IX
He aquí que el propio Matías Vallejo se le puso delante, y quitándose la gorra con muestras de tanto respeto como alegría, le dijo: "¡Sr. D. Francisco de mi alma, usted en estos barrios, usted mirando estas pobrezas!".
—¡Ah! Matías, pensaba preguntar por ti. ¿Es esta tu casa? ¿Y la tienda, dónde está?
— Venga, venga conmigo — dijo aquel pedazo de animal, llevándole de una mano, para lo cual fue preciso romper a codazo limpio el círculo de curiosos que al instante se formó.
Componían la persona de Matías Vallejo una panza frailuna, revestida del verde mandil con rayas negras, por abajo unos pies que apenas cabían dentro de inconmensurables pantuflas de alfombra, y por arriba una cabeza que era lo mismo que un gran tomate con ojos, boca y narices. Sobre todo esto, una afabilidad campechana, una risa bramadora, y un mirar acuoso y tierno, que indicaban la paz de la conciencia, el vinazo y la vida sedentaria. Con este hombre, que a la sazón contaba sesenta años, y contaría más, si no reventaba pronto como un pellejo al que se le cascan las costuras y se le corre la pez, tuvo D. Francisco amistad íntima en otros tiempos. En los de sus grandezas, fue la única persona de aquellos barrios con quien se trató pasajeramente. Matías Vallejo, rompiendo por todas las etiquetas, se presentó dos o tres veces en la casa de la calle de Silva y en el palacio de Gravelinas, a pedir un auxilio pecuniario al amigo de antaño, y este se lo prestó gentilmente, sin interés, caso inaudito del cual no hay otro ejemplo en la historia del grande hombre. Verdad que Vallejo cumplió bien, y los réditos se los pagó en gratitud; que era hombre de buena cepa, y también de circunstancias, a su manera tosca.
Pues, como digo, lleváronle a la tienda, y de ésta a la trastienda, casi en triunfo, y le sentaron junto a una mesa de palo mal pintado, en la cual las culeras de los toscos vasos habían dejado círculos de moscatel pegajoso, que una mujer refregó, más que limpió, con un trapo. Vallejo, su hija y yerno, y otras dos personas que en la trastienda había, estaban como atontados con tan extraordinario y excelso huésped, y no sabían qué decirle, ni qué obsequios hacerle para cumplir, y dejar bien puesto el pabellón de la casa. Iban de aquí para allá, azorados: la mujerona contenía la irrupción de los parroquianos entrometidos que quisieron colarse detrás de D. Francisco; Vallejo se reía como un fuelle, y el yerno se rascaba la cabeza, quitándose la gorra y volviéndosela a poner.
"¡Vaya, vaya, D. Francisco por aquí! ¡Qué sorpresa... venir a honrar este pobre tenducho... tú, un señor Marqués...!".
En otro tiempo se tuteaban Torquemada y Vallejo. Este cayó en la cuenta de que a tiempos nuevos, tratamientos nuevos, y mordiéndose la lengua como por vía de castigo, juró tener más cuidado en adelante.
"Pues venía paseando — dijo D. Francisco, algo afectado por los agasajos de aquella buena gente —, y dije digo: voy a ver si ese pobre Vallejo se ha muerto ya, o si vive... Yo he estado muy malito".
— Lo oí decir... y crea que lo sentí de veras.
— Pero ya estoy en la convalecencia, en plena convalecencia, gracias a mi determinación de tomar el aire, y de... zafarme de médicos y boticas.
— Ya... Si no hay nada como el santo aire, y la vida de pueblo. Lo que digo: vosotros los de sangre azul que os cuidáis más de la cuenta, vivís poco.
— No, pues lo que es yo, no la entrego a dos tirones. ¡Biblias pasteleras! Mira, Matías, sin ir más lejos, hoy mismo le he dado una patada a la muerte, que...
Vamos, que la he mandado a hacer puñales... ¡ja, ja!... Y dime una cosa: ¿podría yo almorzar aquí?
—¡Ave María Purísima!... ¡Me caso con San Cristóbal!... ¡Qué cosas dice usted!... ¡Nicolasa, ¡jinojo!, que quiere almorzar!... Colasa, y tú, Pepón, ¡que almuerza en casa! ¡Vaya una honra! Pronto, a ver... ¿hay perdices?... Si no, que las traigan. Tenemos un cochinillo que es para chuparse los dedos.
— No, cochinillo no.
—¡Colasa!... Pero ¿qué haces? ¡Que Su Excelencia quiere almorzar! Más honor que si fuera el Emperador de todas las Alemanias y de todas las Rusias.
Creyérase que se habían vuelto locos. Vallejo lloraba de risa, y pateaba de contento. Él mismo limpió nuevamente la mesa con su delantal verde, mientras Nicolasa traía manteles y servilletas de gusanillo, de lo que guardaba en las arcas, pues el servicio de la taberna no era para tan gran personaje. Debe advertirse que taberna y tienda componían el establecimiento de Vallejo, ambas industrias administradas en común, y los dos locales comunicados por la trastienda.
