III
Herido en lo profundo por aquel golpe, el Marqués viudo de San Eloy pagó a la naturaleza física el tributo que su dolor le imponía, pues alguna vez había de desmentirse la robustez fisiológica, que con el desgaste de los años iba ya de capa caída. Un mes de enfermedad le costó la broma, según decía, viéndose obligado a dar de mano a los negocios, y a cuidar tan sólo de echarse tapas y medias suelas para poder continuar en sus trajines de acuñador de caudales. Se le agravó aquel síntoma fastidioso que llamaba abombamiento de la cabeza, y que unido a la pérdida casi absoluta de la memoria después de comer, le ponía en gran desesperación. Pero lo peor fueron los vértigos que inesperadamente le acometían, y que le privaron de ir al Senado, y aun de salir a la calle. Sin hacer caso de Quevedito, propinábase depurativos, que a poco le agravaron el mal.
Más atención que al médico, prestaba a los amigos que le recomendaban este y el otro específico. Probábalos todos, y como con alguno le resultase una mejoría engañosa y casual, lo tenía por excelente, infalible panacea. Pronto venía el desengaño, y a probar nuevas drogas, rechazando siempre el examen facultativo, pues no podía ver a los médicos ni en pintura. "Así como la desgracia le hace a uno filósofo — decía —, la enfermedad nos hace catedráticos de Medicina. Yo sé más que todos esos matasanos, porque me observo a mí mismo, y sé cuando me conviene abrir las válvulas y cuándo no".
En lo moral, veíanse más claramente que en lo físico los estragos del mal conocido que le minaba, porque si siempre fue hombre de malas pulgas, en aquella época gastaba un genio insufrible. Con todo el mundo reñía, grandes y chicos, parientes y servidores; su hija y yerno necesitaban la paciencia de Cristo para soportarle, y sus malas cualidades, la sordidez, la desconfianza, la crueldad con los inferiores, se acentuaron de un modo que imponía miedo a cuantos le rodeaban. Su pesimismo no podía contenerse en la esfera doméstica, e invadía la pública, ya política, ya de negocios. Cuantos tenían que tratar algo con él eran unos ladrones; los ministros, bandidos a quienes había que ahorcar sin conmiseración; los senadores, charlatanes indecentes, y el mundo, un gran infierno..., es decir, el único infierno admisible, pues el otro infierno de que hablan las Biblias, no existía; era una de tantas papas con que el misticismo y el obscurantismo pretenden embaucar a la humanidad... para sacarle los cuartos.
A estos síntomas siguió lo que llamaba debilidad de estómago, que trató de corregirse con jugos de carne, gelatinas y caldos suculentos. Algo mejoró; pero luego vinieron horribles dispepsias, indigestiones y cólicos que le ponían a morir. Los buenos vinos, mezclados con extractos de carne, sentáronle bien, y tanto pensó en este remedio, que por unos días se dio a inventar un licor específico, verdadero elixir vital, y se pasaba las horas muertas trasegando líquidos y colando mixturas diversas, hecho un boticario de sainete. También aquellas ilusiones se desvanecieron como el humo. En fin, que el buen señor no tuvo más remedio que entregarse a la Facultad, y esta, ya que no pudo curarle, le enderezó un poco, permitiéndole volver, aunque con pies de plomo, a sus campañas mercantiles.
¡Y qué desmejorado y cari—deslucido le encontraron los que en aquel mes de enfermedad no le habían echado la vista encima! Su cuerpo no tenía ya la rigidez aplomada de otros tiempos; las piernas tiraban a ser de algodón, y la cara, de color terroso y con pliegues profundos, tiraba más bien a careta, de las que dan miedo a los chicos. Otra novedad le hacía más desemejante a sí propio, y era que como últimamente le molestaba el afeitarse, resolvió por fin cortar por lo sano, dejándose la barba, y así no tenía que pensar más en aquel martirio del jabón y la navaja, raspándose la piel. Era la barba rala, desigual, fosca y entremezclada de revueltos matices de pelo de conejo, de crines de rocín, de cardas de lana sucia, que con las pecas y máculas de sus mejillas pergaminosas, hacían el más despreciable figurón que puede imaginarse.
Aunque pudo salir a sus negocios, y dar alguna vuelta por el reino de la mercadería en gran escala, no tenía ya los borceguíes alados de Mercurio, ni el caduceo con que, tocando aquí y allá, hacía brotar dinero de las piedras. Esto le enfurecía; buscaba en causas externas o en el ciego destino la causa de su impotencia mercantil, y al volver a su casa iba echando rayos y centellas, o poco menos, por ojos y boca. ¡Si viviera su cara Fidela, otro gallo le cantara!... pero ¡carástolis, con las gracias del de arriba!... ¡Miren que habérsela llevado y dejar aquí a la otra, a la pécora insufrible de Cruz...! Mientras más lo pensaba, menos lo entendía. Por esto, su casa, en vez de ser un oasis, era una cosa diametralmente opuesta, y allí no encontraba jamás ni consuelo, ni paz, ni satisfacciones.
