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Torquemada y San Pedro: IX

Torquemada y San Pedro
IX
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

IX

Hasta otra. Las tesis de Fidela se sucedían con pasmosa fecundidad, y si extravagante era la una, la otra más. Su endeble memoria no le permitía retener hoy lo que había dicho ayer; pero las contradicciones daban mayor encanto al inocente juego de su espíritu. Después de almorzar con apetito menos que mediano, hizo que le llevaran al chiquillo, el cual, por milagro de Dios, no estuvo en brazos de la mamá tan salvaje como Augusta temía. Se dejó acariciar por esta, y aun respondió con cierto sentido a lo que ambas le preguntaron.

Verdad que el sentido dependía en gran parte de la interpretación que se diera a sus bárbaras modulaciones. Fidela, única persona que las entendía, y de ello se preciaba como de poseer un idioma del Congo, ponía toda su buena voluntad en la traducción, y casi siempre sacaba respuestas muy bonitas.

"Dice que si le dejo el látigo, me querrá más que a Rita: ta ta ca... Mira tú si es pillo. Y que a mí no me pegará: ca pa ta... Mira tú si es tunante. Ya sabe favorecer a los que le ayudan, a los que le dan armas para sus picardías. Pues esto, digas tú lo que quieras, es un destello de inteligencia".

— Claro que lo es. ¡Si al fin — dijo Augusta pellizcándole las piernas —, este pedazo de alcornoque va a salir con un talentazo que dejará bizca a toda la humanidad!

Excitado por las cosquillas, Valentín se reía, abriendo su bocaza hasta las orejas.

"Ay, hijo mío, no abras tanto la mampara, que nos da miedo... ¿Será posible que no se te achique, en la primera crisis de la edad, ese buzón que tienes por boca? Di, diamante en bruto, ¿a quién sales tú con esa sopera?".

— Sí que es raro — dijo Augusta —. La tuya es bien chiquita, y la de su papá no choca por grande. ¡Misterios de la Naturaleza! Pues mira, fíjate bien: todo esto, de nariz arriba, y el entrecejo, y la frente abombada, es de su padre, clavado...

¿Pero qué dice ahora?

Tomó parte el chico en la conversación, soltando una retahíla de ásperas articulaciones, como las que pudieran oírse en una bandada de monos o de cotorras. Deslizóse al suelo, volvió al regazo de su madre, estirando las patas hasta el de Augusta, sin parar en su ininteligible cháchara.

"¡Ah! — exclamó la madre al fin, venciendo con gran esfuerzo intelectual las dificultades de aquella interpretación —. Ya sé. Dice... verás si es farsante..., dice que... que me quiere mucho. ¿Ves, ves cómo sabe? Si mi brutito es muy pillín, y muy saleroso. Que me quiere mucho. Más claro no puede ser".

— Pues, hija, yo nada saco en limpio de esa jerga.

— Porque tú no te has dedicado al estudio de las lenguas salvajes. El pobre se explica como puede... ta... ca ja pa... ca... ta. Que me quiere mucho. Y yo le voy a enseñar a mi salvajito a pronunciar claro, para que no tenga yo que devanarme los sesos con estas traducciones. Ea, a soltar bien esa lengüecita.

Cualquiera que fuese el sentido de lo que Valentinico expresar quería, ello es que mostraba en aquella ocasión una docilidad, un filial cariño que a entrambas las tenía maravilladas. Recostado en el seno de la madre, la acariciaba con sus manecitas sucias, y tenía su rostro una expresión de contento y placidez en él muy extraña. Fidela, que padecía de una pertinaz opresión y fatiga torácica, se cansó al fin de aquel peso descomunal; pero al querer traspasarlo al suelo o a los brazos de la niñera, se descompuso el crío, y adiós docilidad, adiós mansedumbre. "No llores, rico; que te den tu látigo, dos látigos, y juega un poquitín por ahí. Pero no rompas nada".

Felizmente, el berrinche no fue de los más ruidosos; el heredero de San Eloy salió renqueando por aquellas salas, y a poco se le oyó imitando el asmático aullar de un perro enfermo que en los bajos de la casa había. Cruz, que volvió con jaqueca de la segunda sesión con los señores sabios, dispuso que la niñera se llevara al bebé a un aposento lejano para que no molestase con sus desacordes chillidos, y entró a ver a su hermana.

"Regular — le dijo esta —. La fatiga me molesta un poco. ¿Y qué tal tú?".

— Loca, loca ya. Y aún tenemos arte y erudición para rato. ¡Qué mareo, Virgen Santísima!

— Porque no tienes tú — dijo Augusta con gracejo —, aquella sandunga de mi padre para trastear a los amateurs, y a todos los moscones del fanatismo artístico. A papá no le mareaba nadie, porque él poseía el don de marear a todo el mundo.

Nadie le resistía, y cuando alguno de extraordinaria pesadez le caía por delante, empezaba a sacar y sacar objetos preciosos con tal prontitud, y a enjaretar sobre cada uno de ellos observaciones tan rápidas, vertiginosas e incoherentes, que no había cabeza que le resistiera, y los más fastidiosos salían de estampía, sin ganas de volver a aparecer por allí... Tú no puedes practicar este sistema, para el cual se necesita un carácter socarrón y maleante, y además, has de reservar todo tu talento para otras cosas, quizás más difíciles... A ver... cuéntanos lo que pasó en ese almuerzo, y qué prodigios de esgrima has tenido que hacer para parar algún golpe desmandado del eximio... ¿No le llama así el periódico, siempre que le nombra? Pues juraría que el eximio ha hecho alguna de las suyas.

