VIII
En cuanto Miquis le vio, túvole en su interior por hombre acabado. Un día, hora más, hora menos, le separaba de la insondable eternidad. Y como le ordenasen paliativos, sin más objeto que hacer menos dolorosos sus últimos instantes, díjole Torquemada con aspereza:
"¿Pero en qué piensa usted, señor doctor, que no me quita esta birria de enfermedad? Veo que o no saben ustedes una patata, o que no quieren curar de veras más que a los pobres de los hospitales, que maldita la falta que hacen a la humanidad. ¿Les cae un rico por delante? Pues a partirlo por el eje... Eso, eso; a dividir la riqueza, para que las naciones se debiliten, y no haya jamás un presupuesto verdad. Yo digo: 'vivamos para nivelar', y ustedes, los de la Facultad, dicen: 'nivelemos matando'. Ya se lo dirán a ustedes de misas... Y a otra cosa: si alguien quisiera salvarme de veras, procedería a ponerme reparos en la boca del estómago. Porque, lo que yo digo, ¿no hay más modo de alimentarse que comiendo? En mi sentir, bien se puede vivir sin comer. Y voy más allá: ¿a qué obedece el comer? A fomentar un vicio, la gula. Aplíquenme los reparos, y verán cómo me alimento por el rezumo de los líquidos, vulgo absorción. Nada se les ocurre: yo tengo que pensarlo todo, y si no fuera por mi talento natural, era hombre perdido, y al menor descuidillo ya tenía usted a la loquinaria del alma echándose a volar, y dejándome aquí con dos palmos de narices".
Pusiéronle los reparos, aunque sólo eran remedio sugestivo, y el hombre se calmó un poco, sin parar por eso en su desatinada palabrería.
"Óigame usted, padre — dijo a Gamborena cogiéndole una mano —, aquí no hay más persona decente que mi hijo, el pobre Valentín, que por lo mismo que no discurre, es incapaz de hacerme daño, ni de desear mi fallecimiento. Para él ha de ser todo, el día en que el Señor se sirva disponer que yo suba al Cielo, día que está lejos aún, digan lo que quieran. Se hará la liquidación de gananciales, para que esa sanguijuela de Rufina no se chupe lo que no le pertenece; y en cuanto a la capa, o sea el tercio libre, le digo a usted que vuelve a mi poder, sin que esto quiera decir que no dé algo, una cosa prudencial, verbigracia, un chaleco en buen uso".
Y a Donoso, que también acudió a su llamamiento, le dijo: "No hay nada de lo tratado, y tiempo de sobra tenemos para revocarlo. Todo lo que la ley permita, y algo más que yo agencie con mis combinaciones, para Valentín, ese pedazo de ángel bárbaro y en estado de salvajismo bruto, pero sin malicia. ¡Y que no quiere poco a su padre el borriquito de Dios! Ayer me decía: pa pa ca ja la pa, que quiere decir: 'verás qué bien te lo guardo todo'. Claro, con un buen consejo de familia, que cuide de alimentar al niño y tenerlo aseado, se pueden ir acumulando los intereses, y aumentar el capital. Y luego, en la mayor edad, el hombrecito mío ha de ser todo lo que se quiera, menos pródigo, pues de eso sí que no tiene trazas. Será cazador, y no comerá más que legumbres. Ni tendrá afición al teatro, ni a la poesía, que es por donde se pierden los hombres, y esconderá el dinero en una olla para que no lo vea ni Dios... ¡Oh, qué hijo tengo, y qué gusto trabajar todavía unos cuantos años, muchos años, para llenarle bien su hucha!".
Ya de día se contuvo el desorden cerebral; pero los fenómenos gástricos y nerviosos tomaron ya un carácter de franca insurrección, que anunciaba el término de la vida. Pronunciada por el médico la fatal sentencia, la Facultad se declaraba vencida. Sólo Dios podía salvarle, si tal era su santa voluntad; mas para ello tenía que hacer un milagro, en opinión de Miquis. Milagro o favor, la testaruda Cruz no desesperaba de obtenerlo, y allí fue el discurrir y poner en práctica cuantos medios inspiraba la fe para impetrar de la Misericordia Divina la salud del excelentísimo señor Marqués viudo de San Eloy, y demás hierbas. Se repartieron limosnas en cantidad considerable, misas sin número fueron dichas en diferentes iglesias y oratorios, pidiose por telégrafo a Roma la bendición Papal, y en fin, como suprema efusión de la piedad, se determinó, previa licencia del señor Obispo, poner de Manifiesto al Santísimo en la capilla del palacio. Dicha la misa por Gamborena, quedó después expuesta Su Divina Majestad en magnífica custodia con viril de oro guarnecido de piedras preciosas que, con otras alhajas del culto, procedían, como el palacio, de la liquidación y saldo de Gravelinas. Sacerdotes y hermanitas en regular número, velaban el Santísimo, turnando de dos en dos en la guardia.
