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Tantas veces le llamó Gamborena, hablándole con la boca casi pegada a la oreja, que al fin respondió, como despertando:
"Sí, Maestro, sí. Me he quedado con las ganas de saber...".
—¿Qué?
— Si me dejaba entrar o no. A ver... ¿tiene ahí las llaves?
— No piense en las llaves, y dígame con brevedad si son sinceros sus deseos de entrar, si ama a Jesucristo y anhela ser con Él, si reconoce sus pecados, el vicio infame de la avaricia, la crueldad con los inferiores, la falta absoluta de piedad para con el prójimo, la tibieza de sus creencias.
— Reconozco — dijo Torquemada con sorda voz que apenas se oía —. Reconozco..., y confieso.
— Y ahora, todos sus pensamientos son para Jesús, y si alguna idea o algún afán de los que le extraviaron en vida viene a turbar esa paz, esa resignación dulce con que aguarda su fin, usted lo rechazará, usted rechazará ese sentimiento, esa idea...
— La rechazo... sí...: Jesús... — murmuró el enfermo —. ¿Pero usted abre?... dígame si abre. Porque si no..., aquí me quedo, y... A bien que no es floja empresa..., convertir el Exterior y las Cubas en Interior...
— Hijo mío, desprecie toda esa inmundicia.
—¡Inmundicia!, ¿lo llama inmundicia?...
Siguió rezongando muy por lo bajo. No se le entendía. Su habla era como el gorgoteo profundo de un manantial en el fondo de una caverna.
Desconsolado y lleno de inquietud, Gamborena tuvo por cierto que la lucha seguía empeñada entre él y Satanás, disputándose la posesión de un alma próxima a lanzarse a lo infinito. ¿Quién vencería? Dotado de facultades poéticas, la mente del clérigo vio representada en imágenes la formidable batalla. Del otro lado del lecho, por la parte de la pared, estaba el Demonio, tanto más traidor cuanto más invisible.
El sacerdote cristiano sugería por la izquierda, el enemigo de todo bien por la derecha. Gamborena tenía por su lado el corazón. Puso sobre él la mano, y apenas le sentía latir. Probó llamar al entendimiento, con esperanza de que aún respondiera; pero el entendimiento no quiso darse por entendido, o ya no ejercía autoridad sobre la palabra. Los gemidos inarticulados, las rudas expresiones irónicas que moduló el frío labio del moribundo, sonaron en el oído del sacerdote como inspiradas por el enemigo que de la otra parte luchaba encarnizadamente.
Anochecía, y el misionero hubo de abandonar por un rato su puesto de combate, para acudir a la capilla a Reservar el Santísimo. En esta imponente ceremonia, a la que asistieron la familia, la servidumbre, y muchos amigos de la casa, elevó el buen padrito su espíritu con ardiente fervor a la Majestad Omnipotente, implorando sostén y auxilio para salir victorioso en la tremenda lucha. Encomendó con plegaria dolorida el alma del triste pecador, y pidió para él la gracia por los maravillosos medios que sólo Dios sabe y emplea, supliendo la ineficacia de los medios humanos. La emoción del buen sacerdote se traslucía en su semblante grave y en la dulzura de sus ojos. Cuando terminó el acto, pudo observar que muchos de los presentes tenían el rostro encendido de llorar.
Y otra vez allá, al campo de batalla. En el breve tiempo que duró la Reserva, habíase desfigurado tanto el rostro del pobre enfermo, que Gamborena le hubiera desconocido, si no estuviese acostumbrado a tales mudanzas del humano semblante en trances como aquel. Si cada transformación de las facciones pudiera expresarse por espacios de tiempo, y la descomposición fisonómica se representara por edades, D. Francisco Torquemada tenía ya novecientos años, como Matusalén.
Por acuerdo entre la familia y el doctor, se suprimió la medicación de última hora, que no sirve más que para disputar algunos instantes a la muerte, atormentando inútilmente al enfermo. La ciencia nada tenía que hacer allí: bien lo demostró la salida de Miquis y su paso por la gran galería hacia afuera, paso en el cual pudiera verse cierta tristeza, pero también resolución, como de un hombre que siente no haber triunfado allí, y que se dirige a otra parte donde triunfar espera. Despedida la Ciencia, a la Religión correspondía lo restante, que era mucho, a juicio de todos.
Gamborena y una hermana de la Caridad ocuparon los dos costados del lecho que pronto sería mortuorio. La familia se retiró al próximo gabinete.
