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Los Anticuarios: II. Los comienzos

Los Anticuarios
II. Los comienzos
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

II. Los comienzos

Había sido Adelina la que empezó aquel negocio en Madrid cuando su esposo Fabián era un modesto empleado del Ministerio de Hacienda, lleno de orgullo y de hijos, aunque con poco dinero para alimentar al uno y a los otros.

Adelina emprendió el negocio de antigüedades en pequeña escala, solo por ayudarse, comprando algunos objetos que llevaba a revender al domicilio de los aficionados, no sin la protesta de su marido, el cual no hallaba bien que la señora de Las Navas y Marchamalo tuviese tan humilde empleo.

Porque el flaco de don Fabián de Las Navas y Marchamalo era la vanidad; hijo de una provincia del Sur había venido a Madrid muy joven a casa de un hermano de su madre, que se había casado con la hija de un político, una solterona insoportable, cuyo padre en agradecimiento de haberle quitado la carga, premió al yerno con una senaduría.

Fabiancito era el niño mimado de su tío. Chico despejado, listo; hacia en cada año dos de la carrera de leyes y era un pollete vivaz, dicharachero, lleno de todas las frivolidades y las gracias de salón que deslumbraban a las señoritas de su provincia, y despertaban el odio de los jóvenes, los cuales le llamaban, para vengarse, el Marqués de los forros nuevos; alusión a la vanidad con que enseñaba los lucientes forros de seda de sus abrigos y americanas.

Mientras acababa la carrera y habría bufete, su tío le dio un destinito en Hacienda para sus gastos menudos, la verdad que gracias a la influencia, Fabián no iba a la oficina y nadie sabía su empleo.

Su tía, la esposa de D. Andrés de Marchamalo, quiso contribuir a la felicidad de su sobrino, haciendo que participase de las delicias de un hogar como el suyo, y arregló la boda con la segundona de una familia linajuda a la cual se unió Fabián sin conocerla apenas, y sin haber casi hablado con ella porque las veces que se vieran, la señorita de Zaragüeta, estuvo siempre con los ojos bajos, ruborizada, pronunciando escasas palabras, con un gangueo monjil.

Por fortuna Fabián no renunció a su destino. Estaba en el ultimo año de su carrera de abogado cuando murió D. Andrés de una apoplejía, que suele ser muerte de senador; y desde entonces se acentuó de día en día el malestar de su casa. Clarita Zaragüeta no tenía ningún atractivo de mujer, porque ella se empeñaba en borrarlos todos.

Iba vestida de hábito del Carmen, por una promesa, quizás para lograr casarse; y un cinturón charolado cerrado por una hebilla de metal blanco, con la correa colgando hasta el borde de la falda, y el alfiler de plata del escudo que llevaba en el pecho eran todo su adorno. El cabello apretado y sin rizar, puesto en bandos sobre las sienes agudizaba su nariz picuda, en su semblante amarillento. La falda larga tapaba unos pies mal calzados y la silueta estaba deformada por el horror de un corsé que levantaba sus hombros en punta hasta la altura de las orejas y la obligaba a cerrar el descote para evitar que se viese como la ahogaban los senos.

La pobre Clarita cumplía con la repugnancia de una monja sus deberes matrimoniales. Se asustaba de cualquier vehemencia o caricia de Fabián, que le parecía pecaminosa. Una voz de éste, un portazo, algo fuerte le hacían estremecerse y llorar hasta sufrir un ataque de nervios.

A veces tenía Fabián la sensación de estar solo al lado de aquella mujer pasiva, callada, que en vez de contestarle cuando decía algo que no era de su agrado rezaba fervorosamente, moviendo los labios sin producir sonido.

Murió Clarita a los ocho meses de casados, de una indigestión de santidad, —según decía Fabián a sus íntimos— o a consecuencia de no poder resistir la falta de distinción de su marido, como aseguraban los parientes de ella.