Si fijaba la atención en su hijo, se le caía el alma a los pies, viéndole cada día más bruto. Muerta Fidela, a quien el cariño materno daba un tacto exquisito para tratarle, y despertar en él destellos de inteligencia, ya no había esperanzas de que la bestiecilla llegara a ser persona. Nadie sabía amansarle; nadie entendía aquel extraño y bárbaro idioma, más que de ángeles, de cachorros de fiera, o de las crías de hotentote. El demonio del chico, desde la primera hora de orfandad, pareció querer asentar sus derechos de salvaje independencia, berreando ferozmente y arrastrándose por las alfombras. Parecía decir: "ya no tengo interés ninguno en dejar de ser bestia, y ahora muerdo, y aúllo, y pataleo todo lo que me da la gana". Fidela, al menos, tenía fe en que el hijo despertase a la razón. Pero ¡ay!, ya nadie creía en Valentinico; se le abandonaba a las contingencias de la vida animal, y se admitía con resignación aquel contraste irónico entre su monstruosidad y la opulencia de su cuna. Ni Cruz, ni Gamborena, ni Donoso, ni la servidumbre, ni él tampoco, el desconsolado padre, abrigaban esperanza alguna de que el pobrecito cafre variase en su naturaleza física y moral. No podía ser, no podía ser. Y penetrado de la imposibilidad de tener un heredero inteligente y amable, el tacaño amaba a su hijo, sentíale unido a sí por un afecto hondo, el cual no se quebrantaría aunque le viese revolcándose en un cubil y comiendo tronchos de berza. Le quería, y se maravillaba de quererle, desconociendo u olvidando las leyes de eslabonamiento vital que establecen aquel amor.
Para mayor desgracia del buen D. Francisco, ya no tenía el recurso de meterse en sí, caldear su encéfalo, como antaño lo hacía, y evocar, por un procedimiento semejante a los arrobos del misticismo, la imagen del primer Valentín, con objeto de recrearse en ella, de darle vida fantástica, y traerla a una comunión y consorcio muy íntimos con su propia personalidad. Estas borracheras, que así las llamaba, de su pensamiento sutilizado y convertido en esencia de ángel, no le producían los efectos consoladores que perseguía, porque ¡ni que el demonio lo hiciera!, evocaba al primer Valentín y le salía el segundo, el pobrecito fenómeno de cabeza deforme, cara brutal, boca y dientes amenazadores, lenguaje áspero y primitivo. Y por más que el exaltado padre quería ponerse peneque, y destilar en la alquitara de su pensamiento la idea del otro hijo, no podía, ¡ñales!, no podía. La imagen del precioso e inteligente niño se le había borrado. Lo más que pudo conseguir fue que el segundo Valentín, el feo, el que no parecía hijo de hombre, hablase con voz que a la del primero se parecía, y le dijese: "Pero, papá, no me atormentes más. ¡Si soy el mismo, si soy propiamente yo uno y doble! ¿Qué culpa tengo yo de que me hayan dado esta figura? Ni yo me conozco, ni nadie me conoce en este mundo ni en el otro.
Estoy aquí y allá... Allá y aquí me toman por una bestia, y lo soy, lo soy... Ya no me acuerdo del talento que tuve. Ya no hay talento. Esto se acabó, y ahora, padrecito, ponme en una pesebrera de oro una buena ración de cebada, y verás qué pronto me la como".
Salía D. Francisco de estos chapuzones espirituales más muerto que vivo, con la inteligencia como envuelta en telarañas, que se quería quitar restregándose los ojos, y tardaba horas y horas en reponerse del arrechucho. Su salud se resquebrajaba de un modo notorio, y la confianza en su fibra, que le había sostenido en las crisis hondas de su existencia, perdíase también, dando lugar al recelo continuo, a las aprensiones y manías patológicas, con algo de instintos de fuga y de delirio persecutorio. Pero su principal tormento, en aquellos aciagos días, era el odio, ya extremado y con vislumbres de trágico, que profesaba a su hermana política. Como la viudez había quebrantado toda relación entre ellos, suspendiendo las fórmulas sociales, único lazo que antes los unía, Torquemada no hablaba jamás con Cruz, ni ella pretendía en ningún caso dirigirle la palabra, y si algo era forzoso tratar pertinente al régimen doméstico, o a intereses, Donoso se prestaba con mil amores a ser intermediario, y a traer y llevar recaditos. Bien quisiera él limar asperezas; su bello ideal era aunar voluntades; pero ¡a buena parte iba! Si en Cruz hallaba disposiciones a la concordia, el otro era como un puerco—espín, que se convertía en una bola llena de pinchos en cuanto se le tocaba. En vida de su esposa, el cariño de ésta le hacía transigir, y el transigir no era más que someterse a la voluntad de la gobernadora; pero muerta Fidela, su carácter díscolo hallaba en la ruptura de relaciones un medio fácil de eludir la tiranía. Porque, bien lo sabía él, concediendo a su enemiga los honores de la palabra, que era como decir la beligerancia, estaba perdido, porque la muy picotera le fascinaba con sus retóricas, y después se lo comía como la serpiente se come al conejillo. Por eso, valía más no exponerse al peligro de la fascinación: nada de trato, nada de familiaridades, ni siquiera el saludo, para no dejarla meter baza y hacer de las suyas.
A veces oficiaba de legado pontificio el padre Gamborena, y a éste le temía Torquemada más que a Donoso, porque siempre acababa echándole sermones que le ponían triste, y llenaban su espíritu de zozobra y recelo.
Una tarde, cuando ya se hallaba D. Francisco muy mejorado de su dolencia, y había vuelto al tráfago de los negocios, entró en casa más temprano que de costumbre, huyendo del frío de la calle, que era seco y penetrante, y en la galería baja se encontró al misionero, que se paseaba leyendo en su breviario.
"¡Qué oportunidad, y qué felicidad, mi señor Marqués!" — le dijo dándole los brazos, con los cuales el otro cruzó fríamente los suyos.