VI
La familia y amigos vieron con regocijo aquel descanso del pobre enfermo, aunque tenían por inevitable el término funesto del mal. En la estancia próxima a la alcoba, hallábanse todos, esperando a ver en qué pararía sueño tan largo, y si Donoso y Cruz manifestaron cierto recelo, no tardó en tranquilizarles Augusto Miquis diciéndoles que aquel dormir era de los que traen el descanso y la reparación del organismo, fenómeno lisonjero en el proceso de la enfermedad, sin que por ello disminuyera el peligro inminente e irremediable. Convenía, pues, no turbar aquel sueño, precursor de un alivio seguro, aunque de corta duración. Esperaron, no sin cierta desconfianza de lo que el doctor les dijo, y por fin, ya muy avanzada la tarde, oyendo que don Francisco daba una gran voz, acudieron presurosos allá, y le vieron desperezándose y bostezando. Estiró los brazos todo lo que pudo, y luego, con semblante risueño, les dijo: "Estoy mejor... Pero muy mejor... Probad a darme algo de comer, que... maldita sea mi suerte si no tengo un poquitín de hambre".
Oyose en torno al lecho un coro de plácemes y alabanzas, y pronto le trajeron un consomé riquísimo, del cual tomó algunas cucharadas, y encima un trago de Jerez.
"Pues miren, mucho tiempo hace que no paso el alimento con tan buena disposición. Tengo lo que se llama apetito. Y me parece que esta sustancia me caerá bien...".
—¿Qué tiene usted que decir ahora? — le preguntó Cruz gozosa y triunfante —. ¿Es o no cosa probada que el cumplir nuestros deberes de cristianos católicos nos trae siempre bienes, sin contar los del alma?
— Sí, tiene usted razón — replicó D. Francisco, sintiendo que se le comunicaba el júbilo de su familia y amigo —. Yo también lo creía... y por eso me apresuré a recibir al Señor. ¡Bendito sea el Ser Supremo que me ha dado esta mejoría, esta resurrección, por decirlo así, pues si esto no es resucitar, que venga Dios y lo vea! Y yo había oído contar casos verdaderamente milagrosos... enfermos desahuciados que sólo con la visita de Su Divina Majestad volvieron a la vida y a la salud. Casos hay, y bien podría suceder que yo fuera uno de los más sonados.
— Pero por lo mismo que tenemos mejoría — díjole Donoso, que no quería verle tan parlanchín —, conviene guardar quietud, y no hablar demasiado.
—¿Ya sale usted, amigo Donoso, con sus parsimonias y sus camandulearías? Pues, si me apuran, soy capaz de... ¿Qué apuestan a que me levanto y voy a mi despacho, y...?
— Eso de ninguna manera.
—¡Jesús, qué desatino!
Y las manos de todos se extendieron sobre él como para sujetarle, por si realmente intentaba llevar a cabo su insana idea.
"No, no asustarse — dijo el enfermo afectando docilidad —. Ya saben que no obro nunca con precipitación. En la camita estaré hasta que acabe de reponerme. Y crean, como yo creo en Dios y le reverencio, que me siento mejor, muy mejor, y que estoy en vías de curación".
— Opino, mi Sr. D. Francisco — le dijo Gamborena muy cariñoso —, que la mejor manera de expresar su gratitud al Dios Omnipotente, que hoy se ha dignado visitarle y ser con usted en cuerpo y sangre, consiste en la conformidad con lo que Él determine, cualquiera que su fallo sea.
