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Torquemada y San Pedro: VIII

Torquemada y San Pedro
VIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

VIII

Levantose, lleváronle el chocolate, y lo mismo fue verlo ante sí, que le acometió una repugnancia intensísima, y la terrible idea asomó como un diablillo que juega al escondite. "Aquí estoy — le dijo —. No tomes esa pócima, si quieres vivir...".

"Ramón — dijo Torquemada a su ayudante de cámara —. No quiero el chocolate.

Dile al danzante de Chatillón que ese jarope se lo tome él, para que reviente de una vez... Oye: desde mañana, que me traigan todos los trebejos, y una lamparilla de espíritu: yo mismo haré aquí mi chocolate".

Su tenaz monomanía le sugirió un procedimiento lógico, en esta forma: "Pero, ¿a qué me apuro, si es tan fácil probarlo? Un par de días me bastarán para llegar al convencimiento claro de si me envenenan o no me envenenan. La cosa es facilísima. No tengo tranquilidad hasta no asegurarme... palmariamente..."

Pidió su coche. Para evitar las preguntas y oficiosidades de Cruz, que de fijo, al verle salir tan de mañana, habría de sorprenderse y alarmarse, procurando por todos los medios impedir la salida, quiso aprovechar los momentos en que la señora oía su primera misa. ¡Buena se pondría cuando supiera que el enfermo se había echado a la calle en uso de su libérrima voluntad! ¡Y qué aspavientos haría la condenada! "Salir tan temprano, y sin desayunarse... ¡Y estando tan delicadito!...". "Tú sí que estás delicadita... pero es de la conciencia... Ya te daré yo remilgos...". Y antes que concluyera la misa, escapó como un colegial, con no poca sorpresa de la servidumbre, que al ver salir al señor Marqués tan a deshora, después del largo encierro, creyó que su enfermedad le había trastornado la cabeza.

Ordenó al cochero que le llevase por las afueras, sin designar sitio; ansiaba respirar aire puro, ver caras nuevas, es decir, caras distintas de las que diariamente veía en su casa, y espaciar su espíritu y sus ojos. La mañana estaba hermosísima, risueño y claro el cielo, despejado el ambiente. No bien salió el carruaje a las rondas, sintió Torquemada que se le iba metiendo en el alma la placidez de aquel hermoso día de Mayo; y al avanzar hacia los suburbios, cuanto veía, suelo y casas, árboles y personas, se presentaba a sus ojos cual si hubieran dado a la Naturaleza una mano de alegría, o pintádola de nuevo. Así vio el tacaño lo que veía: los transeúntes, gente de pueblo que habitaba en aquellos arrabales, se le antojaron seres felices que iban por la calle o carretera pregonando con la expresión del rostro, más que con la palabra, la dicha de que se hallaban poseídos en aquel día supremo.

Desde los altos de Vallehermoso mandó al cochero que descendiera a las alamedas de la Virgen del Puerto, y allí se aventuró a dar un paseíto a pie.

Apoyándose en el bastón de puño de asta, recorrió distancias considerables, gozoso de notarse con fuerzas para ello, aunque claudicaba un poco, sus piernas no eran un modelo de seguridad, y le dolían las plantas de los pies. Y para mayor dicha, no sentía molestia alguna en el estómago, ni en el vientre, ni en parte alguna. ¡Si ni siquiera se enteraba de poseer tal estómago! En verdad, no hay cosa más higiénica que los paseos matinales, ni nada que destruya la naturaleza como encaramarse y llenarse el cuerpo de asquerosos medicamentos.

Por supuesto, su familia tenía la culpa de que él hubiese llegado a tal extremo en su dolencia, la cual no habría pasado de una leve indisposición, si no le rodearan de tan estúpidos cuidados y precauciones, si no le marearan con tanto mediquillo hablando del píloro y de la diátesis, y de tanto clérigo agorero hablando de la muerte.

