XV
Metiose en su cuarto el Marqués de San Eloy como alimaña huida, que sólo se cree segura en la grieta que le sirve de albergue; pero como este era, en aquel caso, bastante holgado, allí se entretuvo el hombre en espaciar su desventura, paseándola de un extremo a otro, como si de esta suerte, por estirarla y darle vueltas, pudiera llegar a ser menos honda. Verdaderamente, era una cosa inicua, casi estaba por decir una mala partida... vamos, una injusticia tremenda, que debiendo ser Cruz la condenada a fallecer, por razón de la edad y porque maldita la falta que hacía en el mundo, falleciese la otra, la bonísima y dulce Fidela. ¡Qué pifia, Dios! Y a él no le faltaban agallas para decírselo en su cara al Padre Eterno, como se lo diría al nuncio y al mismo Papa, para que fueran a contárselo. ¿A qué obedecía la muerte de Fidela? "¿A qué obedece? — repetía furioso, volviendo la cara hacia el techo, como si en él pintada estuviese la cara de su interlocutor —. ¿Es esto justo? ¿Es esto misericordioso y divino?... ¡Divino! Vaya unas divinidades que se gastan por arriba. Pues yo le digo a Su Señoría que no me ha convencido, y que todo eso de infinitamente sabio, infinitamente... qué sé yo, lo pongo en cuarentena. Ea, no me gusta adular a los poderosos, a los que están por encima de mí. La adulación no se compadece con mi carácter. Tengamos dignidad. ¿Y qué es el rezo, más que una adulación, verbigracia, besar el palo que nos desloma? Yo... al fin y al cabo... rezaría, si fuese preciso, si supiera que había de encontrar piedad; pero... como si lo viera... ¡piedad! ¡Ah, quien no te conozca que te compre! Esto es obvio. La piedad que haya, que me la claven en la frente. ¿Qué más? ¿Cómo olvidar el caso de mi primer Valentín, de aquel cacho de ángel, que me quitaron de la manera más atroz y bárbara, barrenando las leyes de la Naturaleza, sin que me valieran rezos, ni limosnas, ni nada?... ¡Anda y que adulen otros! No es uno un pelagatos, no es uno un cualquiera, no es uno un mariquita...".
Fatigado de dar tantas vueltas, se sentó en una silla, apoyándose en la mesa, y se tapó los ojos con ambas manos. "¡Ñales! — decía —, paréceme que estoy delirando. Lo que me pasa no es para menos... Aunque nos volviéramos locos de tanto rezar todos los que estamos en la casa, nada conseguiríamos, porque el mal, a estas alturas, es de los que no tienen remedio. La pobrecita Fidela se muere... se muere sin remisión... quizás se ha muerto ya... Sería preciso, para salvarla, que Aquel hiciera un milagrito, y lo que es eso... Favores ya los hace; pero milagros... Y falta que sea verdad que los hiciera... Favores sí; pero estas gangas son para los beatos y ratones de Iglesia... No está uno en el caso de rebajarse... ¡cuidado!... Cierto que si me aseguraran que..., yo me rebajaría, vaya si me rebajaría... Pero, ¡con cien mil Biblias!, para que me dejen con un palmo de narices, como en el caso de Valentín...".
Volvió a pasearse, transido de pena y terror, atormentado por la imagen de su esposa moribunda, fija en su mente con los rasgos y matices de la pura realidad.
La veía, la estaba viendo, cual si delante la tuviera. ¡Cuánto mejor para él no haber entrado en la alcoba, haberse quedado fuera... evitando el mal rato de verla agonizante, y el tormento de quedarse con aquella imagen, con aquella fotografía en el cerebro, la cual no se borraría en mil años que viviese!...
Perdido el conocimiento, sin ver a nadie ya, columbrando quizás las cosas del Cielo, la pobrecita Fidela se iba muriendo sin sentirlo, los ojos hundidos, las pupilas sin brillo ni viveza, vueltas hacia arriba, como si quisieran mirar al interior del cráneo; la boca anhelante, distendiendo y contrayendo los labios... al modo de los pececillos de redoma... en derredor de la boca un cerco violado que le desfiguraba horrorosamente el rostro... la piel húmeda, del sudor frío que la cubría; el cabello pegado a las sienes, y también con aspecto de cosa muerta, postiza, como peluca desencajada y fuera de su lugar... y por fin, el cuerpo inmóvil, vencido ya por la inercia, sin contracciones. Sólo en los dedos, la vida muscular se manifestaba expirante en ligeras crispaduras... Tal era la imagen lastimosa que había visto D. Francisco, y que en su mente quedó estampada, con fuerza bastante para transportarse de la mente a la realidad.
Pasó algún tiempo, no podía decir cuánto, en aquella abstracción dolorosa, sintiendo hondo, viendo claro lo que no ver quería, luchando por borrar la imagen cuando se vivificaba demasiado, y por revelarla de nuevo cuando se desvanecía, pues si penoso era verla, desconsuelo le causaba no percibirla, y a tantos tormentos uniose pronto el de la duda. ¿Había muerto ya o vivía aún? Por nada del mundo habría vuelto a la alcoba. ¿Cómo no se le daba cuenta de la muerte, si ésta era un hecho? Lo probable era que aún viviese. ¿Le habrían traído el Viático? No, porque él hubiera sentido rumores de gente, y el toque triste de la campanilla. Grande era el palacio; pero no tanto que un acto de tal naturaleza pudiese verificarse sin que él se enterara. Creyó sentir un bullicio extraño... ¡Gente de la parroquia! La Extremaunción sería, que el Viático no podía ser.
