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Torquemada y San Pedro: X

Torquemada y San Pedro
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

X

— En efecto, la intención no debe de ser mala — dijo el misionero con donaire —; pero el instinto no es de los buenos. ¡Qué geniecillo!

— Pues para el día que tenemos, y para lo perdidas que están las calles — observó Cruz sin quitar la vista del padrito, que a la chimenea se arrimaba —, no trae usted el calzado muy húmedo.

— Es que yo poseo el arte de andar por entre lodos peores que los de Madrid. No en balde ha educado uno el paso de grulla en los arrecifes de la Polinesia. Sé sortear los baches, así como los escurrideros, y aun los abismos. ¿Qué creéis?

— Lo que es hoy — dijo Fidela —, sí que no se va sin comer. Y comerá con nosotras, si nos prefiere a los sabios que están abajo.

— Hoy no se va, no se va. Es que no le dejamos — afirmó Cruz, mirándole con un cariño que parecía maternal.

— No se va — repitió Augusta —, aunque para ello tengamos que amarrarle por una patita.

— Bueno, señoras mías — replicó el sacerdote con expansivo acento —, hagan de mí lo que quieran. Me entrego a discreción. Denme de comer si gustan, y amárrenme a la pata de una silla, si es su voluntad. La crudeza del día me releva de mis obligaciones callejeras.

— Y lo mejor que podría hacer es quedarse en casa esta noche — agregó Cruz —.

¿Qué? ¿Qué tiene que decir? Aquí no nos comemos la gente. Le arreglaríamos el cuarto de arriba, donde estaría como un príncipe, mejor sería decir como un señor cardenal.

— Eso sí que no. Más hecho estoy a dormir en chozas de bambú que en casas ducales. Lo que no impide que me resigne a morar aquí, si para algo fuese necesaria mi presencia.

Cruz le incitó a quitarse el balandrán, que estaba muy húmedo, y ninguna falta le hacía en el bien templado gabinete, y él accedió, dejando que la ilustre señora le tirara de las mangas.

"Ahora, ¿quiere tomar alguna cosa?".

— Pero, hija, ¿qué idea tienes de mí? ¿Crees que soy uno de estos tragaldabas que a cada instante necesitan poner reparos al estómago?

— Algún fiambre, una copita...

— Que no.

— Pues yo sí quiero — dijo Fidela con infantil volubilidad —. Que nos traigan algún vinito, por lo menos.

—¿Porto?

— Por mí, lo que quieras. Echaré un pequeño trinquis con estas buenas señoras.

Salió Cruz, y Gamborena habló otra vez de Valentinico, encareciendo la urgencia de poner en su educación alguna más severidad.

"Me da mucha pena castigarle — repuso Fidela —. El angelito no sabe lo que hace.

Hay que esperar a que pueda tener del mal y del bien una idea más clara. Su entendimiento es algo obtuso".

— Y sus dientes muy afilados.

— Pues ese... donde ustedes le ven..., ese va a ser listo — afirma Augusta.

—¡Como que sabe más...! Padre Gamborena, haga el favor de no ponerme esa cara tétrica cuando se habla del niño. Me duele mucho que se tenga mal concepto de mi brutito de mi alma, y me duele más que se crea imposible el hacer de él un hombre.

— Hija mía, si no he dicho nada. El tiempo te traeré una solución.

— El tiempo... la muerte quizá... ¿Alude usted a la muerte?

— Hija de mi alma, no he hablado nada de la muerte, ni en ella pensé...

— Sí, sí. Esa solución de que usted habla — añadió Fidela con la voz velada y enternecida —, es la muerte: no me lo niegue. Ha querido decir que mi hijo se morirá, y así nos veremos libres de la tristeza de tener por único heredero a un...

— No he pensado en tal cosa; te lo aseguro.

— No me lo niegue. Mire que hoy estoy de vena. Adivino los pensamientos.

— Los míos no.

— Los de usted y los de todo el mundo. Esa solución que dice usted traerá... el tiempo, no la veré yo, porque antes he de tener la mía, mi solución; quiero decir que moriré antes.

— No diré que no. ¿Quién sabe lo que el Señor dispone? Pero yo jamás anuncié la muerte de nadie, y si alguna vez hablo de esa señora, hágolo sin dar a mis palabras un acento tremebundo. Lo que llamamos muerte es un hecho vulgar y naturalísimo, un trámite indispensable en la vida total, y considero que ni el hecho ni el nombre deban asustar a ninguna persona de conciencia recta.

— Vea usted por qué no me asusta a mí.

— Pues a mí sí, lo confieso — declaró Augusta —, y que el padrito diga de mi conciencia lo que quiera: no me incomodo.

— Nada tengo yo que ver con su conciencia, señora mía — replicó el sacerdote —.

Pero si algo tuviera que decir, no habría de callarlo, aunque usted se incomodara...

— Y yo recibiría sus reprimendas con resignación, y hasta con gratitud.

— Ríñanos usted todo lo que quiera — indicó Fidela, mordisqueando pastas y fiambres que acababan de traerle —. Ya se me ha pasado el mal humor. Y es más: si quiere hablarnos de la muerte, y echarnos un buen sermón sobre ella, lo oiremos... hasta con alegría.