"¡Biblias pasteleras! — exclamó cuando ya llevaba una hora de renquear por aquellas solitarias alamedas —. ¿Pues no tengo apetito?... Sí, no hay duda. O esto es apetito, o yo no sé lo que me pesco. Apetito es, y de los finos. Las señas son mortales. ¡Me comería yo ahora...! Vamos, cosa de mucho peso no me comería; pero unas buenas sopas de ajo, o un arroz con bacalao, sí que me lo zampaba...

Véase por dónde hice bien en no tomar el chocolate en mi casa. En cuanto el estómago se ha echado a la calle, ya es otro hombre, ya es otro estómago, por decirlo así, y recobra su autonomía. Bien, bien... ¡Cómo me río yo ahora de Cruz, y de Donoso, del propio San Pedro con llaves y todo, y de este ladrón de cocinero, y de toda la taifa de mi casa—palacio!... ¡Ah, caserón de Gravelinas, déjate estar, que ya te arreglaré yo! Por lo que me has hecho sufrir en tu recinto, yo te derribaré, después de enajenadas todas las Américas, y venderé el solar, que vale un pico. Y que se vayan Cruz y el de las llaves a decir sus misas, y a rezar sus letanías a otra parte... ¡Cuerno, pues esto pasa de castaño obscuro! ¡Vaya un señor apetito que me está entrando! Es un apetito famélico, como el que uno tiene cuando es muchacho, y vuelve de la escuela... ¡Si me comería medio carnero!... Pero ¡ay!, de sólo recordar los bodrios a la francesa que hace Chatillón, parece que el estómago quiere llamarse a engaño, y siento esas cosquillas que anteceden a las ganas de vomitar... No, no: abajo la raza espúrea de los Chatillones y compinches... Ya os arreglaré yo, grandísimos tunantes, si, como todo parece indicar, resulta demostrado... Pero a bien que quizás no seáis vosotros los culpables... ¿Qué interés podíais tener vosotros en que yo estirara la pata tan pronto? En otra parte habrá que buscar la iniciativa del crimen... ¡Pero qué apetito tan bárbaro! ¿Qué mejor síntoma de lo que sospeché y descubrí? El estómago echa las campanas a vuelo desde que se ha visto lejos de aquella infame facción... y con su alegre repicar me dice que coma, que coma sin miedo, libre ya de clérigos y beatas, que lo mismo envenenan un alma que un cuerpo... Y si yo, Francisco Torquemada, Marqués de San Eloy, me metiera en un ventorrillo de esos que hay hacia los lavaderos, y pidiera un plato de callos, o unas magras con tomate, ¿qué diría la voz pública?... ¡ja, ja!, ¿qué diría el Senado si tal supiera?, ¡ja, ja!... Lo cierto es que me rejuvenezco... Bien dijo el que dijo que todo eso de Religión es música, y que no hay más que Naturaleza...

Naturaleza es la madre, la médica, la maestra y la novia del hombre...".

De sus desordenados pensamientos no podía derivarse ninguna acción que no fuera un desatino, y en vez de volverse a casa, se pasó un gran rato discurriendo dónde buscar la pitanza que su estómago con energías juveniles le reclamaba.

De pronto, como caballería que olfatea el pesebre, pegó un respingo y enderezó las miradas del cuerpo y del alma hacia el caserío de Madrid, que desde aquella parte apiñado se ve, cien cúpulas y torres, Vistillas, puerta de Toledo, San Francisco, San Cayetano, Escuela pía de San Fernando, etcétera... Sintió la querencia de los sitios en que pasara los años mejores de su vida, trabajando como un negro, eso sí, pero en tranquila independencia, aquellos deliciosos barrios del Sur, tan prolíficos, tan honrados, tan rumbosos, y con tanta alegría en las calles como gracejo en las personas. Desearlo y resolverlo fue todo uno, y el cochero arreó por la calle de Segovia arriba, con orden de pararse en Puerta Cerrada.