El caso fue que Garita murió y que Fabián se encontró libre y sin un céntimo. Su tía no quería que le hablasen de un hombre que tan mal se había portado con su pobre esposa. Aquel destino tan desdeñado era su único medio de vida; pero antes de verse obligado a ir a la oficina en Madrid y estar a las órdenes de jefes a los que había tratado como inferiores, pidió el traslado a una provincia, y fue a dar con sus huesos a Cartagena.

Allí se enamoró de Adelina, huérfana de un Capitán de la Guardia Civil. La joven se había criado en el cuartel y aunque no era tan militara como su madre, tenía una arrogancia marcial; y una decisión masculina, que contrastaban con la triste pasividad de la difunta. Con aquella muchacha no había que pensar en otra cosa que en casarse. De haber muerto antes la madre de Adelina debiera haberle dejado viudedad de capitán a su esposo, porque el verdadero capitán era ella: llamaba a todos los que no pertenecían al ejército paisanos; y exigía el respeto jerárquico de las tenientas, sargentas y cabas, lo mismo que ella sabía tenérselo a las coronelas y generalas.

Fabián pensó que casándose no tendría dinero pero tendría alegría. Adelina reía siempre, cantaba, tenía los ojos brillantes y los labios húmedos, con una expresión de contento. Se casaron y en verdad que a no ser por la mala condición de cadañera que sacó la muchacha no tenía por qué arrepentirse.

Cada año daba a luz un chico Adelina, o mejor dicho una chica, porque solo el primero fue varón. Siguieron cinco niñas; y como estaba cada día más fresca, más fuerte y más alegre, no se sabía a cuántos podría llegar.

La verdad era que dar a luz no le costaba gran trabajo. Ella no era de las que sufren mareos o antojos por el embarazo. Ni siquiera el parto la molestaba. Tenía una maternidad de cabra, que suelta el chotillo y sigue andando.

Además Adelina no criaba. En cuanto los rorros tenían un mes se los llevaba a su madre, para que los criase en aquel hermoso clima de Cartagena, y ella seguía al lado de Fabián, en Madrid, alegrándole la vida con sus risas y encontrando el medio de hacer de una peseta dos.

Era tan hacendosa que trabajaba como si jugase, con la alegría en los ojos y el canto en los labios. Lavaba planchaba, cosía, guisaba… y le sobraba tiempo para todo. Hasta encontró medio de ahorrar para irse los domingos al café o al teatro y halagar el paladar de Fabián con alguna golosina y algún vino de su gusto un par de veces entre semana.

Hija fue de aquel sobrarle tiempo para todo la idea de salir a vender las antigüedades de una vecina suya, que las compraba de primera mano y se las llevaba a los anticuarios. No tardó en tomar el gusto a aquel negocio. Sacaba de las casas de antigüedades, que se las confiaban, los objetos e iba con ellos a casa de personas aficionadas. Con la comisión de venta y el precio que podía sacar sobre la tasa tenía ganancias pingües.

