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Alzaron los vasos y bebieron a la salud del más democrático de los próceres y del menos orgulloso de los plebeyos enriquecidos, aunque ni estas palabras ni otras semejantes emplearon los bebedores: la idea estuvo tan sólo en su ruda intención y en el mugido con que la expresaron. Inundado de un gozo juvenil se sentía Torquemada: muy satisfecho de lo bien que se portaba su estómago, no sabía qué alabar más, si el excelente sabor de lo que comía, o la gallarda franqueza de aquella gente sencilla y leal que tan de corazón le festejaba. Por cierto que al comprender la necesidad de pagar verbalmente sus agasajos, pensó también, con seguro juicio, que en tal lugar y ante tales personas debía sostener la dignidad de su posición y de su nombre, empleando el lenguaje fino que no sin trabajo aprendiera en la vida política y aristocrática.
"Señores — les dijo, rebuscando en su magín las ideas nobles y los conceptos escogidos —, yo agradezco mucho esas manifestaciones, y tengo una verdadera satisfacción en sentarme en medio de vosotros, y en compartir estos manjares suculentos y gastronómicos... Yo no oculto mi origen. Pueblo fui, y pueblo seré siempre... Ya sabrán que en la Cámara he defendido a las clases obreras y populares... Para que la Nación prospere, es menester que entre las clases no haya antagonismos, y que fraternicen tirios y troyanos...".
— Vean, vean — exclamó Matías, a quien el entusiasmo puso rojo, o más bien de color de moras negras —. Lo mismo vus dice hoy este hombre que vus dije yo ayer. Que se den la mano las clases, los de la grandeza y los artistas, para que haiga orden público y prosperidad nacional.
— Es que entre vuestras ideas y las mías — dijo Torquemada, emprendiéndola valiente con la carne —, hay muchos puntos de contacto.
—¡Si todos los de arriba — inició el llamado Carando —, fueran como los de ciertas casas principales que yo conozco!... No lo digo porque esté delante el Sr. D.
Francisco; que ayer también lo dije. Pues el cuento es que hay ricos, y todos no son como los de la familia del que me oye. No haiga miedo de que ningún pobre de estos barrios se muera de hambre, mientras exista esa señora del Águila, que anda de buhardilla en buhardilla averiguando dónde hay bocas abiertas para taparlas, y carnes desnudas para vestirlas. Yo le he visto, y en mi casa de la calle del Nuncio, más de cuatro le deben la vida.
— Es verdad — afirmó el llamado Higinio —. Y a mí también me consta. A unos vecinos míos les libró al hijo de quintas, y a la chica le compró la máquina de coser.
— Ya, ya — dijo el de San Eloy sin mirarles, comprendiendo que debía mantener allí, no sólo su dignidad, sino la de toda la familia —. Mi hermana política, Cruz del Águila... Es una santa.
— Pues que viva mil años, y a su salud echemos la primera copa de moscatel.
— Gracias, señores, gracias. Yo también bebo a la salud de aquella noble dama...
— dijo D. Francisco, pensando que sus agravios particulares contra ella no debían manifestarse ante una sociedad extraña —. ¡Ah, nos queremos tanto ella y yo!...
Le dejo hacer su santa voluntad, porque tiene un talento, y una... Cuantas reformas se implantan en mi casa—palacio ella las dispone. Y si alguna disidencia o discrepancia surge entre nosotros, yo transijo, y sacrifico mi voluntad en aras de la familia. No hay otra mujer que raye a mayor altura para gobernar a una servidumbre numerosa. La mía es como los ejércitos de Jerjes.
¿Sabéis vosotros quién era ese Jerjes? Un rey de la Persia, país que está allí por Filipinas, el cual tenía tantas tropas de todas armas, que cuando les pasaba revista, lo menos tardaba siete meses en verlas venir, o verlas pasar... En fin, señores míos, y tú, Matías, mi particular amigo, dejemos ahora a mi cuñadita allá en sus rezos, tratando a Dios de tú, y vengamos a la realidad de las cosas.
Yo soy muy dado a lo real, a lo verdadero, soy el realismo por excelencia. ¡Qué rica ternera! ¡Bien haya la vaca que te parió y te dio de mamar, y el pindongo matachín que te sacó la sangre para hacerte más tierna!... Yo profeso el principio de que la ternera es mejor que el buey, y este mejor que la vaca. En resumen, señores: yo me encuentro aquí muy bien. Como un sabañón, sin que el estómago se me suba a las barbas, y estoy alegre, tan alegre, que de aquí no me movería, si no me llamaran a otra parte los mil asuntos que tengo que ventilar.