Puso después atento oído a los ruidos que sonaban en el inmenso caserón. A ratos reinaba silencio tan profundo, que todo parecía muerto, todo quieto y mudo, como las figuras de los lienzos que adornaban la ducal mansión; a ratos oía pasos precipitados de la gente de servicio, que bajaban o subían a prisa, como en busca de algo muy urgente. Tentado estuvo, en más de una ocasión, al sentir próximo a su leonera el paso de algún criado, de salir a la puerta y preguntar... Pero no: si le anunciaban la muerte, ¿cómo soportar la noticia? Además, los criados todos se le habían hecho tan antipáticos, que no quería nada con ellos, y si por acaso le contestaban algo desagradable, trabajillo le había de costar no emprenderla con ellos a puntapiés. Tanta llegó a ser al fin su ansiedad, que entreabrió la puerta. Frente a esta, extendíase una ancha galería bien iluminada. ¡En su dorada cavidad cuánta tristeza! Pasos se oían, sí; pero no muy lejanos, arriba, allá, donde estaba pasando... lo que pasaba. En el fondo de la galería vio una figura enorme, desnuda, con la cabeza próxima al techo, y las piernazas encima de una puerta. Era un lienzo de Rubens, que a D. Francisco le resultaba la cosa más cargante del mundo, un tío muy feo y muy bruto, amarrado a una peña. Decían que era Prometeo, un punto de la antigüedad mitológica: picardías muy malas debió de hacer el tal, porque un pajarraco le comía las asaduras, suplicio, que a juicio del Marqués de San Eloy, estaba muy bien empleado. Más acá vio a una ninfa que también le cargaba, casi en cueros la muy sinvergüenza, con los pechos al aire, y tan tiesa como si se hubiera tragado el palo del molinillo. No se acordaba Torquemada de su nombre; pero ello era también cosa de tirios y troyanos... Ganas le dieron súbitamente de salir con una estaca y emprenderla a palos con la estatua (copia de la Dafne de Nápoles) que decoraba el fondo de la galería, y hacerla pedazos, para que aquella pindongona no le señalara más con su dedo provocativo, ni se le riera en sus barbas... Pero habría sido disparate romperla, valiendo lo que valía.
En esto sintió ruidos de pasos en la escalera, y azorado cerró la puerta. "Ya vienen, ya vienen a decírmelo". Después se acordó de que había dado a su ayuda de cámara la rigurosa consigna de que no le llevasen recados, que no quería saber nada ni ver a nadie. "Velay por qué no se acerca a mi cuarto ni una mosca. Me tienen miedo".
Ya debían de ser las dos de la mañana. El ruido se acentuó en la parte superior de la casa. Sintió D. Francisco un frío intenso, y sobre el gabán que puesto tenía, se echó otro, y siguió paseándose. "Seguramente — se dijo —, es un hecho ya. Como si lo viera. Cruz estará haciendo aspavientos de dolor..., y lo siente, no dudo que lo siente. Pero no será ella quien venga a decírmelo. Donoso quizás. Tampoco: no se separará un momento de su adorada Cruz, para consolarla, y ponerse a pensar los dos... ¡ah, les conozco!, en las disposiciones para el entierro. Donoso no vendrá. Augusta tampoco, porque esa sí que estará afligidilla. ¡La quería tanto...! ¡Ah!, ya caigo; el llamado a comunicarme la triste noticia, es el clérigo, mi señor Gamborena, que debe de estar también arriba, echando latines. ¡A buena hora! Véase para lo que vale la santa religión. Este San Pedro o San Perico, a quien tengo por portero del departamento celestial, no puede o no sabe evitar que se muera quien no debe morirse. Ya, lo que ellos quieren es llevar gente y más gente para arriba... No les importa quien sea. En el fondo de esa santidad, hay un gran egoísmo, por decirlo así... Pues, sí, el beato Gamborena será el comisionado para traerme la noticia... Cuando no me la trae es que todavía...".
Acercose a la puerta, aplicó el oído... Nada sentía. "¡Si no vendrá tampoco el misionero a decirme nada!... Vamos, que reviento de ansiedad... ¡Si al fin tendré que subir, y...! Paseemos otro poco".
Algunas docenas de vueltas había dado, cuando sintió pasos. El corazón quería saltársele del pecho... Sí, eran los pasos de Gamborena; los habría conocido entre mil y mil pisadas de una multitud en marcha. Hasta los andares del buen eclesiástico revelaban la grave noticia de que era mensajero, y antes de llegar, venía diciéndola con los pies, con el compás seguro y rítmico, con el ruidillo que hacían las suelas sobre el entarimado... Detuviéronse al fin los pasos en la puerta; abriose esta con lentitud ceremoniosa, y en el rectángulo, como luminosa figura en marco negro, vio aparecer Torquemada la persona del misionero de Indias, su cara de talla antigua, de caliente y tostada pátina, la calva reluciente, el cuerpo todo negro, los ojos de angélica expresión. D.
Francisco clavó en él los suyos, diciéndole con la mirada: "Ya sé... ya". Y él, con voz patética, solemne, terrible, que sonó en los oídos del tacaño como el restallar de los orbes al desquiciarse, le dijo: "¡Señor, Dios lo ha querido!".
Segunda Parte