Al principio protestó Fabián. Su orgullo se revelaba contra aquel empleo de su esposa; pero cuando llegó el balance de fin de mes y en vez del déficit a que estaba acostumbrado quedó un superávit de unos cientos de pesetas empezó a mostrarse más transigente. Lo cogía el Demonio por el lado de la comodidad. Seguía refunfuñando, por no dar el brazo a torcer, y amargando la alegría de Adelina, comparándola con esas vendedoras de ropas usadas que van por los escenarios y por las casas de las burguesas, que desean figurar con poco dinero y compran los trajes de deshecho de las elegantes, esos vestidos que siempre tienen historia y son de la esposa del Banquero que ha caído de luto; de la Marquesa o de la Duquesa, que no se lo ha puesto; y hasta proceden de Palacio. Si se creyese a esas vendedoras, Palacio sería un almacén de trajes hechos que se venden siempre, añadiendo, cuando se los atribuyen a la Reina Madre, media vara de tela para ensanchar el pecho; tela que ya se guarda a previsión para cuando se venda el vestido. Todos aquellos embustes de las prenderas y algunos más había aprendido Adelina. Llevaba siempre los objetos predilectos de los coleccionistas y se daba tal maña para sacar partido que a un aficionado a cajas antiguas le vendía viejas cajas de polvos de los dientes, que habían costado a una cincuenta, por cuarenta pesetas, con solo cambiar el cromo y meterlas en estiércol, a fin de que la porcelana se resquebrajase. Las gallinitas de Manises sin cabeza y con la barriga de yeso, y las perdices de Alcora alcanzaban en manos de la experta anticuaria precios fabulosos. Tenía el don de la simpatía y de la persuasión y a cualquier Talavera moderno sabía hacerlo pasar por antiguo, con el procedimiento de enterrarlo en estiércol humano y regarlo con vinagre varios días. Así, aunque se escarbase en los desconchados que hacían en la vasija no aparecía la blancura de la pasta nueva. Nadie como ella para sugestionar y hacer creer a los compradores que los tapices de Cuenca eran tapices Persas legítimos, valiéndose de la semejanza. Tan grandes ganancias aficionaron a Fabián que empezó a tratar anticuarios y con su talento penetrante, no exento de travesura y malicia, comprendió bien pronto todos los trucos que ellos querían ocultarle. Además en poco tiempo, poniendo su cultura al servicio de esa industria, aprendió a distinguir estilos y épocas de metales, marfiles, porcelanas y muebles, de manera que conocía todas las imitaciones y falsificaciones. En esto no le iba en zaga Adelina, experta sobre todo en encajes, telas y tapices. La simpatía de ella y el aire de suficiencia y gran seguridad de Fabián, sugestionaban hasta a los mismos anticuarios, que empezaban a tratarlos como compañeros, cuando aún no estaban en el negocio.

El sueño del matrimonio era abrir una tiendecita en buen sitio y establecerse, sabiendo que no hay ganancia ni tanto por ciento más elevado que el de las antigüedades, donde se puede obtener mil por uno.

El dinero para empezar esta empresa fue como una especie de carambola. Los antiguos conocimientos e influencia de su tío le sirvieron para que se resolviese bien en Hacienda el expediente de un colegio de niñas nobles, por cuyo servicio daba el obispo de Sevilla un donativo de siete mil duros. Verdad es que como Fabián no podía dar la cara a causa de su destino, tuvo que valerse de un prestamista tuerto, dueño de varias casas de empeño, que por poco se alza con el santo y la limosna. Al fin, tras de muchos disgustos, llegaron tres mil duros al matrimonio, que ya iba por el séptimo hijo.

Inmediatamente, aprovechando un traspaso de una tienda de la calle del Barquillo, abrieron su establecimiento y empezaron sus compras.

Por un momento sintieron ese pánico que causa el pensar que las antigüedades tienen que acabarse después de tantos años de especular sobre ellas, a pesar de las Fabricas de Antigüedades que funcionan en todas partes.

Sin embargo no le faltaron cosas antiguas. Era España abundante en antigüedades, no obstante la continua búsqueda de anticuarios, aficionados y extranjeros. En todas las familias se conservaban cosas de los bisabuelos, que la necesidad obligaba a vender. Llegaban, jarrones de pasta blanca del Retiro, que ellos fingían desdeñar y compraban por unas cuantas pesetas cuando estaban seguros de venderlos por muchos cientos.

Lo mismo ocurría con los marfiles, con las tallas, con les hierros forjados, con las telas y con los muebles. Miniaturas inapreciables, estampas preciosas, metales repujados, azulejos árabes, terciopelos, damascos isabelinos; afluía todo en grandes cantidades.

De vez en cuando venían anticuarios extranjeros, que a pesar de tener ya sus corresponsales en Madrid, visitaban todas las tiendas y compraban en grandes saldos los objetos.

Una noche se comentó esto en la tertulia que se reunía en la trastienda, presidida por Adelina.

—Mucho deben ganar —dijo ella— cuando hacen el viaje y sufragan gastos de transporte y de Aduanas. Seguramente que no tenemos idea de cómo se pagan estas cosas en el extranjero.