— Tiene razón, mi buen amigo y maestro — replicó Torquemada, llamándole a sus brazos —. A usted, a usted le debo la salud, digo, este alivio. Yo me avengo a todo lo que el Señor quiera disponer respecto a mí. Si quiere matarme, que me mate; no me opongo. Si quiere sanarme, mejor, mucho mejor. Tampoco debo hacer ascos a la vida, si el bendito Señor quiere dármela por muchos años más... ¡Oh, padrito, qué bueno es estar bien con Dios, decirle todos los pecados, reconocer uno los puntos negros de su carácter, acordarse de que nunca ha sido uno blando de corazón, y en fin, llenarse de buena voluntad y de amor divino! Por que, sin ir más lejos, Dios hizo el mundo, después padeció por nosotros... esto es obvio. Luego debemos amarle, y hacer, y sentir, y pensar todo lo que nos diga el bueno del padrito. Conforme, conforme; deme usted otro abrazo, Sr. Gamborena, y tú, Rufinita, abrázame también, y abrácenme Cruz y Donoso. Bien, ya estoy contento, porque me reconozco muy cristiano, y juntos damos gracias al Todopoderoso por haberme curado, digo, aliviado... Sea lo que Él quiera, y cúmplase su voluntad.
— Bien, bien.
—¡Qué bueno es el Señor! Y yo qué malo hasta ahora por no haberlo declarado y reconocido a priori. Pero no viene tarde quien a casa llega, ¿verdad?
— Verdad.
—¡Que viva Cristo y su Santa Madre! ¡Y yo, miserable de mí, que desconfiaba de la infinita misericordia! Pero ahora no desconfío; que bien clara la veo. Y no me vuelvo atrás, ¡cuidado!, de nada de lo que concedí y determiné. El Señor me ha iluminado, y ahora he de seguir una línea de conducta diametralmente opuesta...
A ninguno de los presentes le pareció bien que hablase tanto; ni les gustaba verle tan avispado. Diéronle otro poco de caldo y de vino, que le cayó tan bien como la dosis que había tomado anteriormente, y previo acuerdo de la familia, dejáronle solo con Donoso, que aprovechar quiso la mejoría para hablarle de las disposiciones testamentarias, y acordar los últimos detalles, a fin de que todo quedase hecho aquel mismo día. Hablaron sosegadamente, y Torquemada confirmó sus resoluciones respecto a la manera de distribuir sus cuantiosas riquezas. El buen amigo le propuso algunos extremos, que el otro aceptó sin vacilar. Como era hombre que nunca dejaba de poner reparos a lo que no había discurrido él mismo, Donoso veía con recelo tanta mansedumbre. "Todo, todo lo que usted quiera — le dijo Torquemada —. Hágase el testamento, concebido en los términos que usted crea oportunos... En todo caso, las disposiciones testamentarias pueden modificarse el día de mañana, o cuando a uno le acomode".
Donoso se calló, y siguió tomando nota.
"No quiere decir que yo piense modificarlas — añadió D. Francisco, que por el desahogo con que hablaba parecía completamente restablecido —. Soy hombre de palabra; y cuando digo ¡hecho!, la operación queda cerrada. No, no quiero en manera alguna romper mis buenas relaciones con el señor Dios, que tan bien se ha portado conmigo... ¡No faltaba más! Soy quien soy, y Francisco Torquemada no se vuelve atrás de lo dicho. El tercio enterito para la santa Iglesia, repartido entre los distintos institutos religiosos que se dedican a la enseñanza y a la caridad... Se entiende que eso será después de mi fallecimiento... Claro".
Trataron de otros extremos que al nombramiento de albaceas se contraía, y Donoso, con todos los datos bien seguros, le incitó a la quietud, al silencio, y casi estuvo por decir a la oración mental; pero no lo dijo.
"Conforme, mi querido D. José María — replicó el enfermo —; pero al sentirme bien, no puede desmentirse en mí el hombre de actividad. Confiéseme usted que yo tengo siete vidas como los gatos. Vamos, que de esta escapo. No, si estoy muy agradecido a Su Divina Majestad, pues la salud que recobraré, ¿a quién se la debo? Verdad que yo puse de mi parte cuanto se me exigió, y estoy muy contento, pero muy contento de ser buen cristiano".
— Digo lo que Gamborena: que hay que conformarse con la voluntad de Dios, y aceptar de Él lo que quiera mandarnos, la vida o la muerte.