Esto es un oasis... ¿Sabéis lo que es un oasis?
—¡Toma!, el merendero fino que han puesto ahora en la Bombilla, y que tiene un rótulo que dice: Al oasis del Río.
— Eso no concuerda bien — dijo Torquemada, empezando a sospechar que había comido más de lo justo, y excedídose un poco en el beber —. No concuerda absolutamente, porque oasis es cosa de tierra, y el río, ya veis...
Ocurrió lo que es inevitable en comidas de gente llana, obsequiosa, de mucho corazón y escasa finura; y fue que, como D. Francisco manifestara cierto recelo de cargar su estómago, cayéronle todos encima, gritando como energúmenos, para incitarle a seguir atracándose de cuanto en el establecimiento había.
"¡Vaya, que hacer ascos al besugo! ¿Cree que no está tan bueno como los que le pone su cocinero franchute? ¡Ea, no consiento que haga desprecio de nuestra pobreza...! Tiene que probarlo, nada más que probarlo... Verá qué cosa rica...
¡Pero si hoy ha echado el día a perros!... Créame, D. Francisco, su estómago lo quisiera yo para mí. Lo que tiene el muy ladrón es mugre, de tanta judía botica como dentro le han metido, y la mugre se quita comiendo lo bueno y bebiendo lo fino... Fuera miedo, señor Marqués, que tripas llevan pies, y no pies tripas...
No, pues de mi casa no se va, despreciándome el besugo, ¡jinojo!... y para después tengo unos capones que dan el quién vive a la Santísima Trinidad...
¡Arreando!, a beber, a hacer un poco por la vida".
Mucho carácter y tesón muy fuerte se necesitaba para resistir a estas sugerencias de una hospitalidad tan cordial como impertinente, y de uno y otro carecía Torquemada en aquel instante, por abdicación de su voluntad ante los que eran sus iguales por el nacimiento y la educación. Y como la molestia que empezaba a sentir era leve aún, y la contrarrestaban los instintos de gula que ante aquellos manjares tan de su gusto se le despertaron, a todo dijo amén, y adelante con el festín. La cháchara le distraía de la aprensión, no permitiéndole oír los avisos que de tiempo en tiempo le mandaba su estómago. Pero con todo, al llegar a los capones se cerró a la banda, porque verdaderamente sentía un peso en la barriga que le inquietaba. ¡Capones! Vade retro. De lo que sí comió fue de la jugosa y bien aliñada ensalada de lechuga, y entre medias, copas y más copas de variados vinos, que maquinalmente se metía entre pecho y espalda sin reparar en ello.
"La verdad es — decía —, que todo me cae bien. Un poquito de peso; pero nada más. Yo estoy muy alegre, rejuvenecido, digámoslo así, y dispuesto a repetir la francachela cada lunes y cada martes... Si me vieran los de casa, se quedarían absortos y patitiesos... Y yo les contestarla: 'Ya, ya tengo la prueba. Ved este señor estómago que antes no podía realizar la digestión de un mero chocolate, y ahora... Me basta salir de vuestra órbita para encontrarme al pelo, y el estómago es lo primero que se felicita de hallarse en otra esfera de acción, muy distinta de aquella en que... Porque salta a la vista que hay crimen, y que...'".
Por primera vez le faltó la palabra, y se le obscureció el pensamiento. Un instante estuvo manoteando en el aire. Por fortuna, aquello pasó, y al volver en sí, el señor Marqués se quejaba de difícil respiración.
"Eso no es más que viento — le dijo Matías —. Una copita de anís del Mono, y verá cómo descarga. ¡Colasa...!".
Mientras venía el anís, aplicó al enfermo la medicación elemental de golpearle la espalda con la palma de la mano. Pero lo hacía con tan buena voluntad, y tal deseo de obtener un resultado eficaz y pronto, que Torquemada tuvo que decirle: "Basta, basta, hombre, no seas bruto. ¿Me tomas a mí por un bombo?...
¡Ay, ay...! Ya parece que cede algo... Es flato, nada más que un flato que se atraviesa... ¡brrr!...".
Trató de echar fuera el temporal, provocando regurgitaciones, que se le frustraban a medio camino, dejándole peor que estaba. El condenado anís le produjo algún alivio a poco de beberlo, y vuelta a tomar la palabra, y a expresar su contento.
