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Torquemada y San Pedro: I

Torquemada y San Pedro
I
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. VI
    22. VII
    23. VIII
    24. IX
    25. X
    26. XI
    27. I
    28. II
    29. III
    30. IV
    31. V
    32. VI
    33. VII
    34. VIII
    35. IX
    36. X
  4. Autor
  5. Otros textos
  6. CoverPage

I

Con revulsivos enérgicos pudieron conseguir que de nuevo anduviera la desvencijada máquina fisiológica del gran tacaño de Madrid; pero aún pasó toda la noche y parte del otro día antes de que recobrara la memoria y el conocimiento de su situación. Hallóse, pues, a la tarde siguiente, en relativa mejoría, y así se consignó en las listas, que rápidamente se cubrieron de centenares de firmas ilustres en la política y en la banca. No fue necesaria la indicación del médico de cabecera para traer al doctor Miquis, pues el mismo paciente pidió que viniera, al recobrar el sentido y la palabra. Ordenó el célebre doctor un plan expectante, y un régimen de exploración, por no tener aún seguridad del mal que había de combatir.

La diátesis era obscura, y los síntomas no acusaban con claridad el carácter morboso de la profunda alteración orgánica. En sus conversaciones reservadas con Quevedito, Miquis habló algo de enteroptose, algo de cáncer de píloro; pero nada podía afirmarse aún, como no fuera la gravedad, y casi la inutilidad final de los esfuerzos de la ciencia.

En su resurrección, que así puede llamarse, salió el pobre D. Francisco por el registro patético y de la ternura, que tan bien armonizaba con su debilidad física y con el desmayo de sus facultades. Dio en la flor de pedir perdón a todo quisque, de emocionarse por la menor cosa, y de expresar vehementes afectos a cuantas personas se acercaban a su lecho para consolarle. Con Rufinita era un almíbar: le apretaba la mano, llamándola su ángel, su esperanza, su gloria. Con Cruz estaba a partir un piñón, y no cesaba de elogiar su talento y dotes de gobernar, y a Gamborena y Donoso los llamó columnas de la casa, amigos incomparables, de los que son nones en el mundo.

Al través de todas estas manifestaciones sentimentales, advertíase en el ánimo del enfermo un miedo intensísimo. Su amor propio quería disimularlo; pero lo delataban el suspirar hondo y frecuente, la profunda atención a todo cuchicheo que en la alcoba sonase, la expresión de alarma en sus ojos al verse interrogado.

Gustaba extraordinariamente de que le animasen con anuncios de mejoría, y a todos preguntaba la opinión propia y la ajena sobre su enfermedad. Una mañana, hallándose solo con el doctor Miquis, le tomó la mano, y gravemente le dijo:

"Querido D. Augusto, usted es hombre de mucha ciencia y de respetabilidad, y no ha de engañarme. Yo soy algo científico, quiero decir que, en mi natural, lo científico domina a lo poético, ya usted me entiende..., y por tanto, merezco que se me diga la verdad. ¿Es cierto que usted cree que me curaré?".

—¿Pues no he de creerlo? Sí señor, tenga confianza, sométase al régimen, y...

—¿Será cosa de...? ¿Como cuánto, mi señor don Augusto? ¿Tardará un mes en darme de alta, o tendré que esperar algo más?

— No es fácil precisarlo... Pero ello será pronto. Mucha tranquilidad, y no se preocupe de volver a los negocios.

—¿No?... — dijo el tacaño con profundo desconsuelo —. Pues si la Facultad quiere que me anime, déjeme pensar en mis negocios, y contar los días que me faltan para volver a meterme en ellos de hoz y de coz... ¡Ay, amigo mío, y sapientísimo médico, yo le suplico a usted, por lo que más quiera en el mundo, que haga un esfuerzo, y afine bien su ciencia para curarme pronto, pronto! Lea cuanto hay que leer, estudie cuanto hay que estudiar, y no dude, el emolumento será tal que no tenga usted queja de mí. Ya sé lo que me responde: que ya lo sabe todo, y no tiene nada que aprender. ¡Ah! La ciencia es infinita: nunca se la posee completa. Se me ocurre que en el archivo de esta su casa podrá haber algún papelote antiguo, que traiga tales o cuales recetas para curar esta gaita que yo tengo, recetas que los médicos de ahora no conocen... ¡Por vida de...! ¿Quién me asegura que los antiguos no conocieron algún zumo de hierbas, unto, o cosa tal, que los modernos ignoran? Píenselo, y ya sabe que tiene el archivo a su disposición. Me costó un ojo de la cara, y es lástima que no hallemos en él mi remedio.

—¡Quién sabe! — dijo benévolamente el médico por consolarle —. Puede que entre los papeles de Nápoles y Sicilia, haya algún récipe de antiguo alquimista, o curandero nigromante.