— Justamente, lo que yo digo y sostengo también, de motu propio; y la voluntad de Dios es ahora que yo viva. Lo siento en mi alma, en mi corazón, en toda mi economía, que me dice: "vivirás para que puedas realizar tu magno proyecto".
—¿Qué proyecto?
— Pues al abrir los ojos después de aquel sueño reparador, me sentí con las energías de siempre en el pensamiento y en la voluntad. Desde que volví a la vida, mi querido D. José, se me llenó la cabeza de las ideas que hace tiempo vengo acariciando, y hace poco, mientras abrazaba a toda la familia, pensaba en las combinaciones que han de hacer factible el negocio.
—¿Qué negocio?
—¡Hágase usted el tonto! ¿Pues no lo sabe? El proyecto que presentaré al Gobierno para convertir el Exterior en Interior... Con ello se salda la deuda flotante del Tesoro, y se llegará a la unificación de la deuda del Estado, bajo la base de Renta única perpetua Interior, rebajando el interés a tres por ciento. Ya sabe usted que en la conversión se incluyen los Billetes Hipotecarios de Cuba.
—¡Oh!... sí, gran proyecto — dijo Donoso alarmado de la excitación cerebral de su amigo —; pero tiempo hay de pensarlo. Para eso el Gobierno tiene que pedir autorización a las Cortes.
Se pedirá, hombre, se pedirá, y las Cortes la concederán. No se apure usted.
— Yo no me apuro, digo que no debemos, por el momento, pensar en esas cosas.
— Pero venga usted acá. Al sentirme aliviado y en vías de curación, veo yo la voluntad de Dios tan clara, que más no puede ser. Y el Señor, dígase lo que se quiera, me devuelve la vida, a fin de que yo realice un proyecto tan beneficioso para la humanidad, o, sin ir tan lejos, para nuestra querida España, nación a quien Dios tiene mucho cariño. Vamos a ver: ¿no es España la nación católica por excelencia?
— Sí, señor.
—¿No es justo y natural que Dios, o sea la Divina Providencia, quiera hacerle un gran favor?
— Seguramente.
— Pues ahí lo tiene usted; ahí tiene por qué el Sumo Hacedor no quiere que yo me muera.
—¿Pero usted cree que Dios se va a ocupar ahora de si se hace o no se hace la conversión del Exterior en Interior?
— Dios todo lo mueve, todo lo dirige, lo mismo lo pequeño que lo grande. Lo ha dicho Gamborena. Dios da el mal y el bien, según convenga, a los individuos y a las naciones. A los pájaros les da el granito o la pajita de que se alimentan, y a las colectividades... o un palo cuando lo merecen, verbigracia, el Diluvio Universal, las pestes y calamidades, o un beneficio, para que vivan y medren. ¿Le parece a usted que Dios puede ver con indiferencia los males de esta pobre nación, y que tengamos los cambios a veintitrés? ¡Pobrecito comercio, pobrecita industria, y pobrecitas clases trabajadoras!
— Sí, muy bien, muy bien. Me gusta esa lógica — díjole Donoso, creyendo que era peor contrariarle —. No hay duda de que el Autor de todos las cosas desea favorecer a la católica España, y para esto, ¿qué medio mejor que arreglarle su Hacienda?
— Justo... — agregó Torquemada con énfasis —. No sé por qué razón no ha de mirar Su Divina Majestad las cosas financieras, como mira un buen padre los trabajos diferentes a que se dedican sus hijos. Es muy raro esto, señores beatos: que en cuanto se habla de dinero, del santo dinero, habéis de poner la cara muy compungida. ¡Biblias! O el Señor tira de la cuerda para todos, o para ninguno. Ahí tiene usted a los militares, cuyo oficio es matar gente, y nos hablan del Dios de las Batallas. Pues ¿por qué, ¡por vida de los ñales!, no hemos de tener también el Dios de las Haciendas, el Dios de los Presupuestos, de los Negocios o del Tanto más cuanto?