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Torquemada y San Pedro: VIII

Torquemada y San Pedro
VIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

VIII

El heredero de los estados de San Eloy, del Águila y Gravelinas reunidos, había sido, en el primer año de su existencia, engaño de los padres y falsa ilusión de toda la familia. Creyeron que iba a ser bonito, que lo era ya, y además salado, inteligente. Pero estas esperanzas empezaron a desvanecerse después de la primera grave enfermedad de la criatura, y los augurios de Quevedito, cumpliéndose con aterradora puntualidad, llenaron a todos de zozobra y desconsuelo. El crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la longitud de las orejas y la torcedura de las piernas, con la repugnancia a mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos en aquella crisis de la vida, y además fríos, parados, sin ninguna viveza ni donaire gracioso. El pelo era lacio y de color enfermizo, como barbas de maíz.

Creyeron que rizándoselo con papillotes se disimularía tanta fealdad; pero el demonio del nene, en sus rabietas convulsivas, se arrancaba los papeles y con ellos mechones de cabello, por lo que se decidió pelarle al rape.

Sus costumbres eran de lo más raro que imaginarse puede. Si un instante le dejaban solo, se metía debajo de las camas y se agazapaba en un rincón con la cara pegada al suelo. No sentía entusiasmo por los juguetes, y cuando se los daban, los rompía a bocados. Difícilmente se dejaba acariciar de nadie, y sólo con su mamá era menos esquivo. Si alguien le cogía en brazos, echaba la cabeza para atrás, y con violentísimas manotadas y pataleos expresaba el afán de que le soltaran. Su última defensa era la mordida, y a la pobre niñera le tenía las manos acribilladas. Fácil había sido destetarle, y comía mucho, prefiriendo las sustancias caldosas, crasas, o las muy cargadas de dulce. Gustaba del vino.

Ansiaba jugar con animales; pero hubo que privarle de este deleite, porque los martirizaba horrorosamente, ya fuese conejito, paloma o perro. Punto menos que imposible era hacerle tomar medicinas en sus enfermedades, y nunca se dormía sino con la mano metida en el seno de la niñera. Por temporadas, lograba su mamá corregirle de la maldita maña de andar a cuatro pies. En dos andaba, tambaleándose, siempre que le permitieran el uso de un latiguito, bastón o vara, con que pegaba a todo el mundo despiadadamente. Había que tener mucho cuidado y no perderle de vista, porque apaleaba los bibetots y figuritas de biscuit del tocador de su mamá. La casa estaba llena de cuerpos despedazados, y de cascotes de porcelana preciosa.

Y no era este el solo estrago de su andadura en dos pies, porque también daba en la flor de robar cuantos objetos, fueran o no de valor, se hallaran al alcance de su mano, y los escondía en sitios obscuros, debajo de las camas, o en el seno de algún olvidado tibor de la antesala. Los criados que hacían la limpieza descubrían, cuando menos se pensaba, grandes depósitos de cosas heterogéneas, botones, pedazos de lacre, llaves de reloj, puntas de cigarro, tarjetas, sortijas de valor, corchetes, monedas, guantes, horquillas y pedazos de moldura, arrancados a las doradas sillas. A cuatro pies, triscaba el pelo de las alfombras, como el corderillo que mordisquea la hierba menuda, y hociqueaba en todos los rincones. Estas eran sus alegrías. Cansadas las señoras de los accesos de furia que le acometían cuando se le contrariaba, dejábanle campar libremente en tan fiera condición. Ni aun pensar en ello querían. ¡Pobrecitas! ¡Qué razones habría tenido Dios para darles, como emblema del porvenir, aquella triste y desconsoladora alimaña!

"Hola, querida, ¿qué tal? — dijo Augusta entrando en el cuarto de Fidela, y corriendo a besarla —. Allí me he encontrado a tu hijito hecho un puerco—espín.

¡El pobre!... ¡qué pena da verle tan bruto!".

