abismo. Si él gobernara la casa, seguiría un sistema diametralmente opuesto al de Cruz. Pocos criados, pero idóneos, y mucha vigilancia para que todo el mundo anduviera derecho y se gastara lo consignado, y nada más. Lo que decía en la Cámara a cuantos quisieran oírle, lo decía también a su familia: "Quitemos ruedas inútiles a la máquina administrativa para que marche bien... Pero esta mi cuñada, a quien parta un rayo, ¿qué hace?, convertir mi domicilio en un centro ministerial, y volverme la cabeza del revés, pues día hay en que creo que ellos son los amos, y yo el último paria de toda esa patulea".

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