—Sin duda —afirmó Fabián—, hacen con nosotros lo que los anticuarios hacíamos antes con los vendedores del Rastro. Comprábamos cosas admirables por unas cuantas pesetas.

—Pero ya los han enseñado ustedes —dijo un contertulio— y ahora valen las cosas en el Rastro más que en los grandes bazares. Es una pena.

El que así hablaba, era un viejo general con más afición a las antigüedades que dinero; se contentaba con hacer tertulia en casa de los anticuarios, para estar entre cosas antiguas, ya que pocas veces podía adquirirlas.

Una de sus grandes aficiones eran los libros viejos y raros. Se deleitaba ante un ejemplar único de toda obra, tratase de lo que tratase. Él no compraba los libros por las cubiertas, pero tampoco los compraba por el texto. Era solo por la antigüedad; por el olor a siglos que se escapaba de las hojas amarillentas de los viejos papeles o de los pergaminos.

Por desdicha tenía que sisar de sus gastos para darse este gusto, porque la generala tomaba estrecha cuenta de su paga. Así y todo, cuando compraba algún códice, tenía que llevárselo a casa a escondidas, ya que tenía la ventaja de que una vez puestos en sus estantes, la esposa no había de notarlo, con tal de tener la precaución de quitar otros sin importancia, porque ella no conocía los títulos de las obras de la biblioteca de su marido, sino el número de los tomos.

El pobre general estaba inconsolable por la pérdida de su última adquisición. Tres tomos maravillosos que le había proporcionado Adelina. El uno en castellano antiguo, estaba impreso en Londres, en la infancia de la imprenta. Se titulaba «El divorcio de la condesa X y El grito de un hombre honrado». Estaba marcado en el índice de la Inquisición con tres manecillas. ¡Abominación suprema! Aquella obra había sido recogida y quemada. Solo se había salvado ese tomo que tenía el sello del inquisidor, a cuya biblioteca perteneció. No había podido ni siquiera examinar aquel dramático librito, oír el gritar de aquel hombre y el gemir de la misteriosa condesa. Había esperado que se hiciese un poco tarde para volver a su casa sin que la esposa lo viese entrar con su carga. Ya había abierto la puerta del piso con su llave inglesa, cuando oyó en el pasillo la voz de su mujer. Aterrorizado dejó los libros en el suelo y entró en su casa. Ya habían cerrado la portería. Era cuestión de volver a salir por ellos al cabo de un rato… Pero cuando volvió, los libros habían desaparecido.

El pobre hombre tenía una especie de monomanía por hallar otros semejantes.

—Si encontrase al ladrón, lo pasaba por las armas —solía decir.

Hacía ya un mes que rebuscaba en las casas de todos los anticuarios y en todas las librerías de viejo.

Era él quien más inducía a Adelina y a Fabián a que hicieran viajes al extranjero, ponderando lo provechoso y lucrativo que debía ser para un español comerciar con las antigüedades fuera de España.

—Italia y España son canteras inagotables de antigüedades —decía— por eso aquí no se saben apreciar bien. Son los ingleses y los americanos los que tienen dinero y pueden darse el gusto de pagarlas. Hay que ir a sacarles los cuartos… Sería cosa de probar con un pequeño viaje de Adelina.

—¡Como no sabe francés!, —murmuró Fabián casi vencido por la influencia de la avaricia.

—Eso no importa —exclamó ella seducida con la idea—. Las mujeres lo aprendemos todo en seguida.

El más disgustado con esto era un diputado provinciano, rico y rechoncho, que pasaba la vida metido en la tienda haciendo continuas compras de cosas que no entendía, por la seducción de la graciosa figura de la anticuaría.

Estalló al oír la contestación de Adelina.

—¡Un doble comercio! ¡Antigüedades! Si yo creo que en el mundo no hay nada antiguo, sino viejo. Lo único que se queda antiguo son las mujeres que no aprovechan bien el tiempo, y así diciendo lanzó una carcajada para celebrar su gracia, al par que miraba a la anticuaría con una insistencia que le hizo enrojecer.

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