Adornose la capilla con las mejores preseas, y fueron encendidas multitud de luces.
Todo era recogimiento y devoción en la suntuosa morada: las visitas entraban en ella como en la iglesia, pues desde que ponían el pie en el vestíbulo, notaban todos algo de patético y solemne, y les daba en la nariz el ambiente de catedral. Ocurría lo que se cuenta, en la primera quincena de Mayo, próxima ya la festividad de San Isidro, día grande de Madrid.
Gamborena, instalado provisionalmente en la casa, pasaba en la alcoba del paciente todo el tiempo que el servicio de la capilla le permitía. Sentado junto a la cama, leía su breviario, sin desatender al enfermo; y si este rezongaba o pedía de beber, dejaba el libro encima de la colcha para responderle o servirle. Por la mañana, el abatimiento y taciturnidad de D. Francisco eran tan grandes como su excitación en la noche precedente. Sólo contestaba con monosílabos que más bien parecían gruñidos, y cerraba los párpados, como vencido de un sopor o cansancio invencibles. Era el agotamiento de la energía muscular y nerviosa, el desgaste total de la máquina, cuyas piezas no engranaban ya, y apenas se movían. En cambio, las facultades mentales aparecían más despejadas, cuando por breve instante el sueño les permitía manifestarse.
"Amigo del alma, hermano mío — díjole Gamborena, acariciando sus manos —, ¿se siente usted mejor? ¿Tiene conciencia de sí?".
Con la cabeza contestó Torquemada afirmativamente.
"¿Se ratifica en lo que me declaró ayer, se somete a la voluntad de Dios, y cree en Él y en su divina misericordia?".
Nueva contestación afirmativa con el mismo lenguaje mímico.
"¿Renuncia a todas las vanidades, se despoja de su egoísmo como de una vestidura pestilente, y humilde, pobre, desnudo, pide el perdón de sus culpas, y anhela ser admitido en la morada celestial?".
No habiendo obtenido respuesta, repitió el misionero la pregunta, agregando conceptos muy del caso. De improviso abrió el infeliz Torquemada los ojos, y como si nada hubiera oído de lo que su confesor le decía, salió por otro registro, con voz cavernosa, tomando aliento cada cuatro palabras:
"Estoy muy débil... pero con los reparos saldré adelante, y no me muero, no me muero. Ya tengo bien calculadas las combinaciones de la conversión...".
—¡Por Dios, déjese de eso!... Piense en Jesús y en su Santísima Madre.
— Jesús y Santísima Madre... ¡Qué buenos son y con qué gusto les rezo yo para que me concedan la vida!
— Pídales que le concedan la inmortal, la verdadera salud, que jamás se pierde.
— Ya lo he pedido... y mis oraciones y las de usted, padrito, y las de Cruz... y las de todos han llegado al cielo..., donde se tiene muy en cuenta lo que piden las personas formales... Yo rezo, pero me distraigo alguna vez... porque me vienen al pensamiento cosas de mi juventud, que ya tenía olvidadas... ¡Esto sí que es raro! Ahora me acordaba de un sucedido... allá... cuando yo era muchacho... y lo veía tan claro como si me encontrase en aquel momento histórico.
Animándose poco a poco, prosiguió así:
"Ocurrió esto el día que llegué a Madrid. Tenía yo dieciséis años. Vinimos juntos yo y otro chico, que... le llamaban Perico Moratilla, y después fue militar y murió en la guerra de África... ¡Guapo chico! Pues como le digo, llegamos a la Cava Baja con lo puesto, y sin una mota. ¿Qué comeríamos? ¿Dónde pasaríamos la noche? Allá conseguimos de una vieja pollera, viuda de un maragato, unos mendrugos de pan... Moratilla tenía en su morral un pedazo grande de jabón, que le dieron más acá de Galapagar. Quisimos venderlo; no pudimos. Llegó la noche, y velay que hicimos nuestra alcoba arrimados a los cajones de la Plazuela de San Miguel...
Dormimos como unos canónigos hasta la madrugada, y al despertar, a entrambos se nos antojó tomar venganza de la puerquísima humanidad que en aquel desamparo nos tenía. Antes de que Dios amaneciera, nos fuimos a la escalerilla de la Plaza Mayor, y untamos de jabón todos los escalones de la mitad para arriba...
Luego nos pusimos abajo, a ver caer la gente. Tempranito empezaron a pasar hombres y mujeres, y a resbalar, ¡zas! Era una diversión. Bajaban como balas, y algunos iban disparados hasta la calle de Cuchilleros... Este se rompía una pierna, aquel se descalabraba, y mujer hubo que rodó con las enaguas envueltas en la cabeza. En mi vida me he reído más. Ya que no comíamos, nos alimentábamos con la alegría. ¡Cosas de muchachos...! Fue una maldad. Pues tome nota, y ahí tiene un pecado que no le dije porque de él no me acordaba".