— Eso no — dijo Augusta, ofreciendo al misionero una copa de Porto —. A mí no me hablen de muerte, ni de nada tocante a ese misterio, que empieza en nuestros camposantos y acaba en el valle de Josafat. Yo encargo a los míos que cuando me muera me tapen bien los oídos... para no oír las trompetas del Juicio Final.

—¡Jesús, qué disparate!

—¿Teme usted la resurrección de la carne?

— No señor. Temo el Juicio.

— Pues yo sí que quiero oírlas — afirmó Fidela —, y cuanto más prontito mejor.

Tan segura estoy de que he de irme al cielo, como de que estoy bebiendo este vino delicioso.

— Yo también... digo, no... tengo mis dudas — apuntó la de Orozco —. Pero confío en la Misericordia Divina.

— Muy bien. Confiar en la Misericordia — manifestó el padrito —, siempre y cuando se hagan méritos para merecerla.

— Ya los hago.

— A todas podrá usted poner reparos, señor Gamborena — observó la de San Eloy con una gravedad ligeramente cómica y de buen gusto —, a todas menos a esta, católica a machamartillo, que organiza solemnes cultos, preside juntas benéficas, y es colectora de dineritos para el Papa, para las misiones y otros fines... píos.

— Muy bien — dijo el padre, asimilándose la gravedad cómica de la Marquesita —.

No le falta a usted más que una cosa.

—¿Qué?

— Un poco de doctrina cristiana, de la elemental, de la que se enseña en las escuelas.

— Bah... la sé de corrido.

— Que no la sabe usted. Y si quiere la examino ahora mismo.

— Hombre, no: tanto como examinar... A lo mejor se olvida una de cualquier cosilla.

— Nada importa olvidar la letra, si el principio, la esencia, permanecen estampados en el corazón.

— En el mío lo están.

— Me permito dudarlo.

— Y yo también — dijo Fidela, gozosa del giro que tomaba la conversación —. Esta, a la chita callando, es una gran hereje.

—¡Ay, qué gracia!

— Yo no; yo creo todo lo que manda la Santa Madre Iglesia; pero creo además en otras muchas cosas.

—¿A ver?

— Creo que la máquina, mejor dicho, el gobierno del mundo, no marcha como debiera marchar... Vamos, que el Presidente del Consejo de allá arriba tiene las cosas de este bajo planeta un tantico abandonadas.

—¿Bromitas impías? No sientes lo que dices, hija de mi alma; pero aun no sintiéndolo, cometes un pecado. No por ser chiste una frasecilla, deja de ser blasfema.

— Anda, vuelve por otra.

— Pues no me digan a mí — prosiguió la de San Eloy —, que todo esto de la vida y la muerte está bien gobernado, sobre todo la muerte. Yo sostengo que las personas debieran morirse cuando quisiesen.

—¡Ja, ja!... ¡Qué bonito! — Entonces, nadie querría morirse.

— Ah... No estoy de acuerdo, y dispénseme — dijo Augusta con seriedad —. A todos, a todos absolutamente cuantos viven, aun viviendo miles de años, les llegaría la hora del cansancio. No habría un ser humano que no tuviera al fin un momento en que decir: ya no más, ya no más. Hasta los egoístas empedernidos, los más apegados a los goces, concluirían por odiar su yo, y mandarlo a paseo.

Vendría la muerte voluntaria, evocada más que temida, sin vejez ni enfermedades. ¡Vaya, padrito, que si esto no es arreglar las cosas mejor de lo que están, que venga Dios y lo vea!

— Ya lo ha visto, y sabe que las dos tenéis la inteligencia tan dañada como el corazón. No quiero seguiros por ese camino de monstruoso filosofismo.

Bromeáis impíamente.

—¡Impíamente! — exclamó Fidela —. No, padre. Bromeamos, y nada más. Cierto que cuando Dios lo ha hecho así, bien hecho está. Pero yo sigo en mis trece: no critico al Divino Poder; pero me gustaría que estableciera esto del morirse a voluntad.

— Es lo mismo que defender la mayor de las abominaciones, el suicidio.

— Yo no lo defiendo, yo no — declaró Augusta poniéndose pálida.

— Pues yo... — indicó la otra aguzando su mente —, si no lo defiendo, tampoco lo ataco... quiero decir... esperarse... que si no fuera por lo antipáticos que son todos los medios de quitarse la vida, me parecería... quiero decir..., no me resultaría tan malo.

—¡Jesús me valga!

— No, no se asuste el padrito — dijo la de Orozco, acudiendo en auxilio de su amiga —. Déjeme completar el pensamiento de esta. Su idea no es un disparate.

El suicidio se acepta en la forma siguiente: que una... o uno, hablando también por cuenta de los hombres..., se duerma, y conserve, por medio del sueño profundísimo, voluntad, poder, o no sé qué, para permanecer dormido por los siglos de los siglos, y no despertar nunca más, nunca más...

— Eso, eso mismo... ¡qué bien lo has dicho! — exclamó Fidela batiendo palmas, y echando lumbre por los ojos —. Dormirse hasta que suenen las trompetitas...

Pausadamente cogió Gamborena una silla y se colocó frente a las dos señoras, teniendo a cada una de ellas al alcance de sus manos, por una y otra banda, y con acento familiar y bondadoso, al cual la dulzura del mirar daba mayor encanto, les endilgó la siguiente filípica:

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