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Torquemada y San Pedro: V

Torquemada y San Pedro
V
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

V

Diéronle champagne helado, consomé helado, único alimento posible, y pasó tranquilo como una hora, hablando a ratos con voz cavernosa y empañada.

Llamando a su lado a Gamborena, le dijo en secreto:

"¡La capa!... todo... todo lo disponible... para usted, señor San Pedro de mi alma.

Ya Donoso tiene instrucciones...".

— Para mí no. No quiero dejar de hacer una aclaración. Cruz aconsejó a usted, por sí y ante sí, lo que acaba de decirme el Sr. Donoso. Yo nada tengo que ver en eso.

Predico la moral salvadora, amonesto a las almas, les indico el camino de la salud; pero no intervengo en el reparto de los bienes materiales. Al pedir a usted la capa, le signifiqué que no olvidara en sus disposiciones a los menesterosos, a los hambrientos, a los desnudos. Nunca pensé que mi petición se interpretara como un propósito, como un deseo de que la capa, o el valor de la capa, viniese a mis manos, para rasgarla y distribuir sus pedazos. Estas manos no tocaron jamás dinero de nadie, ni han recibido de ningún moribundo manda, ni legado. Delo usted a quien quiera. Otra cosa diré, que ya he manifestado al Sr. Donoso. Mi Congregación no admite donativos testamentarios, ni cosa alguna en concepto de herencia; mi Congregación vive de la limosna, y tiene fijadas, para poder percibirla, cifras mínimas que en ningún caso pueden alterarse.

—¿Según eso — dijo D. Francisco, recobrando por un instante la viveza de su espíritu —, usted no quiere...? Pues ya lo acordé... Todo a la Iglesia, y usted, mi señor San Pedro, será quien...

— Yo no. Otros hay más abonados que yo para esa comisión. Ni yo ni mis hermanos podemos recibir encargos de esa especie. Alabo su resolución, la creo utilísima para su alma; pero allá otros recibirán la ofrenda, y sabrán aplicarla al bien de la cristiandad.

—¿De modo que... no quiere?... Pues yo accedí, pensando en usted, en su Congregación, que es toda de santos... ¿Qué dice Donoso? ¿Qué dice Cruz?... Pero usted no me abandonará. Usted me dirá que me salvo.

— Se lo diré cuando sepa que puedo decírselo.

—¿Pues a cuándo espera, santo varón? — replicó Torquemada con impaciencia, revolviéndose entre las sábanas —. Ahora, ahora, después del sacrificio que acabo de hacer... ¡todo, Señor, todo!... ahora, ¿no merezco yo que se me diga, que se me asegure...?

—¿Ha tomado usted esa resolución con miras de caridad, con ardiente amor del prójimo y ansia verdadera de aliviar las miserias de sus semejantes?

— Sí señor...

—¿Lo ha hecho con el alma puesta en Dios, y creyéndose indigno de que se le perdonen sus culpas?

— Claro que sí.

— Mire, señor Marqués, que a mí puede engañarme, a Dios no, porque todo lo ve.

¿Está usted bien seguro de lo que dice?, ¿habla con la conciencia?

— Soy muy verídico en mis tratos.

— Esto no es un trato.

— Bueno, pues lo que sea. Yo me he propuesto salvarme. Naturalmente, creo todo lo que manda Dios que se crea. ¡Pues estaría bueno que viéndome tan cerca del fin, saliéramos ahora con que no creo tal o cual punto...! Fuera dudas, para que se vayan también fuera los temores. Yo tengo fe, yo deseo salvarme, y me parece que lo demuestro dando el tercio disponible a la santa Iglesia. Ella lo administrará bien: hay en las distintas religiones hombres muy celosos y muy buenos administradores... ¡Oh, mi dinero estará en muy buenas manos! ¡Cuánto mejor que en las de un heredero pródigo y mala cabeza, que lo gaste en porquerías y estupideces! Ya veo que se harán capillas y catedrales, hospitales magníficos, y que la posteridad no dirá: "¡ah, el tacaño!... ¡ah, el avariento!... ¡ah, el judío!..." sino que dirá: "¡oh, el magnífico!... ¡oh, el generoso prócer!... ¡oh, el sostenedor del Cristianismo!...". Mejor está el tercio disponible en manos eclesiásticas, que en manos seglares, de gente rumbosa y desarreglada. No apurarse, señor San Pedro; nombraré una junta de personas idóneas, presidida por el señor Obispo de Andrinópolis. Y en tanto, cuento con usted: no me abandone, ni me ponga peros para la entrada en el reino celestial.

— No hay tales peros — díjole Gamborena con exquisita bondad y dulzura —. Tenga usted juicio, y entréguese a mí con entera confianza. Lo que digo es que su resolución, mi Sr. D. Francisco, con ser buena, bonísima... no basta, no basta. Se necesita algo más.

—¡Pero, Señor, más todavía!

— No vaya a creer que regateo la cantidad. Aunque ese tercio disponible fuera una cifra de millones tan alta como la que representan todas las arenas del mar, no bastaría si el acto no significara, al propio tiempo, un movimiento espontáneo del corazón, si no lo acompañase la ofrenda de la conciencia purificada. Esto es muy claro.

— Sí, muy claro... Abundo en esas ideas.