Y como notara en el rostro de su amiga que la nube de tristeza se condensaba, acudió prontamente a despejarle las ideas con palabras consoladoras:

"Pero, tonta, ¿quién te dice que tu hijo no pueda cambiar el mejor día? Es más: yo creo que luego se despertará en él la inteligencia, quizá una inteligencia superior... Hay casos, muchísimos casos".

Fidela expresaba con movimientos de cabeza su arraigado pesimismo en aquella materia.

"Pues haces mal, muy mal en desconfiar así. Créelo porque yo te lo digo. La precocidad en las criaturas es un bien engañoso, una ilusión que el tiempo desvanece. Fíjate en la realidad. Esos chicos que al año y medio hablan y picotean, que a los dos años discurren y te dicen cosas muy sabias, luego dan el cambiazo y se vuelven tontos. De lo contrario he visto yo muchos ejemplos.

Niños que parecían fenómenos, resultaron después hombres de extraordinario talento. La Naturaleza tiene sus caprichos..., llamémoslos así por no saber qué nombre darles... no gusta de que le descubran sus secretos, y da las grandes sorpresas... Espérate: ahora que recuerdo... Sí, yo he leído de un grande hombre que en los primeros años era como tu Valentín, una fierecilla. ¿Quién es? ¡Ah!, ya me acuerdo: Víctor Hugo nada menos".

—¡Víctor Hugo! Tú estás loca.

— Que lo he leído, vamos. Y tú lo habrás leído también; sólo que se te ha olvidado... Era como el tuyo, y los padres ponían el grito en el cielo... Luego vino el desarrollo, la crisis, el segundo nacimiento, como si dijéramos, y aquella cabezota resultó llena con todo el genio de la poesía.

Con razones tan expresivas e ingeniosas insistió en ello Augusta, que la otra acabó por creerlo y consolarse. Debe decirse que la de Orozco se hallaba dotada de un gran poder sugestivo sobre Fidela, el cual tenía su raíz en el intensísimo cariño que esta le había tomado en los últimos tiempos; idolatría más bien, una espiritual sumisión, semejante en cierto modo a la que Cruz sentía por el santo Gamborena. ¿Verdad que es cosa rara esta similitud de los efectos, siendo tan distintas las causas, o las personas? Augusta, que no era una santa ni mucho menos, ejercía sobre Fidela un absoluto dominio espiritual, la fascinaba, para decirlo en los términos más comprensibles, era su oráculo para todo lo relativo al pensar, su resorte maestro en lo referente al sentir, el consuelo de su soledad, el reparo de su tristeza.

Obligada a triste encierro por su endeble salud, Fidela habría retenido a su lado a la amiga del alma, mañana, tarde y noche. Fiel y consecuente la otra, no dejaba de consagrarle todo su tiempo disponible. Si algún día tardaba, la Marquesita se sentía peor de sus dolencias, y en ninguna cosa hallaba consuelo ni distracción. Recados y cartitas eran el único alivio de la ausencia de la persona grata, y cuando Augusta entraba, después de haber hecho novillos una mañana o un día enteros, veíase resucitar a Fidela, como si en alma y cuerpo saltase de las tinieblas a la luz. Esto pasó aquella mañana, y el gusto de verla le centuplicó la credulidad, disponiéndola para admitir como voz del Cielo todo aquello de la monstruosa infancia de Víctor Hugo, y otros peregrinos ejemplos que la compasiva embaucadora sacaba de su cabeza. Luego empezaron las preguntitas: "¿Qué has hecho desde ayer tarde? ¿Por tu casa ocurre algo? ¿Qué se dice por el mundo? ¿Quién se ha muerto? ¿Hay algo más del escándalo de las Guzmanas? (Eloísa y María Juana)".