— No se ría usted de la magia, ni de aquellos tipos que echaban la buenaventura, mirando las estrellas. La ciencia es cosa que no tiene fin..., ni principio... Y ya que habíamos de ciencia, dígame: ¿qué demonios es esto que tengo? Porque yo, pensando en ello estos días, creo... se me ha metido en la cabeza que mi mal es filfa, una indisposición ligera, y que ustedes los señores médicos creen lo mismo; pero que por guardar la etiqueta... científica, me tienen aquí con todo este aparato escénico de cama, y régimen, y Biblias. Yo me siento ahora bien, muy bien. ¿Me confiesa usted, sí o no, que no tengo nada?

— Poco a poco. Su enfermedad no será muy grave; pero tampoco es una desazón leve. Cuidándola, la venceremos.

—¿De modo que puedo confiar...? ¿Usted me asegura?... — interrogó el de San Eloy con viva ansiedad.

— Tranquilícese, y tenga confianza en mí, y en Dios, en Dios primero.

— Ya la tengo... ¿Pues qué, el Señor Dios me había de dejar en la estacada, sin dar yo motivo para ello? Como usted le ayude con los recursos de la Facultad, el Señor no tendrá inconveniente en que yo vuelva a mis ocupaciones habituales. Sí, mi querido don Augusto, hará usted un bien a la humanidad, dándome de alta. ¡Tengo un proyecto! ¡Ay, qué proyecto! Es una idea que a nadie se le ocurre más que a este cura. Usted no entiende de esto, ni yo le fastidiaré explicándoselo. Cada uno tiene su ciencia, y en la mía, doy yo quince y raya al lucero del alba. Póngame bueno, y temblará el mundo de los negocios con esa combinación que traigo entre ceja y ceja... Tal importancia tiene la cosa, que me conformo con estar bueno el tiempo necesario para mover las fichas en el tablero, y hacer la gran jugada... Y después, no me importaría caer malo otra vez... Un paréntesis, Sr. D. Augusto, un paréntesis de salud... Pero no: sería una lástima que después de realizada la operación, reventase yo, sí, para que se quedaran riendo los que vienen detrás. Esto no es justo: confiéseme usted que esto no es justo.

Tan vivamente posesionado de su idea le vio Miquis, y tanto le alarmó el brillo de sus ojos y la inquietud de sus manos, que creyó prudente cortar la conversación. Y como para calmarle no había mejor camino que halagar sus deseos, despidiose el doctor dándole seguridades de restablecimiento. Claro: este vendría más pronto o más tarde, según que el enfermo lo acelerase con su quietud de cuerpo y espíritu, o lo retrasara con su impaciencia. Y mientras menos pensase en combinaciones financieras mejor. Tiempo había...

Ello es que el hombre quedó gozoso de la visita, y las esperanzas le daban ánimos para sobrellevar las tristezas del régimen dietético y de la encerrona entre sábanas.

Hablando con Cruz, le dijo: "Ese D. Augusto es un gran hombre. Me asegura que es todo cuestión de unos días... Y bien pudieran darme ustedes algún más alimento; que yo respondo de digerirlo velis nolis. ¡No faltaba más sino que el señor estómago volviera a las andadas! Los dolores del vientre ya no son tan agudos, y lo que es calentura no la tengo... Lo único que recomiendo a usted es que vigile a los cocineros y marmitones, porque... podría írseles la mano en el condimento, y resultar algo que me envenenara... en principio, por decirlo así. No, no digo yo que me envenenen de motu propio, como aquel pillo de Matías Vallejo, y los gansos de sus amigos, que a la fuerza me atracaron de mil porquerías... No, si ya sé que usted vigilará... Yo abrigo la convicción de que con usted no hay cuidado... En fin, arreglárselas entre todos para que yo esté bueno dentro de unos días, porque, sépalo usted, importa mucho para la familia, y casi, casi estoy por decir para la nación y para todita la humanidad, si me apuran. Que si este condenado fenómeno patológico, se agarra más, no sé a dónde irá a parar la fortunita reunida con tanto trabajo, y hasta podría suceder que mis hijos, el día de mañana, si yo continúo enclenque, no tuvieran qué comer".

Echose a reír Cruz, y olvidándose por un momento de que en aquel caso debía sobreponerse la piedad mentirosa a la verdad que, como inteligencia suprema de la familia, profesaba siempre, le amonestó en forma autoritaria: "No piense tanto, no piense tanto en los intereses que han de quedarse por aquí; pues aunque no está en peligro de muerte, ni lo quiera Dios, su situación es de las que deben considerarse como avisos providenciales, y por tanto, hay que volver los ojos a los intereses de allá, a los eternos, aunque no sea más que para irse acostumbrando. Vamos a ver: ¿todavía le parece a usted que tiene poco dinero, o es que piensa llevárselo al otro mundo, para fundar un banco o sociedad de crédito en las regiones de la Bienaventuranza Eterna?".

— Si fundo o no fundo sociedades de crédito en la Gloria divina, eso no es cuenta de usted. Haré lo que me dé la gana, señora mía — dijo, y con gesto de chiquillo castigado se zambulló en el lecho, y se tapó el rostro con la sábana.

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