XI
"Hijas mías, aunque no me lo permitáis, yo, como sacerdote y amigo, quiero y debo reprenderos por esa costumbre de tratar en solfa, y alardeando de humorismo elegante con visos de literario, las cuestiones más graves de la moral y de la fe católica. Vicio es este adquirido en la esfera altísima en que vivís, y que proviene de la costumbre de poner en vuestras conversaciones ideas chispeantes y deslumbradoras, para entreteneros y divertiros como en los juegos honestos de sociedad... suponiendo que sean honestos, y es mucho suponer.
"No necesito que me deis licencia para deciros que cuanto expresasteis acerca de la muerte, y de nuestros fines aquí y allá, es herético, y además tonto, y extravagantísimo, y que sobre carecer de sentido cristiano, no tiene ninguna gracia. Podrán alabar ese alambicado conceptismo los majaderos sin número que acuden a vuestras tertulias y saraos, hombres corrompidos, mujeres sin pudor... algunas, no digo todas. Si queréis decir gracias, decidlas en asuntos pertinentes al orden temporal. Juzgad con ligereza y originalidad de cosas de teatro, de baile, o de carreras de caballos o velocípedos. Pero en nada pertinente a la conciencia, en nada que toque al régimen grandioso impuesto por el Criador a la criatura, digáis palabra disconforme con lo que sabe y dice la última niña de la escuela más humilde y pobre. Aquí resulta una cosa muy triste, y es que las clases altas son las que más olvidada tienen la doctrina pura y eterna. Y no me digan que protegéis la religión, ensalzando el culto con ceremonias espléndidas, o bien organizando hermandades y juntas caritativas: en los más casos, no hacéis más que rodear de pompa oficial y cortesana al Dios Omnipotente, negándole el homenaje de vuestros corazones. Queréis hacer de Él uno de estos reyes constitucionales al uso, que reinan y no gobiernan. No, y esto no lo digo precisamente por vosotras, sino por otras de vuestra clase; no os vale tanta religiosidad de aparato; no se acepta el homenaje externo si no lo acompañáis del rendimiento de los corazones, y de la sumisión de la inteligencia. Sed simples y candorosas en materia de fe; dad al ingenio lo que al ingenio pertenece, y a Dios lo que siempre ha sido y será de Dios".
Oían las dos damas absortas, bebiéndose con los ojos la dulzura de los ojos del misionero, al propio tiempo que absorbían por el oído, y las agasajaban en el pensamiento, las ideas que expresaba. Durante la breve pausa que hizo, apenas respiraban ellas, y él siguió tranquilo, apretando un poquito en la severidad:
"Las clases altas, o por hablar mejor, las clases ricas, estáis profundamente dañadas en el corazón y en la inteligencia, porque habéis perdido la fe, o por lo menos andáis en vías de perderla. ¿Cómo? Por el continuo roce que tenéis con el filosofismo. El filosofismo, en otros tiempos, no traspasaba el lindero que os separa de las clases inferiores; el filosofismo era entonces plebeyo, ordinario, y solía estar personificado en seres y tipos que os eran profundamente antipáticos, sabios barbudos y malolientes, poetas despeinados y que no sabían comer con limpieza. Pero ¡ah!, todo ello ha cambiado. El filosofismo se ha hecho fino, se ha hecho elegante, se ha colado por vuestras puertas, y vosotras le dais abrigo, y le hacéis carantoñas. Antes le despreciabais, ahora le agasajáis; y os parece que vuestras mesas no están bastante honradas sino sentáis a ellas diariamente a dos o tres alumnos de Satanás; y vuestros saraos no os parecen de tono, si no traéis a ellos a toda la caterva de incrédulos, herejes y ateístas.
