VII
— Por mí — replicó Donoso —, que haya ese Dios y cuantos a usted le acomoden. De la conversión hablaremos despacio, y ahora, calma, calma, hasta recobrar la salud por entero. Hablar poquito, y no discurrir más que lo absolutamente necesario... Y yo me voy a casa del notario a llevar estos apuntes. Todo podrá quedar concluido esta noche, y lo leeremos y firmaremos cuando usted disponga.
— Bien, mi querido amigo. Todo se hará según lo resolvimos ayer... o anteayer: ya no me acuerdo. Ya se sabe: mi palabra es sagrada, sacratísima, como quien dice...
Fuese Donoso, no sin advertir a la familia la hiperemia cerebral que D. Francisco revelaba; para que procurasen todos no dar pábulo a un síntoma tan peligroso. Así lo prometieron; mas cuando pasaron a la cabecera del enfermo, halláronle calmado.
No les habló de negocios, sino de su conformidad con la voluntad del Señor. En verdad que el hombre estaba edificante. Sus ojuelos resplandecían febriles, y sus manos acompañaban con gesto expresivo la palabra. Hablole Cruz de cosas místicas, de la infinita misericordia de Dios, de lo preciosa que es la eternidad, y él contestaba con breves frases, mostrándose en todo conforme con su ilustre hermana, y añadiendo que Dios castiga o premia a los individuos y a las nacionalidades, según los merecimientos de cada cual. "Naturalmente, a la nación que profesa la verdad, y es buena católica, la protege y hasta la mima. Esto es obvio".
Continuó toda la prima noche en relativa tranquilidad, y a eso de las nueve y media llegaron los testigos para el testamento, cuya lectura y firma no quiso diferir Donoso, pues si era muy probable que D. Francisco continuase en buena disposición al siguiente día, también podría suceder lo contrario, y que su cabeza no rigiese. La misma opinión sostuvo Gamborena: cuanto más pronto se quitase de en medio aquel trámite del testamento, mejor. Reunidos en el salón los testigos, mientras aguardaban al notario, Donoso les dio una idea, a grandes rasgos, de la estructura y contenido de aquel documento. Empezaba el testador con la declaración solemne de sus creencias religiosas, y con su acatamiento a la santa Iglesia. Ordenaba que fuesen modestísimas sus honras fúnebres, y que se le diese sepultura junto a su segunda esposa la Excelentísima... etc... Dejaba a sus hijos, Rufina y Valentín, los dos tercios de su fortuna, designando para cada uno partes iguales, o sea el tercio justo. Esta igualdad entre la legítima de los dos hijos, el de la primera y la segunda esposa, fue idea de Cruz, que todos alabaron, como una prueba más de la grandeza de alma de la ilustre señora. Si se hacía la liquidación de gananciales, la parte de Valentín habría de ser mayor que la de Rufinita. Más sencillo y más generoso era partir por igual, fijando bien los términos de la disposición para evitar cuestiones ulteriores entre los herederos. En otra cláusula era nombrado el Sr. Donoso tutor de Valentín, y se tomaban las precauciones oportunas para que la voluntad del testador fuera puntualmente cumplida.
Y, por fin, el tercio del capital se destinaba íntegro a obras de piedad, nombrándose una junta que con los señores testamentarios procediese a distribuirlo entre los institutos religiosos que el testador designaba. Enterados de las bases, disertaron luego los señores testigos sobre la cuantía del caudal que se dejaba por acá el Sr.
D. Francisco al partir para el otro mundo. Las opiniones eran diversas: quién se dejaba correr a cifras más que fabulosas; quién opinaba que más era el ruido que las nueces. El buen amigo de la casa, orgulloso de poder dar en aquel asunto los informes más cercanos a la verdad, afirmó que el capital del señor Marqués viudo de San Eloy no bajaría de treinta millones de pesetas, oído lo cual por los otros, abrieron un palmo de boca, y cuando el estupor les permitió hablar, ensalzaron la constancia, la astucia y la suerte, fundamento de aquel desmedido montón de oro.
Llegado el notario, procediose a la lectura, durante la cual mostró el testador serenidad, sin hacer observación alguna, como no fuera un par de frasecillas alusivas a la desmesurada longitud del documento. Pero todo tiene su término en este mundo: la última palabra del testamento fue leída, y firmaron todos, Torquemada con mano un tanto trémula. Donoso no ocultaba su satisfacción por ver felizmente realizado un acto de tantísima trascendencia. El enfermo fue congratulado por su mejoría, que él corroboró de palabra, atribuyéndola a la infinita misericordia de Dios, y a sus inescrutables designios, y le dejaron descansar, que bien se lo merecía después de tan larga y no muy amena lectura.
Tras el notario, el médico, que incitó a D. Francisco al reposo, prohibiéndole toda cavilación, y asegurándole que cuanto menos pensara en negocios más pronto se curaría. Dispuso algunas cosillas para el caso, no improbable, de que se presentasen fenómenos de extremada gravedad, y se fue, indicando a la familia su propósito de volver a cualquier hora que se le llamase, y añadiendo su escasa confianza en aquel alivio engañoso y traicionero. Con tales augurios, quedáronse a velar Rufinita, Cruz y el sacerdote. Muy sosegado en apariencia seguía Torquemada, pero sin sueño, y con ganas de que le acompañaran y le dieran conversación. Repetía las seguridades de su restablecimiento próximo, y satisfecho de haber hecho las paces con Dios y con los hombres. fundaba en aquella cordialidad de relaciones mil proyectos risueños. "Ahora que marchamos de acuerdo, hemos de hacer algo que sea muy sonado".