Desde que se apeó el señor Marqués, empezó a fijarse en él la gente, y cuando avanzaba despacito por la calle de Cuchilleros, cargando el cuerpo sobre el bastón, como si anduviese con tres pies, hombres y mujeres salían a las puertas de las angostas tiendas para mirarle. Los más no le conocían: si su rostro había cambiado mucho en los últimos tiempos, más había cambiado la fisonomía del pueblo. En los años transcurridos desde que el usurero Torquemada trasladó su vida y sus tráficos a otras esferas, casi teníamos una generación nueva. Pero alguien, entre los antiguos, debió de conocerle sin duda; corrió la voz entre el vecindario, y a cada minuto salían a las puertas más y más personas. Recorrió toda la calle por la acera de los impares, reconociendo las principales tiendas, que poca o ninguna mudanza ofrecían. En la acera de enfrente vio la casa en que había morado la gran doña Lupe, y este recuerdo prodújole una fugaz emoción.

Si viviera la de los pavos, ¡cuánto se alegraría de verle!... ¡y cómo le palpitaría el seno de algodón!

En una y otra acera reconoció, como se reconocen caras familiares y en mucho tiempo no vistas, las tiendas, que bien podrían llamarse históricas, madrileñas de pura raza: pollerías de aves vivas, la botería con sus hinchados pellejos de muestra, el tornero, el plomista, con los cristales relucientes como piezas de artillería de un museo militar, la célebre casa de comidas de Sobrinos de Botín, las tiendas de navajas, el taller y telares de estera de junco, y por fin la escalerilla, con su bodegón antiquísimo, como caverna tallada en los cimientos de la Plaza Mayor. Ante él se detuvo un instante; pero la curiosidad pegajosa de unas mujeres que a la puerta de la tal caverna salieron, le hizo volver grupas y tirar para abajo. Con el dueño de aquel figón tuvo buenas amistades D.

Francisco en otros tiempos; pero ya el establecimiento había pasado a nuevas manos. "La verdad — pensó el de San Eloy, remando otra vez hacia Puerta Cerrada por la acera de los pares —, la verdad es que se va muriendo la gente.

Hoy uno, mañana dos; pero no se acaba el mundo, no; y vienen otros, y otros, y los que ayer eran niños, hoy andan por aquí gobernando los establecimientos".

Del fondo obscuro de una pollería, con el suelo ensangrentado y lleno de plumas, desembocaron unas mujeres que debieron de reconocerle; así al menos lo revelaba el pasmo que se pintó en sus semblantes, y el asombro con que se santiguaban. Corrió la voz, cual reguero de pólvora, y antes que llegara a la tienda de las jeringas, algunas voces pronunciaron el nombre de Torquemada.

Él no hizo caso y siguió acordándose de que era prócer, ricacho, y que no estaban bien las familiaridades con aquella gente. Fijose un instante en la vitrina donde se exponían, en reluciente variedad, todos los tipos de lavativas y clisteles, y un poco más allá hizo propósito de preguntar por el único amigo que en aquellos barrios conservaba, y convidarse a tomar un bocado en su establecimiento, si tenía la suerte de encontrarle en él. ¡Tendría gracia que se hubiera muerto Matías Vallejo en el año transcurrido desde la última vez que se vieron! "Bien podría ser, porque... todos los días está pasando que antes de morirse uno, se mueren... los otros".

Detúvose a contemplar una sucia vidriera de taberna, en la cual vio el cazolón de judías con un moje colorado que tiraba para atrás, las doradas sardinas, las amarillas ruedas de merluza, las chuletas del de la vista baja, pringadas en tomate, las sartas de chorizos, con aquel moho ceniciento y aquel cárdeno viso que acusan su prosapia española; y estaba dilucidando el señor Marqués si aquel bodegón sería o no sería el de Vallejo, cuando...

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