"Vosotras, clases altas y ricas, aburridas, fatigadas por no tener un papel glorioso que desempeñar en la sociedad presente, os habéis bajado a la política, como el noble enfermo y melancólico, que no sabiendo qué hacer para distraerse, desciende a bromear con la servidumbre. El filosofismo, harto de vivir en sótanos y entre telarañas, se ha subido a la política, para buscar en ella su negocio, y en ese terreno común os habéis encontrado todos, y os habéis hecho amigos. Después, incurriendo en familiaridades de mal gusto, lleváis al filosofismo arriba, a vuestras salas, y allí, el infame os contagia de sus perversas ideas, amortiguando la fe en vuestros corazones. Cierto que conserváis la fe nominal, pero tan sólo como un emblema, como una ejecutoria de la clase, para defenderos con ella en caso de que veáis atacados vuestros fueros y amenazadas vuestras posiciones... Y la prueba de esto la hallamos en las novísimas costumbres de la gente noble. Decidme: ¿no salta a la vista que vuestras devociones son superficiales y que debajo de ellas no hay más que indiferentismo, corruptela? Vosotras mismas os habéis reído, esta Navidad, de las que dieron misa del gallo con baile. Vosotras mismas habéis organizado conciertos caritativos, y con igual frescura tomáis el teatro y la lotería por instrumentos de caridad, que lleváis a la iglesia las formas teatrales. Todo está bien con tal de divertiros, que es la suprema, la única aspiración de vuestras almas".
Descansaron las dos damas de aquella tirante atención, sacando cada cual un suspiro de lo más hondo del pecho, y Gamborena, después de repartir por igual palmaditas en las manos de una y otra, prosiguió y terminó benévolamente en esta forma: "Hay que volver a la sencillez religiosa, señoras mías, limpiar el corazón de toda impureza, y no permitir que la frivolidad se meta donde no la llaman, y donde hace tanta falta como los perros en misa. ¿Queréis ser elegantes? Sedlo enhorabuena, sin mezclar el nombre de Dios ni la doctrina católica en vuestras chismografías epigramáticas. La caridad, el culto, la devoción sean cosas serias, no uno de tantos temas para lucir la travesura del pensamiento. La que no tenga fe, que lo diga y se deje de comedias que a nadie engañan, y menos al que todo lo ve. La que la tenga, sepa tenerla con simplicidad; sea como los niños para aprender la doctrina, y como los humildes y pobres de espíritu para practicarla, dejando los escarceos del ingenio para el diablo, que es el gran hablador, y el maestro de la cháchara, y el que a la postre sale ganando con todas esas vanidades de la conversación. La alcurnia y el dinero suelen ser carga pesada para las almas que quieren remontarse, y estorbo grande para las que buscan la simplicidad: el toque está, señoras mías, en conseguir aquellos fines sin arrojar dinero y alcurnia, aunque hay casos, pero de esto no se hable, por ser excepcional y extraordinario. Sabiendo uno con quién trata, y en qué tiempos vive, no incurrirá en la tontería de decir: 'imitad a los que siendo nobles y ricos, quisieron ser pobres y plebeyos'. Esto no: vivimos en tiempos de muchísima prosa, y de muchísima miseria y poquedad de ánimo. La voluntad humana degenera visiblemente, como árbol que se hace arbusto, y de arbusto planta de tiesto: no se le pueden pedir acciones grandes, como al pigmeo raquítico no se le puede mandar que se ponga la armadura de García de Paredes y ande con ella. No, hijas mías. No os diré nunca que seáis heroínas, porque os reiríais de mí, y con razón. Sois muy enanas, y aunque os empinarais mucho, aunque os pusierais penachos de soberbia y tacones de vanidad, no podríais llegar a la talla. Por eso os digo: ya que sois tan poquita cosa, procurad ser buenas cristianas dentro de la cortedad de vuestros medios espirituales; seguir siendo aristócratas y ricas; compaginad la simplicidad religiosa con el boato que os impone vuestra posición social, y cuando os llegue el momento de pasar de esta vida, si habéis sabido limpiaros de la impureza que os invade el corazón, no encontraréis cerradas las puertas de la eterna dicha".