Porque Augusta le daba cuenta de las ocurrencias sociales, y de las hablillas y enredos que corrían por Madrid. Fidela no leía periódicos, su amiguita sí, y siempre iba pertrechada de acontecimientos. Su conversación era amenísima, graciosa, salpimentada de paradojas y originalidades. Y no faltaba en aquellos coloquios la murmuración sabrosa y cortante, para lo cual la de Orozco poseía más que medianas aptitudes, y las cultivaba en ocasiones con implacable saña, cual si tuviera que vindicar con la lengua ofensas de otras lenguas más dañinas que la suya. Falta saber, para el total estudio de la intensa amistad que a las dos damas unía, si Augusta había referido a su amiga la verdad de su tragedia, desconocida del público, y tratada en las referencias mundanas con criterios tan diversos, por indicios vagos y según las intenciones de cada cual. Es casi seguro que la dama trágica y la dama cómica (de alta comedia) hablaron de aquel misterioso asunto, y que Augusta no ocultó a su amiga la verdad, o parte de verdad que ella sabía; mas no consta que así lo hiciera, porque cuando las hallamos juntas, no hablaban de tal cosa, y sólo por algún concepto indeciso se podía colegir que la Marquesa de San Eloy no ignoraba el punto negro ¡y tan negro!, de la vida de su idolatrada compañera.

"Pues mira tú — le dijo volviendo al mismo tema después de una divagación breve —, me has convencido. Me conformo con que mi hijo sea tan cerril, y como tú, tengo esperanzas de una transformación que me le convierta en un genio..., no, tanto no, en un ser inteligente y bueno".

— Yo no me conformaría con eso; mis esperanzas no se limitan a tan poco.

— Porque tú eres muy paradójica, muy extremada. Yo no: me contento con un poquito, con lo razonable. ¿Sabes? Me gusta la medianía en todo. Ya te lo he dicho: me carga que mi marido sea tan rico. No quiera Dios que seamos pobres, eso no; pero tanta riqueza me pone triste. La medianía es lo mejor, medianía hasta en el talento. Oye tú, ¿no sería mejor que nosotras fuéramos un poquito más tontas?

—¡Ay, qué gracia!

— Quiero decir que nosotras, por tener demasiado talento, no hemos sido ni somos tan felices como debiéramos. Porque tú tienes mucho talento natural, Augusta, yo también lo tengo, y como esto no es bueno, no te rías, como el mucho talento no sirve más que para sufrir, procuramos contrapesarlo con nuestra ignorancia, evitando en lo posible el saber cosas..., ¡cuidado que es cargante la instrucción!... y siempre que podemos ignorar cosas sabias, las ignoramos, para ser muy borriquitas, pero muy borriquitas.

— Por eso — dijo Augusto con mucho donaire —, yo no he querido almorzar abajo.

Hoy tenéis dos sabios a la mesa. Ya le dije a Cruz que no contara conmigo...

para que no pueda pegárseme nada.

— Muy bien pensado. Es un gusto el ser una un poco primitiva, y no saber nada de Historia, y figurarse que el sol anda alrededor de la tierra, y creer en brujas, y tener el espíritu lleno de supersticiones.

— Y haber nacido entre pastores, y pasar la vida cargando haces de leña.

— No, no tanto.

— Concibiendo y pariendo y criando hijos robustos.

— Eso sí.

— Para después verlos ir de soldados.

— Eso no.

— Y envejeciendo en los trabajos rudos, con un marido que más bien parece un animal doméstico...

— Bah... ¿Y qué nos importaría? Yo tengo sobre eso una idea que alguna vez te he dicho. Mira: anoche estuve toda la noche pensando en ello. Se me antojaba que era yo una gran filósofa, y que mi cabeza se llenaba de un sin fin de verdades como puños, verdades que si se escribieran habrían de ser aceptadas por la humanidad.

—¿Qué es?

— Si te lo he dicho... Pero nunca he sentido en mí tanto convencimiento como ahora. Digo y sostengo que el amor es una tontería, la mayor necedad en que el ser humano puede incurrir, y que sólo merecen la inmortalidad los hombres y mujeres que a todo trance consigan evitarla. ¿Cómo se evita? Pues muy fácilmente. ¿Quieres que te lo explique, grandísima tonta?

Vacilante entre la risa y la compasión, oyó Augusta las razones de su amiga.

Triunfó al cabo el buen humor, soltaron ambas la risa. Ya la Marquesa ponía el paño al púlpito para explanar su tesis, cuando entraron con el almuerzo, y la tesis se cayó debajo de la mesa, y nadie se acordó más de ella.

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