"Abundo en vuestras ideas, quiero decir, pienso lo mismo que pensáis vosotros sobre la... ¿Eh?... tú, ¿de qué estábamos hablando?... Vaya, que se me escapa toda la memoria... ¡Biblias, cómo se me olvidan las cosas!.. Eh, tú, ¿cuál es tu gracia? ¡Mira que olvidárseme cómo te llamas tú!".
— Matías Vallejo, para servirte — replicó el anfitrión, que con tanto comer y beber, se sentía inclinado a la confianza —. ¿Qué?, ¿te da otra vez el soponcio?...
Paquillo, ¿qué es eso?... So bruto... ¡Si no es más que jinojo del viento!...
Échalo, échalo pronto, con cien mil pares de bolas... ¡Arreando!
Y vuelta a los palmetazos en la espalda. Mientras el otro le administraba la medicina, inclinábase D. Francisco hacia adelante, rígido, hinchado, como un costal repleto y puesto en pie, que pierde el equilibrio.
"Basta; te digo que basta. Tienes una mano que parece un pisón para adoquinar las calles... ¡recuerno!... Pues ya he recobrado la memoria; ya sé lo que iba a deciros, señores comensales... Pues, alguno de vosotros manifestó que se debía dar algo a mi cochero, que está esperándome ahí fuera... y yo... cabal... yo dije: 'Señores, abundo en vuestras ideas, o en otros términos, pienso también que se debe dar algo a ese borrachón de mi cochero'".
— Pues es verdad — gruñó Matías —. No me acordaba. ¡Colasa...!
— Y a este tenor, sigo diciéndote — prosiguió don Francisco con evidente dificultad para mantener derecho su cuerpo —, que no me encuentro muy bien que digamos. Parece que me he tragado la cruz de Puerta Cerrada, que desde aquí veíamos por la ventanilla... ¡Toma, ya no la veo!... ¿Dónde se habrá ido esa arrastrada... cruz... Cruz?... He dicho Cruz, y no me vuelvo atrás...
—¡Pacorro de mi alma! — exclamó Matías abrazando con violencia el cuerpo de don Francisco, que en uno de aquellos vaivenes fue a chocar contra el suyo —, te quiero como a un hijo... Para que se nos despeje la cabeza, venga café...
¡Colasa!
— Café moka — dijo Torquemada con ansia, abriendo no sin esfuerzo sus párpados, que a todo trance se le querían cerrar —. Café...
—¿Con ron, o caña?
— También hay fino champán.
— Señores — murmuró el Marqués de San Eloy con mugidos más que con palabras —, yo estoy mal, muy mal... El que diga que yo me encuentro bien, falta a la verdad... a la verdad de los hechos... He comido como el más tragón de todos los Heliogábalos... Pero, yo juro por las santísimas Biblias en pasta, que lo tengo que digerir, para que allá no digan... para que no se ría de mí esa, la otra, la... ¡Cuernos con la memoria! Di tú, Matías, ¿cómo se llama ésa...?
—¿Quién?
— Ésa... la hermana de mi difunta... Se me ha olvidado el nombre... Mira tú, hace un rato la estaba viendo por el ventanillo... por allí...
— Ya... la cruz de Puerta Cerrada.
—¡Ah!... Puerta Cerrada se llama... la cruz es esta, no... la otra... y la Puerta Cerrada es la Cruz que yo tengo dentro de mi cuerpo y que no puedo echar fuera... cruz del diablo, y puerta del Cielo que no quiere abrirse, y puerta cerrada del Infierno... Oye..., ¿cómo se llama ese marrano de clérigo...?, el de las municiones, measiones, misiones o como quiera que se diga. Dime cuál es su gracia que quiero soltarle cuatro frescas... Entre él y la gata gazmoña de Gravelinas concibieron el plan de envenenarme... Y lo llevaron a cabo... Ya ves... cómo me han puesto... Me metieron en el cuerpo esta casa... ¿Cómo la echo yo ahora, cuerno, Biblias pasteleras... ñales de San Francisco?
Cayó del lado contrario al sitio que ocupaba Matías, y fue a dar contra una silla, que le impidió rodar al suelo. Acudieron todos a él. No sabían si enderezarle o tenderle, poniendo en fila dos o tres banquetas. Gruñendo como un cerdo, se retorcía con horrorosas convulsiones. Por fin, brrr... El suelo de la trastienda era poco para todo lo que salió de aquel cuerpo mísero... ¡Colasa!