Oyeron las damas esta plática con emoción profunda, y poco faltó para que lloraran. Cuando el misionero terminó, repitiendo las afectuosas palmaditas en las manos de sus oyentes, Augusta no hacía más que suspirar, Fidela parecía un poquito asustada, y cuando se repuso, su genial travesura salió bruscamente con uno de aquellos rasgos que el sacerdote acababa de reprender.
"Pero si no puedo purificarme bien, lo que se llama bien, espero que habrá un poquito de manga ancha conmigo, y que usted me abrirá la puerta celestial".
—¿Yo?
— Usted, sí, usted que tiene las llaves.
—¿Yo?
— Lo dice mi marido, y lo cree, y por creerlo así le llama a usted San Pedro.
— Es una broma.
—¿Y no mereceré yo un poco de indulgencia?
— Indulgencia Dios la da.
— Pues mire usted, nadie me quita de la cabeza que la voy a necesitar pronto, muy pronto.
—¡Oh, no digas tal!
— Me lo pueden creer. Hace días vengo pensando en eso, en mi próxima muerte, y ahora, cuando usted hablaba, se me metió en la cabeza la idea de que ya estoy al caer, pero ya, ya...
—¡Qué tontería!
— Si no me asusto. Al contrario, lo miro con una tranquilidad... ¡Morir... dormir mucho tiempo! ¿No es eso, padre? ¿No es eso, Augusta?
Entró en aquel momento Cruz, y habiendo entendido algo de lo que su hermana decía, la reprendió con dulzura, fijándose en la expresión de su rostro. Debió este de parecerle hipocrático en grado sumo, aunque no lo bastante para sentir alarma. "Claro, te estás toda la tarde de palique, y luego viene la fatiguita y la opresión. Tú no hagas más que oír, y habla lo menos que puedas; sobre todo, no te pongas a defender los mil disparates que se te ocurren, porque en las discusiones te quedas sin aliento, y ya ves...".
— Si no estoy mal — dijo Fidela, con dificultosa respiración.
— No, no estás mal. Pero yo que tú me acostaría. Ya ves qué día tenemos. Con todas las precauciones del mundo, y echando leña sin cesar en las chimeneas, no podemos evitar que te enfríes. ¿Verdad, padrito, que debe acostarse?
Las instancias de su hermana, reforzadas por Gamborena, lleváronla al lecho, donde se sintió mejor. Después de haber descabezado un sueñecillo, hallábase muy risueña y decidora. Augusta, que de su lado no se separaba, le mandó más de una vez que cerrase el pico.
Nada ocurrió en el resto del día digno de ser contado. Gamborena y Cruz charlaban en el gabinete de Fidela, y esta en su alcoba se entretenía con Valentinico y con su fiel amiga. Ya entrada la noche, poco antes de la hora de comer, la Marquesita de San Eloy despertó de un breve y tranquilo sueño, respirando desahogadamente. ¡Qué bien estaba! Así lo creyó Augusta al acercarse a ella, inclinándose sobre el lecho. Llevose la niñera al chiquitín para darle de comer, y entonces Fidela, acariciando la mano de su amiga, le dijo en el tono más natural del mundo: "Tengo que decirte una cosa".
—¿Qué?
— Que quiero confesarme.
—¡Confesarte! — exclamó Augusta palideciendo, y disimulando su turbación —.
Pero ¿estás loca?
— No sé por qué ha de ser signo de locura el querer confesarse.
— Pero, hija, es que... creerán que estás mal.
— Yo no sé si estoy mal o bien. No hay más sino que quiero confesarme... y cuanto más pronto, mejor.
— Mañana...
— Déjate de mañanas. Mejor será esta misma noche.
— Pero ¿qué idea te ha dado...?
— Pues una idea, tú lo has dicho, una idea. ¿Acaso es mala?
— No... pero es una idea alarmante.
— Bueno, mejor. Me harás el favor de decírselo a mi hermana. O se lo dices a Tor... No, no, mejor a mi hermana.