II
Por mañana o tarde, Gamborena no dejaba de visitarle un solo día, mostrándose cariñosísimo con el pobre enfermo, a quien hablaba en lenguaje de amigo más que de director espiritual. Lo que con este carácter le dijo alguna vez, fue tan delicado, y tan bien envuelto iba en conceptos generales, o de salud, que el otro recibía la indicación sin alarmarse. Cuando D. Francisco tuvo su cabeza firme, Gamborena le entretenía, contándole casos y pasajes interesantísimos de las misiones, que el otro escuchaba con tanto deleite como si le leyeran libros de novela o de viajes. Tan de su gusto era, que más de una vez le mandó llamar antes de la hora en que acostumbraba visitarle, y le pedía un cuento, como los niños enfermitos al ama o niñera que les cuida. Y creyendo Gamborena que, aprisionada la imaginación del enfermo, fácil le sería cautivar su voluntad, referíale estupendos episodios de su poema evangélico: sus trabajos en el vicariato de Oubangui, África ecuatorial, y en pleno país de caníbales, cuando los sacerdotes, después de oficiar, se despojaban de sus vestiduras, y trabajaban como albañiles o carpinteros en la construcción de la modesta catedral de Brazzaville; la peligrosísima misión en el país de los Banziris, la tribu africana más feroz, donde algunos padres sufrieron martirio, y él pudo escapar por milagro de Dios, con ayuda de su sutil ingenio; y por último, la conmovedora odisea de los trabajos en las islas remotas del Pacífico central, el archipiélago de Fidji, donde fueron en breve tiempo fundadas setenta iglesias, y convertidos a la fe católica diez mil canacas.
Por supuesto, el que Torquemada oyera con viva atención y profundo interés tales narraciones, no significaba que las creyese, o que por hechos reales y positivos las estimase. Pensaba más bien que todo aquello había ocurrido en otro planeta, y que Gamborena era un ser excepcional, historiador, que no inventor, de tan sublimes patrañas. Teníales por cuentos para niños grandes o para ancianos enfermos.
No se sabe cómo fue rodando la conversación al terreno en que el sacerdote deseaba encontrarse con su amigo; pero ello es que una tarde en que vio a Torquemada relativamente tranquilo, se insinuó en esta forma:
"Paréceme, señor mío, que ya no debemos aplazar por más tiempo nuestro asunto.
Hace días, me dijo usted que tenía la cabeza muy débil; hoy la tiene usted fuerte, por lo que veo, y en su interés está que hablemos".
— Como usted guste — replicó Torquemada, mascullando las palabras y tomando un ligero acento infantil —. Pero si he de serle franco, no veo tanta prisa. Para mí es indudable que escapo de esta: me siento bien; espero ponerme bueno muy pronto...
— Tanto mejor. ¿Y qué, hemos de esperar a las últimas horas para preparamos, cuando ya no haya tiempo, y llegue tarde la medicina? Vamos, señor mío, ya no aguardo más. Yo cumplo mi deber.
—¡Pero si yo no tengo pecados, diantre! — manifestó D. Francisco entre bromas y veras —. El único que tenía se lo dije la otra tarde. Que me asaltó la idea de que Cruz quería envenenarme... De un mal pensamiento nadie está libre.
— Ya... ¿Y no hay más? Busque bien, busque.
— No, no hay más. Aunque usted se enoje, Sr. Gamborena de mis pecados... de mis pecados no, porque no los tengo..., Sr. Gamborena de mis virtudes..., aunque usted se escandalice, tengo que decirle que soy un santo.
—¡Un santo!... Sea enhorabuena. A poco más, me pide que sea yo su penitente, y usted mi confesor.
— No, porque yo no soy cura... Ser santo es otra cosa... dígome santo, porque yo no hago mal a nadie.
—¿Está seguro de ello? No dejaré yo de reconocer como verdad lo que acaba de decirme si me lo demuestra. Ea, ya estoy esperando la demostración... ¿Quiere que le abra camino? Pues allá va. Usted no tiene más que un vicio, uno solo, que es la avaricia. Convénzame de que puede ser santo un hombre avariento y codicioso en grado máximo, un hombre que no conoce más amor que el dinero, ni más afán que traer a casa todo lo que encuentra por ahí; convénzame de esto, y yo seré el primero que pida su canonización, Sr. D. Francisco.
