XII
En el mismo instante que esto ocurría, entraba del Senado D. Francisco, llevando consigo a su amigo, médico y senador, a quien había invitado a comer, más que por el gusto de obsequiarle, porque viera a su esposa, y proporcionarse de este modo una consulta gratuita sobre la dolencia fastidiosa y tenaz, ya que no grave, que aquella sufría. Figuraba el senador entre las eminencias médicas, y quería serlo también política, para lo cual había tomado por su cuenta las reformas sociales, pronunciando discursos campanudos y pesadísimos, que a Torquemada le encantaban, por hallar en ellos perfecta concordancia con sus propias ideas sobre tales materias. Hicieron amistades en los pasillos, y en el salón se sentaban casi siempre juntos. Era el médico hombre amabilísimo, y D.
Francisco se encariñaba con los hombres finos, siempre que fueran desinteresados y no atacasen al bolsillo con las armas de la cortesía refinada, como ciertos puntos que a nuestro tacaño se le sentaban en la boca del estómago.
Vio, pues, el senador médico a la señora Marquesa, la interrogó con exquisita delicadeza y gracejo, y su dictamen fue tranquilizador para la familia. Todo ello no era más que anemia, y un poco de histerismo. El tratamiento de Quevedito le pareció de perlas, y había que esperar de él la anhelada mejoría. No se permitió añadir más que la rusticación cuando llegase el verano, residiendo en país montañoso, lejos del mar. Después comieron todos muy campantes, y Cruz notó en Augusta una tristeza que en ella era cosa muy rara, pues por lo común alegraba la mesa y entretenía gallardamente a los comensales. Torquemada estuvo decidor, queriendo a toda costa lucirse delante de su amigo, el cual, velis nolis, metió entre dos platos los problemas sociales, y allí fue Troya, pues el médico resolvía la cuestión por lo político, el misionero por lo religioso, y el señor Marqués deploraba las exageraciones de escuela. Tristes y aburridas, abstuviéronse las dos damas de dar su opinión en tan cargante materia.
Terminada la comida, corrió Augusta a la alcoba, y se secreteó con Fidela: "Dice Cruz que mañana...".
— Mi hermana no ha dicho eso.
—¿Cómo no?
— No, porque tú no le has dicho nada todavía. Si todo lo sé y lo veo desde aquí.
Conmigo no valen mentirillas. Y si no se lo dices pronto, tendré que decírselo yo.
La inesperada presencia de Cruz en la alcoba, entrando como una aparición, cortó bruscamente el diálogo. Al pronto, notando algo extraño en la actitud de ambas, creyó que se trataba de una travesura. Interrogó, le replicaron, y al fin supo la verdad de aquel antojo de su hermana. ¡Confesarse! ¿Cuándo? ¡Pronto, pronto! ¿Qué prisa había? Su empeño verdadero o fingido de tomarlo a risa, no dio más resultado que confirmar a la otra en su tenaz deseo. Bien se comprende que aquel repentino afán de confesión, no hallándose la señora peor de su dolencia, al decir de los médicos, inquietó a la familia. Cruz fue con el cuento a Gamborena, y este a D. Francisco, que corrió alarmadísimo a la alcoba, y dijo a su cara mitad:
"¿Pero tú qué fenómenos tienes? Si dice el doctor que son fenómenos reflejos, exclusivamente reflejos... ¿A qué viene esa andrómina del confesarse? Tiempo tienes. Mi amigo se ha ido; pero si quieres le llamo... No, no será preciso.
Mientras menos médicos aparezcan por aquí, mejor. Quevedo no tardará en llegar, y entre todos te convenceremos de tu tontería".
Interrogada por todos de un modo apremiante, Fidela no podía declarar, sin mentir, ningún síntoma peligroso. De fiebre no tenía ni chispa, según una vez y otra hizo constar D. Francisco, que se las echaba de buen entendedor de pulsos.
Lo único que sentía era la opresión del pecho, la dificultad del respirar, cual si un corsé de hierro le oprimiera la caja torácica, y algo, además, que, a su parecer, como dogal interno, apretaba su garganta, a la cual se llevaba las manos sin sosiego, creyendo cerciorarse con ellas de una fuerte hinchazón.
"Pero, ¿no tengo aquí un bulto muy grande?".
— No, hija, no tienes nada. Todo es aprensión.
— Fenómenos reflejos.
— Duérmete, y verás.
— Eso es lo que quiero, dormirme y ver lo que hay por allá. Pero me parece que no pegaré los ojos en toda la noche.