Poco le duraron estas bonitas esperanzas, porque a la madrugada, después de un letargo brevísimo, se sintió mal. Viva inquietud, picazones en la epidermis tuviéronle largo rato dando vueltas en la cama y tomando las más extrañas posturas. Maldecía y renegaba, olvidado de su flamante cristianismo, culpando a la familia, al ayuda de cámara, que le había echado picapica en las sábanas, para impedirle dormir. De improviso presentáronse vivos dolores en el vientre, que le hicieron prorrumpir en gritos descompasados, y encorvarse, y retorcerse, cerrando los puños y desgarrando las sábanas. "Pues esto — decía, con espumarajos de ira —, no es más que debilidad... El estómago que se subleva contra el no comer...
¡Maldito médico!, me está matando. ¡Y yo que, ahora mismo, me comería medio cabrito!...".
Aplicóle Quevedo algunas inyecciones, y diéronle caldo helado. Pero no había concluido de tragarlo, cuando las horribles arcadas y mortales angustias demostraron la incapacidad de aquel infeliz estómago para recibir alimento. "¿Pero qué demonios me habéis dado aquí? — decía en medio de sus ansias —. Esto sabe a infierno... Se empeñan en matarme, y han de salirse con ella, por no tener yo a nadie que mire por mí. ¡Señor, Señor, confúndeles, confunde a nuestros enemigos!".
Desde aquel momento cesó en él toda tranquilidad de cuerpo y de espíritu, sus ojos se desencajaron, su boca no supo pronunciar una palabra cariñosa. "¡Vaya, que este retroceso de ñales...! Aquí hay engaño... No, pues lo que es yo no me entrego... Que llamen a Miquis... ¡Menuda cuenta me va a poner ese danzante! Pero como no me cure, ya verá él... Ahí es nada lo del ojo... ¡Qué dirá la nación, qué la humanidad, qué el mismísimo Ser Supremo!... Vaya, que no le pago, si no me cura... Eh, Cruz, ya lo sabe usted. Si por casualidad me muero, la cuenta del médico no hay que abonarla... Que coja un trabuco y se vaya a Sierra Morena...
¡Oh, Dios mío, qué malo me he puesto!... Heme aquí con ganas de comer, y sin poder meter en mi cuerpo ni un buche de agua, por que lo mismo es tragarlo, que toda la economía se me subleva, y se arma dentro de mí la de Dios es Cristo".
Sentado en la cama, ya elevaba los brazos, echando la cabeza para atrás, ya se encorvaba, quedándose como un ovillo, la cara entre las manos, los codos tocando a las rodillas. Gamborena se acercó para recomendarle la paciencia y la conformidad. Encaróse con él D. Francisco y le habló así: "¿Y qué me dice usted de esto, señor fraile, señor ministro del altar o de la biblia en pasta?... ¿qué me cuenta usted ahora? Pues nos hemos lucido usted y yo... ¡Tan bien como iba! Y de repente, Cristo me valga, de repente me da este achuchón, que... cualquiera diría que me ronda la muerte. Esto es un engaño, una verdadera estafa, sí señor... no me callo, no... Me da la gana de decirlo: yo soy muy claro... ¡Ay, ay! El alma se me quiere arrancar... ¡bribona!... ya sé lo que tú quieres, largarte volando, y dejarme aquí hecho un montón de basura. Pues te fastidias, que no te suelto... ¡No faltaba más sino que usted, señora alma, voluntariosa, hi de tal, pendanga, se fuera de picos pardos por esos mundos!... No, no... fastidiarse. Yo mando en mi santísimo yo, y todas esas arrogancias de usted, me las paso yo por las narices, so tía... ¿Qué dice usted, señor Gamborena, mi particular amigo?... ¿Por qué me pone esa cara? ¿También usted es de los que creen que me muero? Pues el Señor, su amo de usted propiamente, me ha dicho a mí que no, y que se fastidie usted y todos los curánganos que ya se están relamiendo con la idea del sin fin de misas que van a decir por mí... Aliviarse, señores, y espérenme sentados".
En verdad que el buen misionero no sabía qué decirle, pues si al principio fue su intención reprenderle por aquel ridículo y bestial lenguaje, luego entendió que, estando su mente trastornada, no tenía conciencia ni responsabilidad de tan atroces conceptos.
"Hermano mío — le dijo apretándole las manos —, piense en Dios, en su Santísima Madre; confórmese con la voluntad divina, y se le disiparán esas tinieblas que quieren invadirle el entendimiento. La oración le devolverá la tranquilidad".
— Déjeme, déjeme, señor misionero — replicó el tacaño airado, descompuesto, fuera de sí —, y váyase a donde fue el padre Padilla... ¿Y mi capa, dónde está? Bien puede devolvérmela... La necesito, tengo frío, y no he trabajado yo toda la vida para el obispo, ni para que cuatro holgazanes se abriguen con mi paño.
Consternados le oían todos, sin saber qué decirle ni por qué procedimientos traerle al reposo y a la conformidad. Como había rechazado a Gamborena, rechazó a Rufinita, diciéndole: "Quita allá, espíritu de la golosina. ¿Crees que me engatusas con tus arrumacos de gata ladrona? ¡Te relames, preparando las uñitas! Todo para cazar el tercio... Pues no hay tercio. Límpiate los hocicos, que los tienes de huevo.
Lo mismo que esa otra, esa que antes se ponía moños conmigo, y ahora me quiere camelar, la hipócrita, la excelentísima señora cernícala, más que águila, que desde que caí malo está tocando el cielo con las uñas. ¡Cazarme un tercio para los de misa y olla!... esa engarzarosarios, ama de San Pedro".