— Porque, amigo mío — añadió el sacerdote con mucha gracia, incorporándose para verle de cerca el rostro —, no me atrevo a sospechar que usted piense en conseguir su entrada en el Cielo sobornándome a mí, al guardián de la puerta. Si tal creyese mi señor Marqués de San Eloy, no sería el primero. Muchos creen que dando una propinilla al Santo... Pero no, usted no es de esos, usted ha vuelto ya los ojos a Dios, apartándolos para siempre de la vileza de los bienes temporales y caducos; usted tiene ya la divina luz en su conciencia, lo veo, lo conozco; esta noche, en un ratito de descanso, hemos de quedar muy amigos, muy conformes en todo, usted muy consolado, con el alma serena, libre, llena de confianza y amor, yo satisfecho, y más contento que unas pascuas.

Torquemada había cerrado los ojos, mirando para dentro de sí, y no contestaba más que con ligeros movimientos de cabeza a las sentidas amonestaciones de su amigo y padre espiritual. Aprovechó este la buena ocasión que la relativa tranquilidad del enfermo le ofrecía, y exhortándole con su palabra persuasiva y cariñosa, hecha a la domesticación de las fieras humanas más rebeldes que cabe imaginar, a la media hora le había puesto tan blando que nadie le conocía, ni él mismo se conociera, si pudiera verse desde su ser antiguo.

Descansó después algunas horas, y a la madrugada volvió el padrito a cogerle por su cuenta, temeroso de que se le fuera de entre las manos. Pero no: bien asegurado estaba, humilde y con timidez mimosa de niño enfermo, descompuesto el carácter, del cual sólo quedaban escorias, destruida su salvaje independencia. La certidumbre de su próximo fin le transformaba sin duda, obraba en su espíritu como la enfermedad en su organismo, devorándolo, con efectos semejantes a los del fuego, y reduciéndolo a cenizas. Su voz quejumbrosa despertaba en cuantos le oían una emoción profunda. El genio quisquilloso y las expresiones groseras y disonantes, ya no atormentaban a la familia y servidumbre. Todo era concordia, lástima, perdón, cariño. Tal beneficio había hecho la muerte, con sólo llamar a la puerta del pecador. Agobiado este por el mal, que de hora en hora le iba consumiendo, apenas tenía fuerzas para articular palabras breves, de ternura para su hija y para Cruz, de bondad paternal para las demás personas que le rodeaban.

No se movía; su cara terrosa hundíase en las almohadas, y en la cara los ojos, con los cuales hablaba más que con la lengua. Creyérase que con ellos imploraba el perdón de su egoísmo. Y con ellos parecía decir también: "Os lo entrego todo, mi alma y mis riquezas, mi conciencia y mi carácter, para que hagáis de ello lo que queráis. Ya no soy nada, ya no valgo nada. Heme vuelto polvo, y como polvo os pido que sopléis en mí para lanzarme al viento y difundirme por los espacios".

Lleváronle el Señor ya muy avanzada la mañana, sin pompa, con asistencia tan sólo de las personas de mayor intimidad. Más hermosa que nunca pareció aquel día la mansión ducal, sirviendo de marco espléndido a la patética ceremonia, y al concurso grave que desfiló por el vestíbulo y galerías espaciosas, pobladas de representaciones de la humana belleza. La servidumbre, muy mermada desde el modus vivendi, asistió de rigurosa etiqueta. La capilla, que con tanta cera encendida era un ascua de oro, se llenó de monjitas blancas y azules, de señoras con mantilla negra. En la alcoba del enfermo púsose un altar, con el tríptico de Juan Eyck, que había presidido la capilla ardiente de Fidela. La entrada del Viático produjo en todo cuanto contenía la cavidad de aquella morada de príncipes, en todo absolutamente, lo vivo y lo figurado, personas y cosas, arte y humanidad, una emoción profunda. Al penetrar la Majestad Divina en la alcoba, la emoción total fue más intensa, realzada por el silencio que dentro y fuera envolvía el solemne acto. La voz del sacerdote sonó con placidez amorosa en medio de aquella paz. Las llamas movibles de los hachones teñían de un amarillo de oro viejo la escena y sus figuras. Al recibir a Dios, D. Francisco Torquemada, Marqués de San Eloy, parecía otro. No era el mismo de antes, ni tampoco el mismo de la noche anterior, con la cara terrosa y los ojos apagados. Fuese por el reflejo de las luces o por alguna causa interna, ello es que la piel de su rostro recobró los colores de la vida, y su mirada la viveza de sus mejores tiempos. Expresaba un respeto hondo, una cortedad de genio que rayaba en pueril timidez, una compunción indefinible, que lo mismo podía significar todas las ternezas del alma que todos los terrores del instinto.

Terminado el acto, prodújose el ruido de la salida, las pisadas, los rezos, el tilín de la campana: la procesión descendió la escalera, y recorriendo de nuevo la gran galería, salió a la calle, volviendo todas las cosas del palacio a su ser natural. En la capilla se aglomeró mucha gente; unos entraron ávidos de oración, otros de admirar las preciosidades artísticas que adornaban el altar. Y el enfermo, en tanto, después de hablar poco y bueno con Gamborena, Cruz y Donoso, en lenguaje afectuoso, cándido, sencillo, congratulándose de todo corazón de lo que había hecho, y recibiendo con alegría los parabienes, sintió viva necesidad de descanso, como si el acto religioso determinara en su fatigado organismo una sedación intensísima. Cerrando los párpados, durmió tan sosegada y profundamente, que al pronto le creyeron muerto. Pero no: dormía como un bendito.

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