— Pasmaos: ha estado correctísimo y discretísimo — replicó la primogénita sentándose para descansar un ratito —. A mí no me dijo una palabra, de lo que me alegré mucho. Pero ¡ay!... cuando yo vi que metía su cucharada en la conversación, me quedé muerta. "Adiós mi dinero — pensé —. Ahora es ella".

Pero Dios le inspiró sin duda. Todo lo que dijo fue tan oportuno...

—¡Ah, qué bien! — exclamó Fidela alborozada —. ¡Pobre eximio de mi alma! Si digo yo que tiene mucho talento cuando quiere.

— Dijo que en las artes y las ciencias, reina hoy el más completo caos.

—¡El más completo caos! Bien, bravísimo.

— Que todo es un caos, un caos la literatura, un caos de padre y muy señor mío la crítica de artes y letras, y que nadie sabe por dónde anda.

—¿Has visto...?

—¡Vaya si sabe! Luego dicen...

— Quedáronse aquellos señores medio lelos de admiración, y celebraron mucho la especie, conviniendo en que lo del caos es una verdad como un templo. Por fortuna, poco más dijo, y su laconismo fue interpretado como reconcentración de las ideas, como avaricia del pensamiento y sistema de no prodigar las grandes verdades... Con que... no entretenerme más aquí. Me llaman mis deberes de cicerone.

Su hermana y la amiguita quisieron retenerla; pero no se dio a partido. Por desgracia de las tres, el día estaba malísimo, y no había esperanza de que los dos ilustres investigadores de arte e historia se fuesen a dar un paseíto para despejar la cabeza. Nevaba con furiosa ventisca; cielo y suelo rivalizaban en tristeza y suciedad. La nieve, que caía en rachas violentísimas de menudos copos, no blanqueaba los pisos, y en el momento de caer se convertía en fango.

El frío era intenso en la calle y aun dentro de las bien caldeadas habitaciones, porque se colaba con hocico agudísimo por cuantas rendijas hallara en ventanas y balcones, burlando burletes, y riéndose de chimeneas y estufas. Sorprendidas las tres damas del furioso viento que azotaba los cristales, aproximáronse a ellos, y se entretuvieron en observar el apuro de los transeúntes, a quienes no valía embozarse hasta las orejas, porque el aire les arrebataba capas y tapabocas, a veces los sombreros. Esto y el cuidado de evitar resbalones, hacía de ellos, hombres y mujeres, figuras extrañas de un fantástico baile en las estepas siberianas.

"Mira tú qué desgracia de día — dijo Cruz con grandísimo desconsuelo —. Para que en todo resulte aciago, hoy no podrá venir el padrito".

— Claro, ¡vive tan lejos!

—¡Y si le coge un torbellino de nieve! No, no, que no salga, ¡pobrecito!

— Mándale el coche.

— Sí; para que lo devuelva vacío, y se venga a pie, como el otro día, que diluviaba.

—¿Pero tú crees — indicó Augusta —, que a ese le arredran ventiscas ni temporales?

— Claro que no... Pero veréis cómo no viene hoy. Me lo da el corazón.

— Pues a mí me dice que viene — afirmó Fidela —. ¿Queréis apostarlo? Y mi corazón a mí no me engaña. Hace días que todo lo acierta este pícaro. Es probado; siempre que duele, dificultando la respiración, se vuelve adivino. No me dice nada que no salga verdad.

— Y ahora te dirá que te retires del balcón y procures no enfriarte. Eso es: enfríate, y después viene el quejidito, y las malas noches, el cansancio y el continuo toser.

—¡Que me enfríe, mejor! — replicó Fidela con voz y acento de niña mimosa, dejándose llevar al sofá —. Me dice el corazón que pronto me he de enfriar tanto, tanto, que no habrá rescoldo que pueda calentarme. Ea, ya estoy tiritando. Pero no es cosa, no. Ya me pasa. Ha sido una ráfaga, un besito que me ha mandado el aire de la calle, al través de los cristales empañados. Anda, vete, que tus sabios están impacientes, y el de las pinturas echándote muy de menos.

—¿Cómo lo sabes?

— Toma: por mi doble vista. ¿Qué? ¿No creéis en mi doble vista? Pues os digo que el padre Gamborena viene para acá. Y si no está entrando ya por el portal, le falta poco.

—¿A que no?

—¿A que sí?

Salió presurosa la primogénita, y a poco volvió riendo: "¡Vaya con tu doble vista! No ha venido ni vendrá. Mira, mira cómo cae ahora la nieve".

Ello sería casualidad, ¡quién lo duda!, pero no habían pasado diez minutos cuando oyeron la voz del gran misionero en la estancia próxima, y las tres acudieron a su encuentro con grandes risas y efusión de sus almas gozosas.

Había dejado el bendito cura en el piso bajo su paraguas enorme y su sombrero, y la poca nieve que traía en el balandrán se le derritió en el tiempo que tardara en subir. Al entrar, quitábase los negros guantes, y se sacudía un dedo de la mano derecha con muestras de dolor:

"Hija mía — dijo a Fidela —, me ha mordido tu hijo".

—¡Jesús! — exclamó Cruz —, ¿habráse visto picaruelo mayor? Le voy a matar.

— Si no es nada, hija. Pero me hincó el diente. Quise acariciarle. Estaba dando latigazos a diestro y siniestro. La suerte es que sus dientecillos no traspasaron el guante. ¡Vaya un hijo que os tenéis...!

— Muerde por gracia — indicó Fidela con tristeza —. Pero hay que quitarle esa fea costumbre. No, si no lo hace con mala intención, puede usted creerlo.

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