Quevedito, que a la sazón entrara, no encontró en ella novedad que debiera ser motivo de alarma; pero el estado moral de la enferma, y las extrañas inquietudes de su espíritu pusiéronle al fin en cuidado, y propuso a su suegro que al día siguiente, fuese llamado en consulta el doctor Miquis. En tanto, Cruz trataba de convencer a Gamborena de la inconveniencia de retirarse a su domicilio en noche tan cruda y desapacible, y él no insistió, como otras veces, en largarse, afrontando la ventisca y el frío. Más que las molestias y aun peligros de la caminata, le retenían en la mansión ducal presentimientos vagos de que no sería excusada en ella su presencia. Convino, al fin, en alojarse en la habitación cardenalicia que en el piso alto le tenían preparada, y Cruz le suplicó que, antes de recogerse, tratara de obtener de Fidela, con su omnímoda autoridad, el aplazamiento de la confesión hasta el siguiente día. Dicho y hecho. Llegose a la puerta de la alcoba el buen sacerdote, y desde allí, con insinuante cariño, dijo a la enferma:
"¿Sabes que tu hermana no me deja marchar? Me resigno, porque las calles están heladas: caballos y personas tenemos miedo de un resbalón, y de rompernos pata o pierna... Eso que has pensado, hija mía, me parece muy bien, muy bien. Por lo mismo que no estás peor, quieres hacerlo descansada y fácilmente, como obligación de todo tiempo y de circunstancias normales. Bien, muy bien. Pero yo estoy cansado, tú necesitas dormir, y como me tienes en casa, quédese para mañana. Duérmete, niña, duérmete tranquila. Buenas noches".
Poco después de esto, despidiose Augusta, besando una y otra vez a su amiga, y prometiéndole ir tempranito a la mañana siguiente. La paz y la quietud reinaron en la casa, mas no en el corazón de Cruz, que no tenía sosiego, y se acostó como el oficial de guardia cuando hay temores de trifulca. Toda la noche la pasó D.
Francisco vigilando a su esposa. Entraba de puntillas, y aproximábase al lecho como un fantasma. La pobrecita dormía algunos ratos; pero eran sus sueños breves y nada tranquilos.
"Estoy despierta — decía alguna vez —. Aunque me veas con los ojos cerrados, no duermo, no. ¡Y qué ganas tengo de coger un buen sueño, largo, largo...!".
—¿Hay algún nuevo fenómeno, hija mía?
— Nada, nada más que esta opresión maldita. Si no tuviera esto, me sentiría muy bien.
Y más tarde: "Eximio, no te asustes, esto no es nada. Un momento que me ha faltado la respiración, y creí que me ahogaba".
—¿Quieres otra cucharadita?
— No, ahora no. Creo que me hace daño tanto brebaje. ¡Ay!, qué horrores soñé en un momento que me quedé dormida. Que nuestro Valentín se había sacado los ojos y jugaba con ellos. Después me los daba a mí para que se los guardara...
ta... ca... pa... ca... ¿Y qué haces que no te acuestas, pobrecido eximio?
— Mientras tú estés despierta, velaré yo — le dijo el esposo, sentándose a su lado —. Blasono de precavido y vigilante, y soy la previsión personificada.
— Si no tengo nada; si estoy bien...
— Pero debemos tender a que estés mejor. A mí se me ha ocurrido un plan. A veces sabe uno más que toda la cáfila de médicos que pululan por ahí.
—¡Si yo durmiera...! Pero, ya verás... de mañana no pasa que coja yo un sueño largo, largo...
— Cuando yo estoy desvelado, me pongo a sumar cifras, y a meter y sacar por todos los rincones del cerebro la aritmética que aprendí de muchacho.
— Pues yo también sumo, y no saco en limpio más que los mil y quinientos minutos que me faltan para dormirme. ¡Qué cabeza esta! ¿Ves? Ahora parece que tengo sueño. Respiro bien, y el bulto de la garganta se me sube a los ojos.
Los párpados me pesan. Eximio Tor, yo te aseguro que Valentín tendrá mucho talento, no talento para los negocios, como tú, si no para la poesía, y para...
Se quedó dormida. A la madrugada, después de varios letargos breves, tuvo un ligero ataque de disnea. Torquemada se alarmó. Pero ella le tranquilizaba diciéndole: "Querido ex... ex... imio, no te asustes. No es nada. Quiero respirar, y la nariz dice que... respire por la boca, y la boca... que por la nariz..., y en esta disputa... ¿ves?... ya pasó... ya".
Ya de día claro, durmió como unas dos horas, y se despertó alegre, charlatana, preguntando si había venido Augusta. Acudió su hermana a darle el desayuno, un té con leche, que tomó con gran apetito. Torquemada se había ido a descansar, y Gamborena se preparaba para decir la misa. Revuelto y glacial como el anterior, ofreciose al amanecer aquel día, lo que no impidió que la de Orozco se personase en el palacio, diligente y recelosa, poco antes de la misa, que oyó con gran recogimiento y devoción. A las nueve, cuando Gamborena se desayunaba en la sacristía, y se oían en los pasillos bajos el desapacible chillar del heredero, y el ruido de los varetazos que daba en bancos y sillas, subió Augusta a la alcoba y charló con Fidela de cosas gratas, amenas y tentadoras de la risa. En lo mejor de este sabroso coloquio entró el eclesiástico, diciendo con gracejo:
"Amiguita, ahora está usted demás aquí. Fidela y yo tenemos que echar un párrafo".
Salió de la alcoba la dama, y quedaron solos la Marquesa y el misionero. La confesión fue larga, aunque no tanto como el sueño que aquella deseaba.