—¡Bah, bah!... ¡cuerno!... ¿Ya sale usted con la tecla de la avaricia... y del tanto más cuanto? Palabras, palabras, palabras. Ustedes los clérigos, vulgo ministros del altar, entenderán de teologías, pero de negocios no entienden una patata. Vamos a ver: ¿qué mal hay en que yo traiga dinero a casa, si el dinero se deja traer? Y esta gran operación que proyecto, ¿por qué ha de ser pecado? ¡Pecado que yo proponga al Gobierno la conversión de la Deuda exterior en Deuda interior! A ver, amiguito: ¿dicen algo de esto el Concilio de Trento, los Santos Padres, o el que redactó la Biblia, que parece fue Moisés? ¡Demonio, si la conversión del exterior en interior es un gran bien para el país! Dígame usted, señor San Pedro, ¿qué va ganando Dios con que los cambios estén tan altos? Pues si yo consigo bajarlos, y beneficio al país y a toda la humanidad, ¿en qué peco, santísimas Biblias?... Pero ya, ya sé lo que va a decirme el señor ministro del altar. Que yo no verifico esta operación por beneficio de la humanidad, sino por provecho mío, y que lo que busco es la comisión que apandamos yo y los demás banqueros que entran en el ajo... Pero a esa objeción le contesto con una pregunta: ¿en qué tablas de la ley, o en qué misal, o en qué doctrina cristiana o mahometana se dice que el obrero no debe cobrar nada por su trabajo? ¿Es justo que yo arriesgue mis fondos, y ande por esas calles como un azacán, de ministerio en ministerio, sin percibir un tanto correspondiente a la cuantía de la operación? Y dígame: hacer un bien al Estado, ¿no es también caridad? ¿Qué es el Estado más que un prójimo grande? Y si se admite que a mí me gusta que hagan por mí lo que yo hago por el Estado, ¿no tenemos aquí claro y patente lo de al prójimo como a ti mismo?
—¡Santo, santo, santo... hosanna!... — exclamó Gamborena riendo, pues ¿qué habría de hacer el padrito sino tomarlo a risa? —. Vamos, que la enfermedad le ha hecho a usted gracioso. Confieso que me ha entretenido su explicación. Pero, mire usted, no he acabado de convencerme, y me temo mucho que con tales conversiones de deudas, y tanto sacrificio por el Estado y los cambios y la humanidad, vaya a parar mi D. Francisco a los profundos infiernos, donde acabarán de ajustarle las cuentas de comisión los tenedores de libros de Satanás, que allí están encargados de esas y otras liquidaciones. ¡El infierno, sí! Hay que decirlo en seco, aunque usted se me asuste. Allí caen de cabeza los que en vida no supieron ni quisieron hacer otra cosa que acumular riquezas, los que no practicaron ninguna de las obras de misericordia, los que no tuvieron compasión de la miseria, ni consolaron a ningún afligido. ¡El infierno, sí señor! No espere usted de mí más que la verdad desnuda, y con todo el rigor de la doctrina. Las ofensas hechas a Dios, que es el bien eterno, son las penas eternas que se han de pagar.
— Bah... ya viene usted de malas — dijo Torquemada con fingido humor de bromas, y completamente acobardado —. ¿Y qué?, ¿no tengo más remedio que creer en la existencia de ese centro todo lleno de lumbre, y en los diablos, y en que todo ello debe durar eternidades?
— Pues claro que tiene que creerlo.
— Corriente... Se creerá, si es obligación. ¿De modo que ni siquiera puedo ponerlo en tela de juicio... sino creer a raja tabla, quiero decir... creerlo con los ojos cerrados? (El misionero afirmaba con la cabeza.) Bueno: pues a creer tocan.
Quedamos en que hay Infierno; pero en que yo no voy a él.
— No irá, siempre que lo procure por los medios que le propongo, y que son lo más elemental de la doctrina que profeso y quiero inculcarle.
— Pues inculque cuanto crea necesario, que aquí me tiene dispuesto a todo — dijo D.
Francisco con una conformidad, que al misionero le pareció de bonísimo augurio —.
¿Qué tengo que hacer para salvarme? Explíquese pronto, y con la claridad que debe emplearse en los negocios. Yo, como buen cristiano que soy, quiero y necesito la salvación. Hasta por mi decoro debo solicitarla. ¡No está bien que digan...! Pues a salvarnos, Sr. Gamborena: ahora dígame qué tengo que hacer, o qué tengo que dar para obtener ese resultado.