Don Francisco abría con ansia su boca, en demanda de agua, que le daba la monjita. Angustiosa era su respiración, con un pausado ritmo que desesperaba.
Llegó un momento en que la suspensión casi instantánea del estertor, les hizo creer que había muerto, y ya se disponían a la prueba del espejillo, cuando Torquemada respiró de nuevo con relativa fuerza, y dijo algunas palabras.
"Exterior y Cubas... mi alma... la puerta".
Los miró. Pero sin duda no los conocía. Volviéndose hacia la monja, le dijo: "¿Abre usted, o no abre? Quiero entrar...".
Gamborena suspiraba. Su intranquilidad subió de punto, observando en la mirada del moribundo la expresión irónica que en él era común cuando hablaba de cosas de ultratumba. Díjole el misionero palabras muy sentidas; pero él no pareció comprenderlas. Sus ojos, que allá en lo profundo de las cuencas amoratadas apenas brillaban ya, no se fijaban en objeto alguno, y se movían inciertos, buscando...
Dios sabe qué. Gamborena vio en ellos la desconfianza, que casi era la base de aquella personalidad próxima a extinguirse.
Por el otro lado, la monjita le decía con ferviente anhelo que invocase a Jesús, y mostrándole un crucifijo de bronce, lo aplicó a sus labios para que lo besara. No se pudo asegurar que lo hiciera, porque el movimiento de los labios fue imperceptible. Cuando le administraron la Extremaunción, no se dio cuenta de ello el enfermo. Poco después tuvo otro momento de relativa lucidez, y a las exhortaciones de la monjita, respondió, quizás de un modo inconsciente: "Jesús, Jesús, y yo... buenos amigos... Quiero salvarme".
Cobró esperanzas Gamborena, y lo que lograr no podía dirigiéndose a un alma casi desligada ya del cuerpo, intentábalo invocando fervorosamente al Divino Juez que pronto había de juzgarla. Estrechó la mano del moribundo; creyó sentir ligera presión de los dedos glaciales. A lo que el misionero le decía aproximando mucho su rostro, respondía Torquemada con estremecimientos de la mano, que bien podían ser un lenguaje. Algunas expresiones, mugidos, o simples fenómenos acústicos del aliento resbalando entre los labios, o del aire en la laringe, los tradujo Gamborena con vario criterio. Unas veces confiado y optimista, traducía: "Jesús..., salvación... perdón...". Otras, pesimista y desesperanzado, tradujo: "La llave...
venga la llave... Exterior... mi capa... tres por ciento".
Dos horas, o poco más, se prolongó esta situación tristísima. A la madrugada, seguros ya los dos religiosos de que se acercaba el fin, redoblaron su celo de agonizantes, y cuando la monjita le exhortaba con gran vehemencia a repetir los nombres de Jesús y María, y a besar el santo crucifijo, el pobre tacaño se despidió de este mundo, diciendo con voz muy perceptible: "conversión". Algunos minutos después de decirlo, volvió aquella alma su rostro hacia la eternidad.
"¡Ha dicho conversión! — observó la monjita con alegría, cruzando las manos —. Ha querido decir que se convierte, que...".
Palpando la frente del muerto, Gamborena daba fríamente esta respuesta:
"¡Conversión! ¿Es la de su alma, o la de la Deuda?".
La monjita no comprendió bien el concepto, y ambos de rodillas, se pusieron a rezar. Lo que pensaba el bravo misionero de Indias, al propio tiempo que elevaba sus oraciones al Cielo, él no había de decirlo nunca, ni el profano puede penetrarlo.
Ante el arcano que cubre, como nube sombría, las fronteras entre lo finito y lo infinito, conténtese el profano con decir que, en el momento aquel solemnísimo, el alma del señor Marqués de San Eloy se aproximó a la puerta, cuyas llaves tiene...
quien las tiene. Nada se veía; oyose, sí, rechinar de metales en la cerradura.
Después el golpe seco, el formidable portazo que hace estremecer los orbes. Pero aquí entra la inmensa duda. ¿Cerraron después que pasara el alma, o cerraron dejándola fuera?
De esta duda, ni el mismo Gamborena, San Pedro de acá, con saber tanto, nos puede sacar. El profano, deteniéndose medroso ante el velo impenetrable que oculta el más temido y al propio tiempo el más hermoso misterio de la existencia humana, se abstiene de expresar un fallo que sería irrespetuoso, y se limita a decir:
"Bien pudo Torquemada salvarse".
"Bien pudo condenarse".
Pero no afirma ni una cosa ni otra... ¡cuidado!