"Hay de todo — dijo Vallejo a su amigo —: chuletas de cerdo y de ternera, lomo adobado, aves, besugo, jamón, cordero, calamares en su tinta, tostón, chicharrones, sobreasada, el rico chorizo de Candelario, y cuanto se quiera, ea, ¡me caigo en el puente de Toledo!, cuanto se quiera".
— No has nombrado una cosa que he visto en tu vidriera, y que me entró por el ojo derecho cuando la vi. Es un antojo. Me lo pide el cuerpo, Matías, y pienso que ha de sentarme muy bien... ¿No caes? Pues judías, dame un platito de judías estofadas, ¡cuerno!, que ya es tiempo de ser uno pueblo, y de volver al pueblo, a la Naturaleza, por decirlo así.
—¡Colasa!... ¿oyes? ¡Quiere judías... un excelentísimo senador... judías! ¡Válgate Dios, qué llano y qué...! Pero también tomará usted una tortilla con jamón, y luego unas magras...
— Por de pronto las judiitas, y veremos lo que dice el estómago, que de seguro ha de agradecerme este alimento tan nutritivo y tan... francote. Porque yo tengo para mí, Matías, que todo el condimento español y madrileño neto cae mejor en los estómagos que las mil y mil porquerías que hace mi cocinero francés, capaces de quitarle la salud al caballo de bronce de la Plaza Mayor.
— Diga usted que sí, ¡jinojo!, y a mí nadie me quita de la cabeza que todo el mal que el Sr. D. Francisco tuvo, no fue más que un empacho de tanta judía cataplasma y de tanta composición de salsas pasteleras, que más parecen de botica que de mesa. Para arreglar la caja, señor Marqués, no hay más que las buenas magras, y el vino de ley, sin sacramento. No le diré a vuecencia que estando delicado, tome carne del de la vista baja, con perdón; pero unas chuletas de ternera tengo aquí, que asadas en parrillas resucitan a un muerto.
— Las cataremos — dijo el prócer, empezando a comer las judías, que le sabían a gloría —. Mentira me parece que coma yo esto con apetito, y que me caiga tan bien. Nada, Matías, como si de ayer a hoy me hubieran sacado el estómago para ponerme otro nuevo... Riquísimas están tus judías. No sé los años que hace que no las probaba. Aquí traería yo a mi cocinero a que aprendiese a guisar. Pues no creas; me cuesta cuarenta duros al mes, sin contar lo que sisa, que debe de ser una millonada, créetelo, una millonada.
Matías hacía los honores a su huésped comiendo con él, para incitarle con el ejemplo, que era de los más persuasivos. Trajeron, además, vinos diferentes, para que escogiesen, prefiriendo los dos un Valdepeñas añejo, que llamaba a Dios de tú. Después de saborear las alubias, notó el Marqués con alegría que su estómago, lejos de sentir fatiga o desgana, pedíale más, como colegial sacado del encierro, que se lanza a las más locas travesuras. Venga la tortilla con jamón o chorizo de lo bueno; vengan las chuletas como ruedas de carro, bien asaditas y con su albarda de tomate, y sobre todo, tira de Valdepeñas para macerar en el buche toda aquella sustancia y digerirla bien.
Cuantas personas entraban en la trastienda, ya fueran a ver al Sr. Matías, ya llegaran con intenciones de tomar algo en las otras mesas, quedábanse como quien ve visiones ante la presencia del Sr. de Torquemada, y unos por no conocerle, otros por haberle conocido demasiado, abrían un palmo de boca. Y el respeto que tan gran personaje a todos infundía les tuvo silenciosos, hasta que Vallejo, a mitad del almuerzo, animándose con el vinillo y con los vapores de su propia satisfacción, les dijo: "Blas, y tú, Carando, y tú, Higinio, no seáis pusilánimes, ni tengáis cortedad. Arrimaos aquí, que el señor Marqués no se avergüenza de alternar, y es un señor muy democrático y muy disoluto".
Arrimáronse, y D. Francisco les hizo una de aquellas graves reverencias que aprendido había en sus tiempos de aristocracia. Hizo Matías la presentación en estilo llano: "Este Blas es el Ordinario de Astorga, y aquí, donde usted le ve, no se deja ahorcar por treinta mil duros. Higinio Portela, es sobrino de aquel Deogracias Portela, que tuvo la pollería de la Cava... ¿Se acuerda usted?".
—¡Oh!, sí, me acuerdo... ya... Deogracias... Por muchos años.
— Y este Carando es un burro, con perdón, porque tenía el negocio de animales muertos, y por pleitear con los González de Carabanchel Bajo se quedó sin camisa. Total, que todos aquí, mil duros más o mil duros menos, semos unos pelagatos en comparanza con tu grandeza, con la opulencia opípara del hombre que, si a mano viene, tiene más millones en sus arcas que pelos en la cabeza.
— No exagerar, no exagerar — dijo D. Francisco con afectación de modestia —. No creáis las aseveraciones del vulgo... He trabajado mucho, y pienso trabajar más todavía, para reparar los quebrantos que esta jeringada enfermedad me ha traído. Gracias que hoy me rejuvenezco, y según la gana con que como y lo bien que me cae, paréceme que nunca estuve enfermo ni volveré a estarlo en los días que me quedan de vida, que serán muchos, pero muchos...